La palabra muda. Jacques Ranciere

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La palabra muda - Jacques  Ranciere


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En cuanto a las metáforas de Blanchot, pertenecerían a otro tipo muy distinto de diferenciación cuyas razones el positivismo de nuestra época no ha tenido dificultades en identificar. La muralla y el Tíbet, el desierto y lo sagrado de los que nos habla nuestro fragmento, la experiencia de la noche y del suicidio, el concepto de lo “neutro” que nos exponen otros innumerables textos, tienen fuentes muy reconocibles. Remiten a esa sacralización de la literatura de la cual Flaubert y Mallarmé han sido los grandes sacerdotes entre nosotros, a esa desertificación de la escritura que implica el proyecto flaubertiano de un libro sobre nada, a ese encuentro nocturno de la exigencia incondicionada de escribir y de la nada, que supone el proyecto mallarmeano del Libro. Expresarían la absolutización del arte proclamada por esos jóvenes y exaltados espíritus alemanes en torno al 1800: la misión del poeta mediador de Hölderlin, la absolutización del “poema del poema” en Schlegel, la identificación hegeliana de la estética con el desarrollo del concepto de lo Absoluto, la afirmación de la intransitividad de un lenguaje que “no se ocupa sino de sí mismo” en Novalis. Por medio del pensamiento de lo indeterminado de Schelling, remitirían, en fin, a través de la teosofía de Jacob Boehme, a la tradición de la teología negativa, consagrando la literatura al testimonio de su propia imposibilidad, como la teología se consagraba a decir la indecibilidad de los atributos divinos11. Las especulaciones de Blanchot sobre la experiencia literaria, sus referencias a los signos sagrados o su decorado de desierto y murallas solo serían posibles en la medida que, pronto hará dos siglos, la poesía de Novalis, la poética de los hermanos Schlegel y la filosofía de Hegel y de Schelling confundieron irremediablemente el arte y la filosofía –junto a la religión y el derecho, la física y la política– en la misma noche de lo absoluto.

      Por perspicaces que puedan mostrarse, estos argumentos nos siguen poniendo, en definitiva, frente a la conclusión un poco estrecha de que los hombres se llenan la cabeza de ilusiones en virtud de la tendencia humana a la ilusión, y, en particular, de la afición de los poetas por las palabras sonoras y de los metafísicos por las ideas trascendentes. Tal vez sea más interesante intentar saber por qué a los hombres y a tal o cual clase de hombres, en tal o cual momento, “se les ponen en la cabeza” esas “ilusiones”. Más aún, hay que interrogarse sobre la operación misma que separa lo positivo de lo ilusorio y sobre lo que ella presupone. No podemos dejar de sorprendernos entonces ante la exacta coincidencia entre el momento en que concluye el simple deslizamiento de sentido de la palabra “literatura” y ese otro momento en el que se elaboran estas especulaciones filosófico-poéticas que sostendrán, hasta nuestros días, la pretensión de la literatura de ser un ejercicio inédito y radical del pensamiento y el lenguaje, cuando no incluso una tarea y un sacerdocio sociales. A menos que caigamos en la paranoia actualmente difundida según la cual, entre las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX , la complicidad de los revolucionarios franceses y los soñadores alemanes trastornó cuanto existía de razonable, engendrando dos siglos de locura teórica y política, debemos buscar de manera un poco más precisa lo que vincula el deslizamiento tranquilo de un nombre con la instalación de ese decorado teórico que permite identificar la teoría de la literatura con una teoría del lenguaje y su ejercicio con la producción de un silencio. Es necesario ver lo que vuelve composibles la revolución silenciosa que cambia el sentido de una palabra, las absolutizaciones conceptuales del lenguaje, el arte y la literatura que vienen a injertarse en ella y las teorías que oponen la una a las otras. La literatura, como modo histórico de visibilidad de las obras del arte de escribir, es el sistema de dicha composibilidad.

      Así se definen el objeto y el orden del presente libro. Buscará analizar, en primer lugar, la naturaleza y las modalidades del cambio de paradigma que destruye el sistema normativo de las Bellas Letras y comprender, a partir de ellas, por qué la misma revolución puede pasar desapercibida o ser absolutizada. Encontrará las razones en el carácter particular de esta revolución, que no cambia las normas de la poética representativa en beneficio de otras normas, sino de otra interpretación del hecho poético. Esta nueva interpretación puede entonces superponerse simplemente a la existencia de las obras como otra idea de lo que ellas hacen y de lo que significan. Pero inversamente, puede ligar por principio el acto de escribir a la realización de la idea nueva de lo que es escribir y definir la exigencia de un arte nuevo.

