El alma del mar. Philip Hoare
Читать онлайн книгу.con líneas de estilo art déco, ágiles figuras extraídas de alguna epopeya espacial o del ballet ruso, imágenes fantásticas que atesoraba mi cabeza adolescente. A mitad del cuaderno, pinté algo que había visto de verdad: una ballena asesina saltando del agua, impregnada de un pintaúñas transparente para imitar su piel blanca y negra, como si emergiera del mar, no de una piscina de cemento en un safari park suburbano.
En las páginas de la derecha había versos y prosa, aquello que no podía decir en voz alta. Al contemplar este desfile de anhelos cuarenta años después, me di cuenta de que mi yo de quince años había cartografiado sobre las pálidas rayas azules del cuaderno lo que sería su vida. Como si ya la hubiera vivido hacia atrás. Todo cuanto aconteció después estaba anotado en ese cuaderno azul que sostenía en las rodillas mientras veía la televisión en nuestro salón, a la espera de lo que vendría a continuación.
El viento aullaba contra mi ventana como un animal salvaje, una bestia rugiente que exigía su alimento. La casa resistía el embate de una lluvia casi horizontal que amenazaba con encontrar hasta la última grieta de las paredes. El aire estaba colmado de agua, traída directamente de la orilla. Entre los árboles caídos y las acometidas de las olas, parecía que el mar —a pesar de estar a más de kilómetro y medio— intentaba alcanzarme en la oscuridad. Los periódicos, la televisión y las páginas web nos advertían que no debíamos caminar cerca de la orilla, como si el mero hecho de acercarnos fuera peligroso y sus tentáculos pudieran agarrarnos y arrastrarnos a sus profundidades.
Entre bramidos y aullidos, vociferante y mutable, retirándose para recobrar el aliento antes del siguiente asalto, la tormenta seguía azotándonos sin que pudiéramos hacer nada para evitarlo. El temperamento del mundo se había vuelto turbulento, el viento barría los océanos con una furia tropical. Si alguna vez nos sentimos culpables, fue entonces.
Al menos la ira del mar es visible. El viento es un monstruo invisible. No oyes el viento, oyes lo que deja atrás. Se define por lo que encuentra en su camino: árboles, edificios, olas… Quizá por eso se apodera de la imaginación de forma tan turbadora. Parece que se oye la rotación del planeta: el sonido de un mundo que se ha salido de su eje. ¿Por qué se nos castiga? ¿Qué hemos hecho mal? En el siglo xvii, durante los huracanes caribeños, los sacerdotes españoles arrojaban crucifijos a las olas o alzaban la hostia al viento, temerosos de que su pecaminoso rebaño hubiera disgustado a Dios.
Ese invierno, una tormenta tras otra asoló el sur de Inglaterra. Desgarrador y restallante, parecía que el viento no cesaba nunca. Tumbado en mi cama, sentía su volumen y sus ráfagas azotando cuanto había a mi alrededor, cambiando de dirección a placer, como un vehículo enloquecido, fuera de control.
Entonces, cuando parecía que las cosas no podían empeorar, un tremendo vendaval, lo más próximo que estamos aquí de experimentar un huracán, irrumpió a través de la noche y entró en el día. Incapaz de dormir, intranquilo por el aire cargado, como si sus iones crepitaran en mi cerebro, fui en bicicleta hasta la orilla y me refugié bajo el alero del club náutico, un edificio de madera que parecía a punto de salir volando con el viento. A mis espaldas se erigía una abadía medieval y el fuerte que en una ocasión visitó la Reina Virgen —María I de Inglaterra— al supervisar su reino marítimo, cuyas murallas de estilo Tudor están hoy protegidas por un largo rompeolas.
Vistas de la abadía de Netley, William Westall, 1828, colección especial de la Biblioteca Hartley, Universidad de Southampton.
Conozco esta orilla desde que nací: desde la antigua cabaña de algas —una extraña estructura que bien podría haber sido construida en la Edad del Hierro— a los brutales bloques de viviendas construidas en la década de 1960. Me resulta tan familiar como a los pájaros que escarban en busca de su sustento entre los guijarros y el barro de la playa. Había dado por supuesto que siempre estaría allí.
