El alma del mar. Philip Hoare

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El alma del mar - Philip Hoare


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Budd, marinero inédito en su escritorio, otro exmarinero, Joseph Conrad, se inspiró en La tempestad para El corazón de las tinieblas, con Kurtz como un terrible Próspero. Dos décadas después, Eliot incluyó fragmentos de la obra en La tierra baldía, como si Shakespeare hubiera anticipado el desastre. La obra de Eliot está surcada por el dios marrón del Támesis y la costa de Nueva Inglaterra por la que había navegado de niño, un lugar poblado por monstruos marinos y restos de naufragios; y, cuando su madame Sosotris descubre su carta del tarot del marinero fenicio ahogado —«lo que eran ojos son perlas»—, le advierte: «Temed la muerte por agua». Mientras tanto, los huesos de otro marinero, «muerto hace dos semanas», son limpiados por las criaturas del mar, por las cosas viscosas que el viejo marinero vio allá abajo.6

      Hechizada y hechizante, La tempestad acompañó al siglo xx como un rito paralelo; pocas obras han sido más replicadas, remodeladas y representadas. W. H. Auden reimaginó el destino de sus personajes en el drama en verso El mar y el espejo; Aldous Huxley se sirvió irónicamente de ella para su mundo feliz; y la película de ciencia ficción Planeta prohibido convirtió a Ariel en el robot Robbie, una adaptación para una época con sus propios aborígenes que temer. Al final de los oscuros setenta del siglo xx —mientras un satélite británico llamado Próspero era lanzado a los cielos, siguiendo un transmisor lanzado una década antes, de nombre Ariel—, Derek Jarman, que vivía en un almacén de Londres junto al Támesis, fascinado por John Dee, filmó su versión alquímica como «una cronología de trescientos cincuenta años de existencia de la obra», en la que Próspero fue interpretado por el futuro autor de Whale Nation, un sibilante actor ciego apodado Orlando hizo de Calibán, un hombre de aspecto aniñado andrógino, de Ariel y Elisabeth Welch cantó «Stormy Weather» rodeada de marineros bailando. En este linaje de otredad, rebosante de hermafroditas y metamorfos, no parece una coincidencia que el director quisiera que las canciones de Ariel fueran cantadas por el hombre de las estrellas7 que me obsesionaba y presidía mi cuaderno azul.

      La palabra «tempestad» deriva del latín «tempus», «tiempo». Todo es nuevo y viejo en la isla de Próspero. Como el propio mar. Siempre cambiante, siempre el mismo.

      En la oscuridad, ruidos sombríos emergen de los muelles y resuenan sobre el agua. Las luces rojas de la chimenea de la planta eléctrica parpadean como un faro industrial, convocando y a la vez, advirtiendo. En la oscuridad puedes ser lo que quieras. Para mí, la oscuridad eran los clubes nocturnos bajo las calles de Londres. Ahora es otro tipo de actuación nocturna.

      Una hora antes del amanecer, antes de que la luz empiece a pintar de añil el cielo estival, voy en bicicleta a la playa. La tenue luz delantera delata a los zorros que han salido del bosque e ilumina las colas blancas de los conejos. En lo alto de los árboles, por encima de la orilla, un par de lechuzas leonadas hablan a graznidos. Los cuervos siguen posados en las ramas, con sus colas y picos angulares, como si, al igual que ellas, hubieran nacido de los troncos. Estas criaturas tienen su propio lugar en el interregno de la oscuridad; no deberían estar en otra parte. Nadie podría haberte dicho cuando eras joven lo que iba a ocurrir. No se atrevían. Ya es bastante comprender que lo perdido está por llegar. Veo cosas que no están.

      Un momento mágico; me siento como un penitente. El mar está tan calmo que es un pecado romper su superficie. Pero lo hago. Nadar de noche, con la visión reducida, hace que el acto sea todavía más sensual. Sientes el agua a tu alrededor, te pierdes en su vaivén. Algunos peces me muerden, dejando amorosas marcas.

      Floto y veo caer las estrellas.

      Una tarde lo vi tendido en las gradas del puerto, llenas de hierbajos. Un ciervo, con las patas abiertas junto a la marca de la pleamar. Parecía perfecto, allí desplomado, arrojado por la marea, mirando el cielo con ojos vidriosos. ¿Había muerto tratando de cruzar a nado desde el bosque? ¿O había resbalado y caído, con sus pezuñas hendidas repiqueteando sobre el cemento mientras el pánico se apoderaba de sus ojos? Quizá alguien le había disparado, aunque no había ninguna herida en su piel bermeja.

