La palabra muda. Jacques Ranciere

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La palabra muda - Jacques  Ranciere


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de los discursos que definen las condiciones de su percepción en tanto prácticas de arte.

      En vez de abandonar, entonces, la cosa literaria al relativismo que constata la ausencia de cierto tipo de propiedades y deduce de ello el reinado del talante o de la convención, hay que preguntarse de qué configuración conceptual de la cosa literaria depende la posibilidad misma de esa inferencia. Hay que esforzarse por reconstruir la lógica que hace de la “literatura” una noción a la vez tan evidente y tan mal determinada. No se entenderá entonces aquí por “literatura” ni la idea imprecisa del repertorio de las obras de la escritura ni la idea de una esencia particular capaz de conferir a esas obras su calidad “literaria”. De aquí en adelante se entenderá este término como el modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, que produce esa distinción y produce por consiguiente los discursos que teorizan la distinción, pero también los que la desacralizan para remitirla ya sea a la arbitrariedad de los juicios, ya sea a criterios positivos de clasificación4.

      Para cernir esta cuestión, partamos de dos discursos sobre la literatura, sostenidos a dos siglos de distancia por dos hombres de letras que sumaron a la práctica del arte de escribir la investigación filosófica sobre sus principios. En el Diccionario filosófico, Voltaire denunciaba ya la indeterminación de la palabra “literatura”. Es, decía, “uno de esos términos vagos tan frecuentes en todas las lenguas” que, como el término “espíritu” o “filosofía”, son capaces de adquirir las acepciones más diversas. Esta reserva inicial no le impide, sin embargo, proponer por su parte una definición que declara ser válida para toda Europa, es decir para todo el continente del pensamiento. La literatura, explica, corresponde entre los modernos a lo que los antiguos llamaban “gramática”: “designa en toda Europa un conocimiento de las obras de gusto, ciertas nociones de historia, poesía, elocuencia, crítica”5.

      Y ahora unas líneas tomadas de un autor contemporáneo, Maurice Blanchot, que se cuida bien, por su parte, de definir la “literatura”. Porque para él esta consiste precisamente en el movimiento infinito de volverse hacia su propio asunto. Consideremos entonces las siguientes líneas como una de las formulaciones de este movimiento hacia sí misma que constituye la literatura: “Para quien sabe entrar en ella, una obra literaria es una rica estancia de silencio, una defensa firme y una alta muralla contra esa inmensidad hablante que se dirige a nosotros alejándonos de nosotros. Si toda literatura dejara de hablar, es el silencio lo que faltaría en ese Tíbet originario donde los signos sagrados ya no se manifestarían en nadie, y es la falta de silencio lo que revelaría tal vez la desaparición de la palabra literaria”6.

      ¿La definición de Voltaire y las frases de Blanchot nos están hablando, aunque sea en una mínima proporción, de lo mismo? El primero tiene en cuenta un saber, entre erudito y aficionado, que permite hablar como un entendido sobre las obras de las Bellas Letras. El segundo invoca, bajo el signo de la piedra, el desierto y lo sagrado, una experiencia radical del lenguaje, consagrada a la producción de un silencio. Entre estos dos textos que en apariencia pertenecen a dos universos incomunicados, un solo elemento parece común: su diferencia con respecto a eso que todo el mundo conoce bien: la literatura como colección de las producciones del arte de hablar y de escribir que incluye, según las subdivisiones de las edades históricas y las reparticiones lingüísticas, La Ilíada o El mercader de Venecia, el Mahabarata, los Nibelungos o En busca del tiempo perdido. Voltaire nos habla de un saber que juzga normativamente las perfecciones e imperfecciones de las obras realizadas, Blanchot de una experiencia de la posibilidad de escribir de la cual las obras son solo testigos.

      Se puede decir que estas dos diferencias no son de la misma naturaleza y tienen que ser explicadas separadamente. Entre la definición común y el texto de Blanchot, existe una diferencia entre el uso ordinario de una noción amplia y la conceptualización particular que una teoría personal viene a injertarle. Entre la definición de Voltaire y nuestro uso ordinario o el uso extraordinario de Blanchot, se manifiesta la realidad histórica de un deslizamiento de sentido de las palabras. En el siglo XVIII , el término “literatura” no designaba las obras o el arte que las produce sino el saber que las valora.

