El imperativo estético. Peter Sloterdijk

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El imperativo estético - Peter  Sloterdijk


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visibles bien iluminadas. Y así como de noche la visión falla y sólo percibimos contornos y oscuros vacíos, el pensamiento también fracasa cuando se concentra en los objetos envueltos en las tinieblas de la mera opinión. El pensamiento correcto (agatomorfo) consiste en la visión del mundo de las ideas iluminado por el Bien. Se reconoce aquí cómo el idealismo óptico hace su jugada decisiva anteponiendo el pensamiento visual a la visión sensible. Helios es para Platón la imagen del Bien que se derrama desde la esfera de las ideas al mundo de los sentidos. De la analogía del sol y la deidad (Bondad) se hace una jerarquía ontológica con el inteligible principio divino en la cima. Así desbancó la nueva metafísica del espíritu a la filosofía natural arcaica; también la luz visible es ahora «sólo una alegoría», pero una alegoría majestuosa, aún virulenta en la teología natural. No en vano la metafísica medieval interpretó el fiat lux del Génesis en un sentido platónico, pues hacer la luz y crear el sol son los primeros actos verídicos de Dios, que en sus decretos de la Creación no pudo sino representar en la materialidad lo mejor y más semejante a su esencia. Para hacer un mundo de suprema bondad, debió crear primero lo más noble –como si la luz fuese un espíritu–, un análogo de Dios entre las criaturas, un sublime lazo y un medio de la naturaleza que los ojos humanos redimidos pudieran ver como evangelium corporale. El carácter óptimo de la Creación, conclusión forzosamente extraída en la teología positiva de la suprema bondad de Dios, implicaba una triple definición de la misma: debía ser esférica, porque la esfera representa lo óptimo morfológico; debía estar inundada de luz, porque la luz es lo óptimo físico, y debía ser perfectamente transparente a la razón, porque la transparencia es lo óptimo cognitivo. Los tres óptimos concurren en una Creación concebida como una esfera de luz que irradia desde el punto absoluto de luz que es Dios; esa sphaera lucis que, junto con el modelo del mundo, proporciona una explicación de su cognoscibilidad; entender el mundo es entender la irradiación de las categorías desde la fuente única e incondicionada de la luz, el ser y la inteligibilidad[2]. Entre las perplejidades crónicas de la metafísica de la luz se encuentra, sin duda, en el platonismo y en las teologías cristianas de él dependientes, la cuestión del origen y rango de la materia sobre la que la luz, primera creación de Dios, debía brillar. Del mismo modo, la lectura cristiana del Génesis judío tiene que sortear la cuestión de la clase de agua sobre la que se supone hubo de flotar originariamente el espíritu de Dios.

      La posición absoluta de la luz en las metafísicas monoteístas trajo consigo una tendencia a la sobreiluminación del ser, hasta la inmersión de la materia en la luz; el motivo gnóstico de idealización de la luz se anuncia aquí tanto como la idea escatológica de que al final de los tiempos el mundo y la vida serán conservados en una sinfonía definitiva de luz intradivina; entonces será la luz sola todo lo que acaezca –mejor dicho: todo lo que lo redima del acaecer para flotar en la eternidad–. El monumento más sublime de esta idea son los cantos del Paraíso de la Divina comedia de Dante; allí se abre un mundo superior de inteligencias bienaventuradas completamente modelado de luz y en la luz en el que todas ellas participan de la fluyente luz original, que se «reparte» sin límite y retorna a sí misma. Las visiones de Dante responden a las imágenes finales del Apocalipsis de san Juan, en las que se profetizan el fin de la alternancia del día y la noche, y el imperio de la luz eterna; en la Jerusalén Celestial, todas las lámparas, las astrales y las hechas por el hombre, serán superfluas:

      La ciudad no necesita sol ni luma que la alumbre, la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero (Ap 21, 23).

      Noche no habrá más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos […] (Ap 22, 5)[3].