      A la mañana siguiente alguien había cogido a este ciervo marino, a esta foca con cornamenta, y la había empalado en la reja metálica. Estaba allí, colgada por el cuello, oscilando como una advertencia, del mismo modo que los granjeros clavan lechuzas muertas, con las alas extendidas, en las puertas de los graneros. Quise librarlo de aquella indignidad, bajarlo de la cruz, pero yo no era lo bastante fuerte.

      Así que esperé a ver qué sucedía.

      Al día siguiente, reapareció en la orilla, como si él solo hubiera bajado de la valla por la noche. Ahora lo acompañaba un cuervo carroñero, que picoteaba tímida pero íntimamente su carne, celebrando de este modo los últimos ritos. Le deseé al pájaro lo mejor y un buen desayuno.

      Ya me había olvidado del ciervo muerto cuando, una semana después, vi sus restos entre la espuma. A estas alturas, el cuerpo se había reducido a una hilera de vértebras que los cangrejos y las gaviotas habían dejado limpias. Del animal solo quedaban su armazón esencial, su esquelética belleza retorcida como el fantasma de una cornuda serpiente marina que flotara en el agua. Allí estaba la gruesa cornamenta, que emergía de unos bulbosos aros de toscos bordes en la frente; entre ella había un trozo de piel que parecía del espolón. Aún colgaban del cráneo jirones de carne gris, pegados de cualquier manera al fino hueso blanco. Este pecio grotesco tenía que ser mío, debía añadirlo a los otros que guardaba en casa, a los fragmentos de porcelana blanca y azul, a las pipas de arcilla que conservaban los posos del tabaco, a los fragmentos de cristal marino translúcido, los trozos de vasijas medievales esmaltadas de color verde y las piedras agujereadas.

      Con un trozo de madera para sujetar la columna, tiré de los cuernos, doblándolos y forcejeando con ellos como si fueran los de un toro. Mientras lo hacía se me pasó por la cabeza lo sencillo que sería arrancar una cabeza humana. Tambaleándome, conseguí mi trofeo, mi premio por haber observado con tanta paciencia. Tuve que sacar un ojo gelatinoso antes de meter el cráneo en una bolsa de plástico y atarla al transportín de mi bicicleta.

      Me alejé de la playa pedaleando, pasando junto a peatones que no podían imaginar lo que llevaba conmigo. Ya en casa, cavé un hoyo en la cálida tierra marrón y enterré el cráneo hasta los cuernos. La cornamenta emergía orgullosa del suelo como un rosal recién podado. Amontoné piedras a su alrededor para protegerlo de los depredadores y entré en casa a esperar a que los cuernos florecieran y de ellos crecieran brotes y ramas, mientras, bajo la superficie, a la calavera le salían raíces que se convertirían en huesos, en sus vértebras perdidas, en su fémures y costillas, todo restaurado, listo para emerger de la tierra como un ciervo nuevo, resucitado, mío.

      ÉLMIRAHACIALAORILLA

7

      La pista está salpicada de luces de colores, una constelación caída del cielo. Me conducen a través del frío nocturno y ocupo mi lugar junto al piloto. Me dice que adelante mi asiento y me abroche el cinturón. Los cuernos se mueven sobre mi regazo, operados por un fantasmal copiloto; diales e indicadores LED incomprensibles parpadean y se mueven en la consola. Las ventanas de plexiglás tiemblan con las vibraciones de las hélices al avanzar hacia la pista de despegue. Estamos listos para despegar tras un enorme avión de pasajeros, el tipo de aeronave en la que he pasado seis horas para llegar aquí. Pero estos últimos kilómetros parecen los más difíciles.

      El avioncito sigue al mastodonte aéreo, extrayendo coraje de su estela. El piloto murmulla hacia su micrófono, la pista se despeja y las alas se tambalean. De repente, nos elevamos sobre la ciudad oscura, más oscura por el mar que la bordea.

      Noto que contengo la respiración, como un niño la mañana de Navidad. Quiero volverme hacia el piloto y decirle: «¿No es increíble?». Pero él se limita a mirar hacia adelante, con su camisa blanca bien planchada, y contiene su éxtasis con tranquilidad. Todo se aleja, todas las casas, las calles, las oficinas y las instituciones, y solo queda el agua negra.

      Las luces de la pista de despegue se desvanecen


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