Dásele licencia y privilegio. Fernando Bouza
Читать онлайн книгу.dejaremos de ver a lo largo de todo este volumen. Los ejemplos son numerosos. En 1612, Andrés Sánchez de Ezpeleta actuaba ante el Consejo de Castilla porque «tengo en mi poder unos romances de la muerte de la sereníssima reyna doña Margarita de Austria compuestos por el Padre fray Alonso Méndez Sotomayor predicador en esta corte» y, en consecuencia, era él quien pedía la licencia para imprimirlos y no el padre agustino[26]. Siete años más tarde, Cristiano Bernabé elevaba un memorial indicando que había comprado la licencia y el privilegio que tenía Juan Dorado, de Murcia, para imprimir y vender las Guerras civiles de Granada de Ginés Pérez de Hita[27]. Y, en 1652, el mercader de libros Juan de Valdés pedía la preceptiva licencia para un libro de varios romances y poesías que le había vendido Álvaro Cubillo de Aragón y que publicaría a su costa dos años después como El enano de las musas[28].
Esto por no entrar en el papel que mercaderes de libros e impresores tuvieron en la solicitud de licencias para obras ya publicadas con anterioridad o, en términos generales, en el negocio editorial, hasta convertirse, como se sabe, en agentes primordiales del comercio literario impreso en el Siglo de Oro. Así, la licencia para Castilla de las Consideraciones devotas del jesuita Fulvio Androzzi fue pedida en 1614 por Luis Sánchez, quien declara que la obra, aparecida primero en Bruselas, había venido «a mi poder», terminando por imprimirse en su imprenta madrileña en traducción de Pedro Martínez[29]. Es el mercader de libros Alonso Pérez y no su autor quien solicita la tasa de una Arcadia de Lope en 1620[30]. Y, en suma, son libreros quienes se ocupan de renovar la oferta editorial castellana, proponiendo, por ejemplo, la entrada de las comedias de los cuatro poetas valencianos, como hace Antonio García en 1613[31], o la publicación de sólo «algunas partes» del «Romancero general donde tiene las catorce partes» que pretendió Bartolomé Gómez en 1621[32].
En los expedientes de cámara se pueden ir rastreando las estrategias comerciales de estos costeadores de libros, quienes parecen haber estado siempre al acecho para, por ejemplo, solicitar licencia nueva para obras demandadas cuyo privilegio hubiera pasado, es decir, se hubiera cumplido[33]. Por ejemplo, en 1616, el mercader de libros Pedro Lozano se apresuró a pedir licencia para las «Notas de escribanos» de Diego de Ribera, cuyo privilegio, que poseía Francisco de Robles, «se ha pasado»[34]. Años más tarde, en 1642, ese formidable agente del mercado editorial que fue Pedro Coello pretendía hacer lo mismo con el Examen y práctica de escribanos recopilados por Diego González de Villarroel cuyo privilegio de 1631 había terminado[35].
Este célebre escribano de cámara estuvo metido, a su manera, en el negocio de los libros al menos desde ese año, cuando obtuvo licencia para imprimir esta utilísima recopilación de modelos documentales que los escribanos deberían emplear en el ejercicio cotidiano de su oficio y que, además, les permitiría superar el examen preceptivo al que les sometía el Consejo antes de su nombramiento. Villarroel no imprimía el Examen a su costa, sino que la impresión corría por cuenta de terceros y, así, la edición madrileña de 1641 salida de las prensas de María de Quiñones fue costeada por Francisco de Robles[36].
Sería necesario, por cierto, analizar con mayor profundidad cuál fue el papel desempeñado en el negocio editorial por el Consejo de Castilla y, en general, por la administración regia, responsables de la emisión de un número formidable de textos de naturaleza legal[37]. En este sentido, merece la pena destacar que el único ejemplo de corrección de pruebas que hemos localizado en las series de escribanías de cámara corresponda, precisamente, a una Instrucción sobre el impuesto que se ha de cobrar a los franceses (Madrid, 9 de diciembre de 1638). La corrección afectaba tanto al texto como al título, debiendo enmendarse un fácil «Señarío» y un más conspicuo «assistir», éste por residir[38].
