El Santuario de la Tierra. Sixto Paz Wells

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El Santuario de la Tierra - Sixto Paz Wells


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con posiciones intransigentes, por lo que aquella gente, que había estado largo tiempo enfrentada, terminaba concertando en paz y estrechando sus manos con sonrisas. Y es que don José siempre acababa diciendo a las partes:

      –En la vida todos debemos aprender a negociar, lo que incluye saber ceder algo; así todos ganan y nadie pierde. Y generalmente quien cede no es el más débil sino el más fuerte que busca lo mejor para todos. Y lo mejor para todos no es el conflicto.

      Don José ciertamente había llegado por razones laborales a la ciudad imperial, pero no quería desaprovechar la oportunidad para compartir su tiempo con su querido amigo y con su hija. Y así fue, no hubo tiempo libre que no aprovecharan para conocer los lugares arqueológicos y de interés, caminando por las milenarias callejuelas empedradas. Cuzco es un lugar de gran belleza, que esconde en cada rincón, edificio, casa y esquina, el producto de la superposición de lo europeo sobre lo andino, produciendo una enriquecedora fusión de arte. Durante esas caminatas Esperanza oía hablar a los hombres de secretos y misterios relacionados con sus investigaciones.

      Para la niña, conocer la ciudad imperial de los incas fue como haber vuelto a casa. Era difícil para ella entender por qué se sentía tan cómoda en un lugar al que había viajado por primera vez. Para ella, los momentos más emocionantes fueron cuando, padre e hija, llegaron solos ellos dos al Coricancha o Templo del Sol, antiguo recinto sagrado de los sacerdotes incas convertido desde el siglo XVI en el convento y la iglesia de la orden dominica. En el lugar ella no cabía dentro de sí. No entendía por qué, pero sentía y sabía que había estado antes allí. No tenía idea de cuándo ni cómo, y así se lo hizo saber a su padre, quien para tranquilizarla ante tan desmedida emoción le dijo:

      –¡Querida Esperanza, seguro que lo habrás visto en algún documental de la tele! Lo anuncian mucho.

      –¡No papá! Yo ya he estado aquí, solo que fue mucho tiempo atrás, y el lugar no estaba así. Ven, fíjate en esa habitación que era mi preferida; recuerdo que había un gran disco dorado con una cara entre persona, gatito y serpiente colgando del muro.

      Esperanza llevó de la mano casi arrastrando a su padre hasta un impresionante cuarto de paredes inclinadas y hornacinas trapezoidales, donde casi quinientos años atrás realmente había estado colgado el gran disco solar de los incas.

      –¡No hay nada aquí pequeña! Los conquistadores europeos vinieron y arrasaron con todo.

      –¡No papá, nos aseguramos de que aquellos hombres extranjeros con armaduras no lo destruyeran! Nuestros sacerdotes encontraron a un hombre bueno entre ellos, que aunque sea difícil de creer, los ayudó para sacar el disco de noche a través de un túnel.

      »¡Ven, te voy a enseñar donde estaba ese túnel!

      –¡Esperanza! ¿Dónde vas? ¡No corras hija que estamos a mucha altura!

      Como si estuviese poseída, la niña fue de un muro a otro tocándolos y recorriéndolos con sus pequeños dedos, con ansiedad y cierta desesperación, como queriendo reconocer y precisar el lugar exacto.

      –¡Estas piedras no deberían estar aquí! ¡Alguien las movió!

      De pronto, algo confundida, localizó a poca distancia una puerta de madera y, empujándola, entró en el interior de la iglesia anexa al convento. Era la Iglesia de Santo Domingo, que junto con el claustro fueron construidos por la orden religiosa de los dominicos sobre las ruinas del más importante lugar de culto de los incas, el Templo del Sol. Por aquel entonces desarmaron muchos de sus hermoso muros para acondicionar las nuevas instalaciones y edificios coloniales.

      Dentro de la iglesia se respiraba paz y se percibía el olor del incienso, así como el sebo de las innumerables velas fundidas en sus metálicos y vetustos soportes. Se estaban haciendo los preparativos para la celebración de la misa. La gente llegaba poco a poco y se colocaba ordenadamente en las centenarias bancadas de madera oscura. Sin pensarlo demasiado, la niña se fue rauda por un lateral, amparada por los pétreos muros, y se acercó al altar, aprovechando que el sacristán, que era un hombre joven, se había retirado a la sacristía.

