Dásele licencia y privilegio. Fernando Bouza

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Dásele licencia y privilegio - Fernando Bouza


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pidieran a «los Predicadores [...] que si querían su auditorio, que en sus razonamientos procurassen más deleytar que mover».

      «Atemoriza tomar la pluma –escribe– aún a los que pueden sin empacho, por andar este lenguaje no sólo en el vulgo, mas con algunas personas a quienes de officio compete descomulgarle.» Por ello, Miguel de la Guerra reconoce haber temido que su, autodeclarado, poco complaciente libro hubiera llegado a no ser aprobado por el Consejo Real, supremo tribunal hasta donde, a su juicio, habían llegado los amigos de que los libros se ocupasen más de deleitar que de mover. Estos temores del autor, aparte de recordarnos que estamos en tiempos de artes nuevos, nos hacen evocar aquellas palabras de Antonio de Herrera a favor de la licencia de El ingenioso hidalgo de la Mancha en las que promover el gusto y entretenimiento del pueblo era considerado una suerte de regla no lejana al buen gobierno.

      Fechada en agosto de 1605, la dedicatoria que comentamos va dirigida a Catalina González de Medina, en la confianza de que en ella «tenga este libro defensa contra los que con facilidad condenan y con dificultad apruevan obras y lecturas ajenas especialmente de devoción y assí [el libro] vaya seguro». La señora era nada menos que la esposa del licenciado Gil Ramírez de Arellano y había sido a éste a quien, como el monje bernardo señala de forma expresa, «el Consejo Real de su Magestad cometió» la aprobación de su obra, para que él, a su vez, «cometiesse la vista y examen del dicho libro a quien tuviesse por bien».

      En breve síntesis y en los más generales términos, la pragmática de 1558 establecía que el Consejo Real fuera la sede institucional encargada de la tramitación de tales licencias en Castilla, así como que ésta exigiría una censura previa de las obras, realizada por aquellas personas a quienes el tribunal decidiese acudir para su examen. Los interesados en obtener una licencia deberían hacer presentación de los originales (manuscritos o impresos), cuya materialidad textual sería controlada mediante la cuenta de sus hojas y el rubricado de las mismas por un escribano de cámara. En caso de que se obtuviese licencia, se ordenaba que, cuando llegase a imprimirse, se comprobase por un corrector real si lo impreso de hecho era conforme o no con dicho original rubricado y contado. Asimismo, la pragmática establecía que licencia, privilegio, caso de existir, y tasa se incorporasen a los preliminares de la obra que había sido impresa y que podría empezar a circular.

      Todo este complejo proceso, que podía durar pocas semanas o prolongarse durante meses y del que pendían tanto esperanzas de fama como expectativas de negocio, debía empezar con la escritura de un pedimento realizado a través de un sencillo memorial cuyas primeras palabras podían ser «Miguel de çervantes digo que yo e conpuesto vn libro intitulado el ingenioso hildalgo de la mancha del qual hago presentaçión». Ése era el momento preciso en el que la mecánica de la aprobación daba comienzo.

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      Memoriales de petición. Qué, quién, cuándo, cómo, por qué

      Las diligencias del procedimiento para obtener una licencia y/o un privilegio de impresión arrancaban con la presentación de un memorial de petición encaminado al Rey en su Consejo Real y que se encabezada con un Muy poderoso señor (MPS) como ordenaba la Pragmática de los tratamientos y cortesías de 1586[1]. Dichos memoriales de pedimento eran similares a los que se empleaban para solicitar la concesión de cualquier otra clase de licencias o privilegios reales, esa concreta forma de expresión de la liberal gracia regia altomoderna[2].

      Por ello, las peticiones de licencia y privilegio para imprimir libros pueden encontrarse junto a otros memoriales de la más variopinta condición. Van éstos de licencias para pedir limosna o pescar con redes y en ríos públicos a permisos para poner compañía de comedias, como el presentado sin éxito por Hernán Sánchez en 1609, o para que se permitiese entrar en la de Antonio de Villegas a una hija suya de ocho años en 1612, pasando por la licencia que requirió al Consejo poco después un saludador santanderino, mostrándose dispuesto a «hacer las esperiencias que se mandaren»[3].

      Los solicitantes de estas y otras peticiones semejantes –vender curativos aceites medicinales, por ejemplo– debían, en efecto, demostrar la utilidad común que redundaría si se concedía lo que suplicaban, sin importar si se trataba de un libro nuevo o, como en el caso del saludador, del ejercicio de una particular gracia natural. La semejanza mayor la presentan, no obstante, con las peticiones relativas a nuevos ingenios mecánicos que, a la manera de las posteriores patentes, sufrían un proceso de aprobación similar al que deberían superar los libros, pues junto a la licencia también se podía pedir la extensión de un privilegio real de exclusividad.

      Así, por poner sólo dos ejemplos, en 1610 un tal Sarran du Tausin pidió que se le concediese licencia y privilegio por diez años para utilizar una «nueva invención de hornos para cocer pan, bizcocho, pasteles, empanadas y cualquier suerte de viandas», asegurando en el memorial que «bendrán a comer el pan y otras cosas más barato y limpio y perfeçionado»[4]. Siete años antes, en 1603, el arquero Juan Rameo había hecho lo propio para construir un ingenio hidráulico para subir agua, cuya vista y examen fue cometido a Andrés García de Céspedes y a Julio Ferrufino, quienes aprobaron la máquina porque, después de haberla visto, «nos pareció muy a propósito para


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