El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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En un espacio musical sin frontera alguna, tendría que contentarse con que aquí se estrena una pieza de filosofía vocal para cogito solo, sin subtítulo para quienes sufren hipoacusia.

      LimaNeli Haschmu WaNschbok.

      Tama Haschmu: Portolabi Paehu

      Mui Pianeti

      Tamiba Temibo

      Temibanu Karuzu

      HaifatuNeti

      Haifatusolum RofuNo.

      Hoy Kirwimme. Katosta Healobe Kepipi

      Schamfuso…

      No se puede decir más claramente.

      Con razón nos hicimos las anteriores preguntas: qué es el espacio musical, cómo entramos en él, cómo nos aseguramos la permanencia en él y cómo lo abandonamos cuando salimos al medio no musical. Sólo sería posible una respuesta si lo musical en todo su alcance pudiera reducirse a una experiencia fundamental inequívoca que nos revelase, como un axioma o un cogito sonoro, el fundamento inconmovible de la certeza musical. Pero nada se sabe de tal fundamento, tan poco de las intenciones musicales de Descartes. Aun así, encuentro útil repetir el experimento imaginario cartesiano para interrogarme por un aspecto psicoacústico que hasta ahora ha sido ignorado. Sigamos al autor Descartes en el delirio de su duda y observemos cómo intenta acceder a una autopresencia en la que se encuentre con un ego sin mundo, absolutamente cierto de sí mismo, sin sensaciones corporales, sin órganos y sin mundo exterior como fundamento inconmovible de la verdad.

      Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños […] Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo todo eso. […]

      Pienso que carezco de sentido; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré entonces tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo […]

      ¿Qué se sigue de esto? ¿Soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra, ni espíritus, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición: «yo soy, yo existo», es necesariamente verdadera cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu. […]

      Es fácil evidenciar que el ejercicio cartesiano de abstracción se centra en un punto ciego –mejor: un punto sordo–. El pensador cree que él indudablemente existe mientras está pensando. Pero no advierte –o, cuando lo hace, no le da ningún valor– que su volverse hacia sí mismo depende de su oírse a sí mismo. No tiene presente que sólo puede estar cierto de sí mismo y su pensar porque un oírse a sí mismo precede a su «pensarse a sí mismo». El cogito cartesiano presupone un no-oír que se tiene por un pensar puro, y hasta se podría decir: por un estar consigo mismo sin ninguna –quién sabe si engañosa– mediación sensible. El no-oír lo es de la voz del pensamiento que vaga por el sujeto pensante. Es como si el filósofo hubiera encontrado un método para reducir a un común denominador la audición clara y la audición dificultosa. Él mira fijamente el contenido del pensamiento sin prestar atención al sonido de la voz en su cerebro pensante. Sólo así consigue no percibir que su pienso-luego-existo es en verdad un oigo-algo-en-mí-que-habla-de-mí-y-de otros. Cuando esto se advierte, el significado del cogito cambia radicalmente. El mínimo sonido interno de la voz del pensamiento es, cuando es oída y se hace así interior, la primera y única certeza que puedo alcanzar con mi experimento imaginario. Se la podría llamar un cogito sonoro. Oigo algo dentro de mí, luego soy –al menos tengo razón suficiente para afirmar que estoy seguro de poder «deducir» mi existencia del oír algo dentro de mí–. Este oigo-hablar-en-mí sólo se evidencia si no tengo ningún propósito en relación conmigo o mi pensamiento. Si quiero explicar, probar o alcanzar algo, este propósito distorsiona la conexión auditiva con los pensamientos que en ese momento me rondan. Entonces «yo pienso» ya en algo distinto del tono susurrante del pensamiento presente. Entonces estaría –como Descartes– tan subordinado a mi búsqueda de razones, que no notaría las voces interiores ciertamente presentes que en ese momento suenan en mí. La ambición nos hace sordos –también en la teoría del conocimiento–. La ambición constructiva y la atención meditativa parecen excluirse radicalmente. Quien construye, no escucha; quien oye resonar o hablarle algo dentro de sí, no puede al mismo tiempo construir.

      Esto nos convence de que la «certeza» de Descartes se funda en el convencimiento de que esta puede ella misma construirse. Construir es aquí una acción sorda –autoconstrucción y autofundamentación conjuntas–. El cogito es encontrarse uno mismo en la autoproducción, y la autoproduccion el encontrarse uno en sí mismo. Esto es lo que se denomina fundamentum inconcussum veritatis. En el momento en que el construir se separa del oír, comienza la ciencia específicamente moderna como programa de acción de una razón sorda. Para adquirir seguridad en lo absoluto, este pensamiento sacrifica lo único dado de forma realmente segura, lo inmediatamente dado –el cogito sonoro como audición interior–, que sin duda ofrece una clase de certeza con la que absolutamente nada se puede hacer, ni nada se debe intentar hacer, mientras se mantenga la intimidad musical del oírse. El cogito sonoro es exactamente lo opuesto a lo que Descartes le demandaba al cogito lógico; no es ni un fundamento –porque no sustenta nada–, ni algo inconmovible –porque no puede ser fijado–. Lo más cierto es en verdad lo más inútil. La atención a las voces y sonidos interiores significa pura conmovilidad, disponibilidad para recibir presencias acústicas; ellas no me proporcionan un fundamento, sino que me someten a su sonido. Quien escucha las voces del pensamiento se halla inmerso en una esfera que en todo momento un otro hace vibrar. El pensamiento está en el sujeto como el sonido en el violín –en virtud de sus diferentes vibraciones–. Los seres humanos son, cuando piensan, como instrumentos musicales para ejecuciones que significan el mundo. Cuando el «instrumento» pone atención en sí mismo, ve con claridad que no es un fundamentum inconcussum sino un medium percussum.

      Porque estas reflexiones acústicas profundas tratan de una atención interna que preexiste a la distinción entre oír música y oír voces, podemos demostrar también la fecundidad de las observaciones sobre el cogito sonoro en relación con los fenómenos musicales. La música sólo está en el oírse a sí mismo del «instrumento», es decir, del sujeto cuando sabe que él es un medio sensible al sonido. La música sólo está en el sujeto oyente. Por supuesto que esta afirmación sólo es cierta junto con su inversa: el sujeto oyente sólo está en la música. El sujeto sólo puede estar consigo mismo si se le ha dado algo que puede escuchar en él –sin sonido no hay


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