Diario de Nantes. José Emilio Burucúa

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Diario de Nantes - José Emilio Burucúa


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cosas. Pero nada queda de Taquicardia. El paisaje es desolador. El robot se pone a pensar y en eso termina la película. Espectacularmente bellos son los personajes, sus movimientos, sus colores, la música que acompaña todo el relato. Alain Supiot fue quien propuso la proyección del film y lanzó la primera interpretación: una alegoría del poder, de sus abusos, de la resistencia que engendra, de los medios técnicos que utiliza y terminan destruyéndolo, sin el más mínimo vislumbre de la organización futura tras el derrumbe. Rimli Bhattacharya, esposa de Kumar, agregó a ese cuadro el detalle inteligentísimo de que el gobierno del doble simboliza el vacío esencial de todo poder, que sólo es un sistema de opresión sin contenido. La ciudad, aparentemente hermosa, era una creación diabólica y paranoica del monarca que merecía ser destruida. Rimli encontraba en ella un paralelo de la ciudadela verdadera de Sigiriya, construida por el rey Kashyapa I (473-495), en Sri Lanka, para encerrarse allí y conjurar el miedo a ser asesinado que le provocaba el recuerdo del parricidio, cometido por él mismo, contra su predecesor Dhatusena. No intervine en el debate, si bien coincido con la postura de Jubé, según quien el pájaro era un tipo ambiguo y gran demagogo, no el héroe de la libertad que se tiende a ver en él. Quizá, el mensaje de la película nos precave frente a los riesgos de la revolución, que puede destruirlo todo sin proponer nada creativo en su lugar. En todo caso, el pájaro cómico y desenvuelto me trajo el Momus de Alberti a la memoria. Momus era el numen de la risa, la burla y la sátira. Sus críticas a los dioses, ciertas y demagógicas al mismo tiempo, justas e irresponsables, desencadenan catástrofes en la Tierra de los hombres y en el cielo. Igual que en el film de Grimault y Prévert, el final queda abierto. Nada sabemos del modo en que se podrá reconstruir el mundo.

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      21 de octubre

      Santiago partió hacia Burdeos. Quiere llegar hasta la casa de Montaigne. Por mi lado, leo, estudio y tengo una conversación de temas espirituales con Sudhir Chandra. Hubiese querido que Ciocchini, Schenone y Castellan estuviesen en Nantes, junto con nosotros.

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      22 de octubre

      9VW9I2 Almuerzo de rigor en el Instituto. Comparto la mesa con Fernando, Gad, Mor, Hoda y la profesora Huri Islamoğlu, politóloga. Mi estancia en Nantes me lleva a reivindicar, cada día un poco más, la transmisión oral del conocimiento. Escucho, tomo nota y parezco una aspiradora. Mor volvió al tema del papel de las cofradías en Senegal, que todavía son un buen dique contra la infiltración del radicalismo religioso. El sufismo, la forma más libre del islam, confiado en la relación personal que todo ser humano puede establecer con Dios según su naturaleza, impregna aún la vida religiosa de las comunidades en el oeste de África. Los extremistas del tipo del movimiento Boko Haram combaten bastante más ese tipo de islam laxo, al que llaman “islam negro”, que el cristianismo. Fue la primera vez en mi vida que escuché el nombre del sheik Amadou Bamba, marabú de Tuba, ciudad que él mismo fundó en el centro de Senegal en 1887. Místico sufí y poeta, creador de la cofradía de los muridas, predicó la paz entre sus seguidores, pero los funcionarios coloniales franceses lo vieron como un peligro, lo arrestaron y, en 1895, lo deportaron por siete años a las junglas de Gabón. Tuvo un regreso apoteótico a Dakar, por lo que fue arrestado nuevamente y enviado a Mauritania. En 1910, los franceses se percataron de que Bamba no promovía la guerra antiimperialista, sino una suerte de resistencia pacífica a la situación colonial. Le fue ofrecida entonces la Legión de Honor, que nuestro marabú rechazó. Tras su muerte (1927) y sepultura en la mezquita de Tuba, esta se convirtió en la ciudad santa de Senegal y el principal sitio de peregrinación del sufismo africano.