      Sin que la vieran, la pequeña se deslizó arrastrándose por detrás de la meza del altar hallando en el suelo –como si supiese lo que iba a encontrar– una portezuela de madera de tapa muy grande, que era una entrada a unas catacumbas. Contenta por el hallazgo se incorporó y gritó llamando a su padre que ya había entrado a la iglesia:

      –¡Papá! ¡Mira!... ¡La encontré! ¡Aquí esta la entrada del túnel por donde mi gente se llevó el disco!

      En ese momento alguien la agarró por los hombros, zarandeándola y reprendiéndola hoscamente en un castellano cargado de marcado acento peninsular.

      –¿Qué haces aquí niña? Este no es lugar para jugar ¿Dónde están tus padres?

      Era el sacerdote que la había visto acercarse desde la sacristía. Pensaba molesto que la pequeña estaba jugando en el lugar sagrado.

      El clérigo era un hombre alto de origen ibérico, casi calvo, como de unos setenta años, delgado y con gafas.

      –¡Es que yo…!

      No atinó a decir mucho la niña cuando su padre se acercó presuroso y se disculpó.

      –¡Lo siento Padre!... Le puedo asegurar que mi hija no es traviesa, solo que le gusta explorar. Y esta vez se ha extralimitado.

      –¡Así que una exploradora, eh! ¿Qué edad tienes?

      –¡Seis años cumplidos Padre!

      –¿Y qué estabas buscando pequeña?

      –¡El túnel por el que se escaparon los incas llevando parte de sus tesoros!

      –¿Cómo sabes tú que esta es la entrada de la chinkana18 por donde la gente indígena huyó hace quinientos años?

      –Cuando entré al Coricancha sentí que yo ya había estado aquí antes, pero en otro tiempo. Y, aunque no me crea, sentí que yo fui parte de la gente que huyó entonces.

      –¡Lo siento nuevamente Padre! Mi hija es también bastante imaginativa. Debe ser la edad… ¡Mejor nos vamos!

      Y cogiendo del brazo a la niña, don José, visiblemente mortificado y avergonzado, la llevó fuera de la Iglesia, saliendo al patio del convento.

      –¡Esperanza por favor! ¿Qué te ocurre? ¿Qué estás diciendo? Debes controlar tu imaginación.

      –¡Pero es cierto papá! No es mi imaginación. Yo ya he estado aquí antes. Fue hace mucho tiempo, solo que entonces yo era un hombre joven y la gente me obedecía. Todos estaban pendientes de mis órdenes y yo sabía que debía actuar rápido porque no había tiempo.

      –¿Tiempo para qué?

      –¡Para sobrevivir rescatando lo más valioso y sagrado papá!

      –¿El oro? Los conquistadores se lo llevaron de aquí a toneladas.

      –¡No!... ¡El oro no! Entonces la gente creía que el oro eran el sudor y las lágrimas del Sol. Lo que había que salvar primero era el conocimiento. El segundo paso era salvar el gran disco dorado. No nos lo pudimos llevar de inmediato.

      –A ver, a ver… según tú, ¿qué era ese gran disco dorado?

      –Era una máquina mágica. Si cantabas delante de ella la palabra correcta, vibraba como si fueran las campanitas que mamá tiene en el jardín de casa, funcionando también como un espejo mágico por el que podías mirar y viajar a través del tiempo y a otros mundos. Ese disco tuvo originalmente doce discos más pequeños que debían ser superpuestos sobre el principal; entonces, en el momento preciso, cuando una luz superior de un Sol más grande que el nuestro llegara a nuestro mundo, toda la Tierra viajaría por el tiempo y el espacio.

      –¡Jajá! ¡Pero qué imaginación tienes hija! Seguro que tu madre te ha contado el cuento del Ali Babá y los Cuarenta Ladrones, donde se habla de «Ábrete Sésamo» y lo has mezclado en tu imaginación con otros cuentos como Alicia y el espejo mágico…


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