      En un segundo momento, nos preguntaremos por la coherencia misma del nuevo paradigma. La “literatura” emancipada tiene dos grandes principios. A las normas de la poética representativa opone la indiferencia de la forma con respecto a su contenido. A la idea de la poesía-ficción opone la de la poesía como modo propio del lenguaje. ¿Son composibles los dos principios? Es cierto que ambos oponen a la vieja mimesis de la palabra en acto un arte específico de la escritura. Pero entonces es el concepto de escritura el que se desdobla: puede ser palabra huérfana de todo cuerpo capaz de conducirla o atestiguarla; puede ser, por el contrario, jeroglífico que lleva la idea de escritura en su propio cuerpo. Y la contradicción de la literatura bien podría ser la tensión entre estas dos escrituras.

      Se tratará entonces de mostrar las formas de esta tensión en tres autores cuyos nombres simbolizan habitualmente la absolutización de la literatura: Flaubert, Mallarmé y Proust12. La tentativa del “libro sobre nada” de Flaubert, el proyecto mallarmeano de una escritura propia de la Idea, la novela proustiana de la formación del novelista descubren las contradicciones de la literatura. Pero muestran también su carácter necesario y productivo. Los callejones sin salida de la absolutización literaria no provienen de una contradicción que volvería inconsistente la idea de la literatura. Sobrevienen, por el contrario, allí donde la literatura quiere afirmar su coherencia. Al estudiar las formas de expresión teóricas y las modalidades de realización prácticas de esta paradoja, se podrá salir tal vez del dilema entre relativismo y absolutismo, oponer a la sabiduría convencional del relativismo el escepticismo en acto de un arte capaz de jugar con su propia idea y convertir en obra su contradicción.

      1 Gérard Genette, Fiction et diction, París, Editions du Seuil, 1990, p. 11.

      2 John Searle, Sens et expression, París, Editions de Minuit, 1982, p. 102.

      3 Genette, ob. cit., p. 29.

      4 Como el sentido de las comillas que enmarcan “la” literatura se plantea conjuntamente con el objeto del libro, se las ahorraremos de aquí en adelante al lector.

      5 Voltaire, Dictionnaire philosophique, París, 1827, t. X, p. 174.

      6 Maurice Blanchot, Le livre à venir, París, Gallimard, 1959, p. 267.

      7 Cf. Marc Fumaroli, L’Age de l’éloquence, París, Albin Michel, 1994.

      8 Voltaire, ob. cit., p. 175.

      9 Cf. Batteux, Cours de Belles-Lettres ou Principes de littérature, París, 1861, pp. 2-8 y La Harpe, Lycée ou Cours de Littérature, París, 1840, t. I, pp. 7-15. La expresión “vejestorio” con la que Hugo designa a Batteux se encuentra en el poema “Littérature”, Les Quatre Vents de l’esprit in Œuvres Complètes, París, Club Français du Livre, 1968, t. IX, p. 619.

      10 Cf. Madame de Staël, De la littérature considérée dans ses rapports avec les institutions sociales, 1801, y De l’Allemagne, 1814; Sismondi, De la littérature du Midi de l’Europe, 1813; Barante, De la littérature française pendant le XVIII siècle, 1814; August Wilhelm Schlegel, Cours de littérature dramatique, 1814.

      11 Para un desarrollo de los diversos argumentos que aquí se sintetizan, se puede remitir principalmente a los análisis críticos llevados a cabo por Tzvetan Todorov (Critique de la critique: un roman d’apprentissage, París, Editions du Seuil, 1984) y Jean-Marie Schaeffer (L’Art de l’âge moderne, París, Gallimard, 1992) o, en una perspectiva muy distinta, a los análisis de Henri Meschonnic (Poésie sans réponse. Pour la poétique V, París, Gallimard, 1978).

      12 Tres autores franceses, entonces: este libro carece de toda vocación enciclopédica. Tampoco aspira a analizar la especificidad francesa en la elaboración de las normas de las Bellas Letras o de


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