      Huri me enseñó también, durante el almuerzo, un par de cosas importantes. En primer lugar, describió los caracteres del otomanismo, la ideología del Imperio turco tardío que procuró crear una identidad otomana por encima de las diferencias religiosas y nacionales entre los súbditos del sultán (mi memoria voló a la conferencia de Ussama Makdisi en el WiKo de Berlín). Sin embargo, hubo un cambio en el protocolo de la monarquía que parece haber ido en sentido contrario. Me explico: aunque resulte increíble, el primer título adoptado por Mehmet II tras la conquista de Constantinopla fue el de “César de los Romanos”, seguido de los de “emperador” y “califa de los creyentes”. Mehmet sabía leer y hablar el italiano y el latín, de manera que la dudosa carta del papa Pío II al sultán, en la cual lo exhortaba a convertirse al cristianismo y asumir el papel de un nuevo Constantino, adquiere rasgos de verosimilitud. De todos modos, el título de jefe de los turcos, khan, se encontraba en el quinto o sexto lugar de la lista ceremonial. Y el nombre padisahlari, que solemos traducir por “sultán” y significa gobernante, no figuraba en la fórmula oficial; es una palabra procedente del persa que tiene ese mismo sentido, pues utilizar el persa era exhibir un rasgo de gran refinamiento en la Turquía del 1500. Los sultanes y toda su familia solían emplear esa lengua cuando componían poemas, pues era prácticamente un deber de Estado que el monarca fuera un poeta hábil. Hacia fines del siglo XIX, según el relato de nuestra colega, la dignidad de “califa” pasó a encabezar el protocolo, una forma de compensar, tal vez, a los súbditos musulmanes del sultán frente a la generalización de la ciudadanía otomana a todos los habitantes del Imperio, fuera cual fuese su credo. Aparte de estos datos que conciernen a la nacionalidad de Huri, uno de los campos más fértiles de su trabajo de investigación es el de los regímenes políticos de la segunda posguerra. Ahora estudia, por ejemplo, los partidos de Japón durante la ocupación militar norteamericana después de 1945 y compone un cuadro en el que el partido comunista exhibía una preponderancia y una capacidad de movilización tales como para alcanzar, en 1949, el 10% de los votos en las elecciones generales y enviar treinta y cinco diputados a la Dieta. La responsabilidad de los comunistas respecto de los actos de sabotaje, cometidos para minar la colaboración japonesa con los Estados Unidos durante la guerra de Corea, hizo que su partido viera derrumbarse las expectativas y nunca más pudiese superar un exiguo 3% de los votantes en comicios nacionales.

      Por la tarde, fui al barbero, a unos pasos de la Place Royale. Un profesional extraordinario, el hombre. No sólo me cortó bien la barba, sino que me puso una toalla caliente en la cara y luego me la refrescó, como lo hacían los peluqueros de Buenos Aires cuando yo era un párvulo. Di una vuelta por el interior de la basílica neogótica de San Nicolás; me llamó la atención la iconografía del púlpito decimonónico, centrada en un Triunfo de Jesús que muestra al Cristo sobre un carro tirado por los seres del Tetramorfos. Mientras María se coloca en la parte delantera del carro, dada vuelta para mirar a su hijo, dos santos obispos impulsan las ruedas. No recuerdo haber visto antes nada similar. A la salida del templo, busqué el pasaje de la Pommeraye, inaugurado en 1843, una galería comercial espectacular, en un estilo ecléctico muy parisiense, con escaleras de mármol, barandas de bronce, esculturas bajo las lámparas. Ha de haber hecho las delicias de Benjamin, si acaso visitó Nantes. Las mías las hizo, pues me trajo el recuerdo del Passage de San Petersburgo sobre la Nevski, donde tan bien la pasamos Aurora, los Reboratti y yo en julio de 2013. Julien Gracq dedicó al edificio nantés unas páginas de La forma de una ciudad. Las traduzco en parte:

      Es curioso que el pasaje Pommeraye, que sigue siendo la singularidad más notable del barrio, y que induce con tanta espontaneidad al sueño (en André Pieyre de Mandiargues para empezar) entre sus visitantes desprevenidos, no haya tenido más lugar en el equilibrio del paisaje imaginario, mitad soñado, mitad habitado, que nacía para mí a partir de una prospección destartalada de la ciudad. La seducción ligada a los “pasajes” tiene afinidades eróticas que son estructurales y evidentes: deseo acuciante de los orificios y conductos secretos, sombríos, cálidos, que dan sobre el laberinto visceral, escondites íntimos del vasto cuerpo urbano. Todos los comercios, todos los intercambios que allí se alojan flotan –para la imaginación mucho más que para el ojo– en una penumbra de alcoba (y, en la realidad, es posible observar que todos quienes carecen de una connivencia natural con el secreto femenino se excluyen por sí mismos de ese lugar, donde se encuentran peleteros, zapateros, joyeros, peluqueros, fabricantes de guantes, floristas; rara vez una ferretería, una farmacia o un almacén). Aun cuando se trata de un pasaje muy nuevo, igual al que hoy une la calle de Sèvres con la calle del Cherche-Midi, nunca me aventuro en él sin que el mismo encanto, algo clandestino, de zoco secretamente erótico caiga de repente sobre mí: nada logra que el paso, por sí mismo, no sea más lento, que el ojo no sondee el claroscuro de los negocios,


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