      Esto indica la estrecha relación entre monoteísmo y metafísica de la luz que también la cultura islámica del Medievo asumió en multitud de tratados filosóficos sobre la luz –mezcla de elementos platónicos, plotinianos, aristotélicos, judíos y árabes con ocasionales adiciones de motivos dualistas iranios[4]–. El filósofo árabe Abu-Hamid Muhammad al-Ghazali o Algacel (1059-1111) disertó en su tratado El nicho de las luces [Miskat-anwar] (escrito hacia 1100) sobre el sentido de las palabras del Profeta en giros que eran entonces familiares a los conocedores de la tradición platónica:

      Los versos coránicos tienen para el ojo de la razón el mismo significado que la luz del sol para el ojo físico, pues esta permite la visión perfecta. Por eso es apropiado llamara al Corán «Luz» igual que llamamos luz a la que emite el sol. El símbolo del Corán es la luz del sol, y el símbolo de la razón es la luz del ojo. Por eso podemos comprender el sentido del verso coránico que dice: «Tened fe en Dios y sus enviados, y en la luz que nosotros (os) hemos arrojado»[5].

      Deslumbramiento

      Donde hay mucha luz, hay muchas sombras, y donde hay demasiada luz, reina la oscuridad. Es característico de la particular dinámica de los monismos metafísicos que su radicalización termine en mística. Quien cree incondicionalmente en lo Uno, termina para bien o para mal disolviendo toda diversidad en el abismo de lo primero-último. Esto es así incluso si concibe lo primero absoluto como luz, luz original o luz superior. Cuando este abismo último de luz se abre de algún modo a la experiencia humana, lo hace sólo para que aquel que lo conoce perezca en él –tal es la regla de los monismos radicalizados–. El perecer en lo Uno invalida la diferencia entre luz, visión y objeto iluminado: el vidente se ahoga en el mar primordial de luz, que al mismo tiempo deja de ser experimentado como claridad –si es que la claridad pertenece todavía a la zona no abisal de la diferencia entre claro y oscuro–. Así es como la mística de la luz prepara, desde premisas monísticas, el final de la metafísica de la luz –por su rebosamiento o exceso de su función–. Ya Platón había pensado que la ascensión del liberado de la caverna a la pura luz de lo Uno acabaría en un deslumbramiento –una catástrofe de la visión al presenciar la luz celeste–. Estos conceptos llegaron a través de Plotino y el Pseudo Dioniso Areopagita a la teología medieval y conformaron sus figuras místicas culminantes. En el apex theoriae, la cumbre de la contemplación, la visión más clara se convierte en ceguera, la luz absoluta en oscuridad, el perfecto saber en ignorancia. San Buenaventura († 1274) veía en la última etapa del itinerarium mentis in deum –el viaje del alma a Dios– como transitus anihilador-transformador, es decir, como paso a la oscuridad (caligo) y deslumbramiento vivificante. En el juego lingüístico de la mística de la luz, esta última fusión del meditador con lo absoluto se llama «morir». Y así conoce también la metafísica clásica una «muerte del sujeto»: por sobreiluminación. Lo que la Edad Media llamaba iluminación, era la parte intermedia místico-luminosa del ejercicio de deificación, la cual se alcanzaba mediante la tríada purificación-iluminación-unión (en latín, purificatio-illuminatio-unio; en griego, ka­tharsis-photismos-henosis). Y así llegó la mística alemana a emplear fórmulas tan sonoras como überliehte dunkle vinsterheit (Heinrich Seuse [Suso], Vita), menos atrevidas poéticamente que lógicamente consecuentes.

      Pasión de la luz

      Donde la mística de la luz más se aproxima a motivos religiosos, se habla menos de óptica o de lógica que del concepto de la vida consciente. La teoría de la luz fue durante mucho tiempo el campo donde la humanidad occidental pudo ensayar discursos sobre la subjetividad. No era la luz de los físicos lo que hacía pensar en la cuestión de Dios, el mundo y el yo, sino la luz personal como metáfora de la conciencia de sí mismo y lo que la anima. ¿Cómo era que posible que, entre las cosas, cuyo agregado forma el todo del mundo, hubiera almas, luces del yo y rayos interiores cuyo brillo no podía entenderse como si fuese una propiedad de una cosa o una reacción natural? La filosofía de la luz acompañaba a la historia del enigma de que la «subjetividad» que se descubría a sí misma se representara a sí misma. El sí mismo humano implica siempre un instante de ser una luz o una chispa que mueve a preguntarse si no es de otro origen que el mundo de las cosas. Hablar de una luz interior vivenciada es, mutatis mutandis, participar en la experiencia de Moisés ante la zarza ardiente, de la que sale, aparentemente del espíritu de la llama, una voz que dice: «Yo soy el que soy» –traducido de otra manera: «Yo soy el que “estoy aquí» (Éx 3,1 4)–.


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