Ya tuvimos ocasión de ver como el Francisco de Robles cervantino reclamaba al Consejo lo que se le debía por varias impresiones de instrucciones, cédulas y autos en 1606 y 1612, pero el librero parece haber estado relacionado con la publicación de disposiciones regias desde, al menos, 1593, cuando sucede a su padre Blas de Robles en cometidos semejantes[39]. Según los registros de Faustino Gil Ayuso, el año en el que se tramitaba la licencia y privilegio del Quijote, en su casa se vendían los Capítulos generales de las cortes de Madrid de 1592-1598, publicados en 1604, y varias pragmáticas dadas ese año, cuya licencia había sido, precisamente, para Juan Gallo de Andrada[40].
El escribano de cámara que participó en la tramitación del Quijote en 1604 ya había sido beneficiado, entre otros, con el privilegio de los capítulos de las Cortes de Madrid que se imprimieron por Francisco Sánchez en 1584. Compartió entonces el privilegio, dado por ocho años, con Juan de Henestrosa y Juan Díaz de Mercado, que habían actuado como escribanos de cortes, vendiéndose los capítulos impresos en casa de Blas de Robles y Francisco López. Su segunda edición, a la que se añadieron los capítulos de las cortes de 1583-1585, salieron de las prensas de Querino Gerardo en 1588 y, una vez más, se vendían por los mismos libreros, habiendo concedido el Consejo su licencia precisamente a Blas de Robles[41]. La existencia de estos privilegios de impresión y otros similares nos recuerda que en el oficio de Juan Gallo de Andrada entraba pregonar las disposiciones reales para su definitiva publicación, lo que, junto a la remuneración de los servicios prestados durante las reuniones de cortes, explica que se le concediesen.
La publicación de títulos de gran demanda parece haber representado un atractivo indudable para algunos miembros de la extensa planta del Consejo, el organismo que se ocupaba de conceder las licencias y privilegios de impresión. Por ejemplo, en 1641, Juan Sigler de Cendejas, a cuyo cargo estaban las llaves del Consejo, se anticipaba a pedir el privilegio para imprimir la Doctrina cristiana de Ripalda que poseía la librera Esperanza Francisca Torrellas y cuya duración «se acaba por abril» de 1645, atento al «cuidado de recoger los libros que para él [el Consejo Real] se dan». La concesión de tal privilegio al portero del Consejo no hizo más que provocar la respuesta de la interesada que solicitó la inmediata revocación de lo concedido[42].
Tampoco los particulares que presentaban en su propio nombre peticiones de licencias y privilegios solían ser demasiado respetuosos con la autoría ajena, cosa, por otra parte, muy común dados los usos de la época. En 1593, Juan Escalante de Mendoza suplicó ante el Consejo que no concediese la licencia para imprimir la Luz de mareantes que pretendía Baltasar Vallerino de Villalobos porque el contenido de este libro estaba «sacado del suyo», es decir, de su Itinerario de navegación de los mares y tierras occidentales. La exposición de Escalante pasaba por asegurar que había sido imposible recoger todos los traslados manuscritos en circulación de su obra, pese a las órdenes reales que con su recogida pretendían «que los estrangeros no se ynstruyesen en la dicha navegación». Por el contrario, continúa quejoso, «en particulares tratados y con diferentes títulos se auía ympreso mucha parte del dicho libro poniendo otras muchas cosas no berdaderas y quitando algunas que lo son, de que resultan muchos yncombenientes y daños a los que dellos quieren usar y a él se le quita su premio y trauaxo»[43].
La petición de Escalante de Mendoza testimonia que era posible recurrir al Consejo Real por parte de autores que veían cómo terceros, además de alterar la verdad de sus textos, hacían peligrar su premio y trabajo, lo que no deja de tener relevancia para el mejor conocimiento del lento proceso de construcción de la propiedad intelectual. Parece que su iniciativa hizo fracasar el intento de publicar la Luz de navegantes de Vallerino en 1593, pero se puede