      La definición de Voltaire se inscribe, en efecto, en la evolución de esa res litteraria que, en el Renacimiento o en el siglo XVII, significaba el conocimiento erudito de los escritos del pasado, ya fueran de matemática, historia natural o retórica7. Los literatos del siglo XVII podían desdeñar el arte de Corneille o de Racine. Voltaire les paga con la misma moneda al distinguir al literato y al poeta: “Homero era un genio, Zoilo un literato. Corneille era un genio; un periodista que da cuenta de sus obras de arte es alguien que se dedica a la literatura. No se distinguen las obras de un poeta, un orador, un historiador a través de ese término vago de ‘literatura’, aunque sus autores puedan hacer gala de un conocimiento muy variado y dominar todo lo que se entiende por la palabra ‘letras’. Racine, Boileau, Bossuet, Fénelon, que tenían más conocimientos literarios que sus críticos, mal pueden ser llamados gente de letras, literatos”8. Por un lado, entonces, se encontraría la capacidad de producir las obras de las Bellas Letras, la poesía de Racine o de Bossuet, y por otro, el conocimiento de los autores. Dos rasgos le dan aquí un estatuto ambiguo al conocimiento: oscila entre el viejo saber de los eruditos y el gusto de los entendidos que separa las perfecciones y las imperfecciones de las obras propuestas al juicio del público; oscila también entre un saber positivo sobre las normas del arte y una calificación negativa en la que el literato se convierte en la sombra y el parásito del creador. Como literato, Voltaire juzga, escena por escena, el lenguaje y las acciones de los héroes de Corneille. Como antiliterato, impone el punto de vista de Corneille y de Racine: que los amateurs disfruten de su placer y dejen para los autores el problema de desenmarañar las dificultades de Aristóteles.

      Se dirá entonces que, por la restricción misma que le da al término al centrar el saber literario en las obras de las Bellas Letras, la definición de Voltaire es un testimonio del lento deslizamiento que conduce a la literatura hacia su acepción moderna. Esta definición participa de la valoración del genio creador que se convertirá en consigna del romanticismo y de una “literatura” emancipada de las reglas. Porque la superioridad del genio sobre las reglas no fue un descubrimiento de los jóvenes de la edad de Victor Hugo. El “vejestorio” Batteux que simboliza para Hugo el polvo de las normas de antaño, lo había dejado suficientemente establecido: la obra solo existe gracias al fuego entusiasta que anima al artista, a su capacidad de “transmitirse” a las cosas que crea. Y en los albores del siglo romántico La Harpe, representante ejemplar del siglo anterior y la poética de ayer, explica sin dificultad alguna que el genio es el presentimiento instintivo de lo que las reglas ordenan, y las reglas, la simple codificación de lo que el genio pone en práctica9. Así, el paso de las Bellas Letras a la literatura parece realizarse a través de una revolución lo bastante lenta como para no necesitar siquiera que se la perciba. Ya Batteux juzgaba inútil comentar la equivalencia entre un “curso de Bellas Letras” y un “curso de literatura”. Marmontel o La Harpe no se preocupan tampoco por justificar el empleo de la palabra “literatura” ni por precisar su objeto. Este último comienza sus clases en el Liceo en 1787, publica su Curso de literatura en 1803. Entre una y otra fecha, el discípulo de Voltaire se habrá vuelto revolucionario, montañero, termidoriano y luego restaurador del catolicismo. En el Curso de literatura se perciben las huellas de los acontecimientos y de sus palinodias. En ningún momento se ocupa, en cambio, de esa revolución silenciosa que se ha producido por debajo de la otra: entre el comienzo y el fin de su Curso de literatura, el sentido mismo de la palabra ha cambiado. Tampoco se preocupan por esto los que, en tiempos de Hugo, Balzac o Flaubert, van a reeditar incansablemente a Marmontel y La Harpe. No más que aquellos cuyos libros, en los primeros años del nuevo siglo, diseñan la nueva geografía del ámbito literario. Madame de Staël y Barante, Sismondi y August Schlegel trastocan, más aún que los criterios de apreciación del arte, las relaciones del arte, del lenguaje y de la sociedad que circunscriben el universo literario; expulsan de él a antiguas glorias e incluyen continentes olvidados. Pero ninguno de ellos considera interesante comentar la evolución misma de la palabra10. Tampoco Hugo en sus declaraciones más iconoclastas. La posteridad de los escritores, como la de los profesores de retórica o de literatura,


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