No podía creer lo que veía. La playa estaba siendo devorada ante mis ojos. El rompeolas, que el agua apenas lamía, incluso con las mareas más altas de la primavera, estaba completamente desbordado. Las olas —llamarlas olas resulta lamentablemente inadecuado— habían perdido su lateralidad y se habían vuelto verticales, más altas que una casa.
Mi mundo había perdido sus anclas. Esta no era una rocosa costa galesa o escocesa, preparada para recibir este castigo; era una orilla tranquila, urbana, complaciente y desprevenida; un lugar blando en el extremo sur de Inglaterra, abierto al resto del mundo, sucesivamente invadido y poblado durante milenios. El estuario tenía incluso su propia diosa romana: Ancasta.1 Claramente, estaba enojada.
Era como si un ordenador hubiera generado aquel tiempo y lo hubiera elevado a un grado absurdo. Un alienígena invisible, hecho de aire rugiente y agua encrespada, había sido liberado. La espuma del mar alcanzaba las copas de los árboles de la orilla. Era aterrador y excitante. Mi corazón se aceleró para seguir el ritmo de cada resonante retumbo, una cacofonía creada por los guijarros arrastrados por la playa y los crujidos de los árboles, efectos de dioses enfurecidos que arrojaban la naturaleza de un lado a otro.
Lo contemplé como si se tratara de un vídeo viral; no una mera reproducción, sino en directo. Tras la primera línea, la gente conducía coches, subía a autobuses, iba a trabajar, a la escuela, a comprar, encerrados en sus climas personales. Compartíamos la misma ciudad; pero ellos se sentían seguros viendo la tormenta en sus pantallas. Yo estaba en el borde, contemplando la violencia, tan sobrecogedora como si me hubiera topado con una pelea a puñetazos en la calle.
La muralla de cemento del rompeolas había sido reemplazada por una muralla de mar. El plácido lugar en que, cada mañana, apoyaba mi bicicleta, donde dejaba mi ropa y me deslizaba hacia el agua, uniéndome a ella más que entrando en ella, se había convertido en un lugar repulsivo y letal.
Fue el único día durante aquellas tormentas en que no nadé, no pude; quizá el único día de ese año. Incluso en el punto álgido de las perturbaciones de los últimos días me había lanzado con locura, desafiando todas las advertencias. ¿Y si algo iba mal? No llevaba teléfono móvil para una emergencia porque no tengo. La gente dice que debo tener cuidado, pero ¿por qué ser precavido cuando tenemos tantas preocupaciones? Se trataba exactamente de lo contrario. Yo me honraba de mi estupidez. Un necio recio. Me había balanceado con las olas, manteniendo la cabeza fuera del agua como un perro tras un naufragio, esquivando maderos y cubos de plástico. Una zapatilla de deporte pasó por mi lado, luego un casco de motorista; me pregunté si la cabeza seguiría dentro. Me deslizaba por una montaña rusa, exultante y emocionado, aunque pronto me descubrí escupido sobre la orilla.
Pero no ese día. Ese día tuve que admitir la derrota, someterme a un poder mayor.
Durante la noche, el viento volvió a despertarme, merodeando por la casa como un demonio, presto a succionarme por la ventana al menor descuido. Era un sonido más allá del sonido: un ruido blanco compuesto de muchos otros, capaz de eviscerar mis sueños.
Por la mañana, aún sin creer lo que había sucedido durante la oscuridad —¿había sido anoche o la noche anterior?, ¿lo había imaginado?—, me aventuré a salir durante el tercer día de tormenta; esperaba hallar un mundo recién devastado.
Pero las calles parecían las mismas, como cuando vuelves de vacaciones. Solo unas pocas ramas caídas de los árboles apuntaban el tumulto de la madrugada. Pedaleé hasta la playa, sin saber qué podía esperar, pero con esperanza.
Allí vi que la tormenta se había cobrado su venganza final. Derrotada por su inefectividad tierra adentro, había remodelado la propia costa.
La playa había sido levantada y depositada de nuevo, creando un tsunami de guijarros. El sendero era un enredo de ramas y cuerdas, una masa retorcida de cabos y hierba arrancados de otra orilla, del mismo modo en que los bolsillos de un hombre ahogado se dan la vuelta. Los restos del naufragio estaban inertes pero retorcidos por la fuerza del viento y el agua. Pequeñas bolas de plástico de colores, como huevas de alguna nueva criatura marina petroquímica, estaban desperdigadas en la línea de pleamar. La propia calma era violenta.