El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5). L. G. Castillo

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El Ángel Dorado (El Ángel Roto 5) - L. G. Castillo


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no era la única con mirada asesina.

      —Oh-oh... Leilani está cabreada —dijo Sammy mientras ella iba directa hacia ellos—. Corre, Jeremy.

      Si no fuera un arcángel, habría hecho caso al consejo de Sammy. Cuanto más cerca estaba, más miedo daba.

      —Creo que ya es un poco tarde para eso, colega.

      —¿Qué narices estás haciendo aquí, Chico dorado? ¿Ya te has aburrido de Los Ángeles?

      —Aloha a ti también —contestó él con la mejor de sus sonrisas.

      Ella se detuvo. Sus ojos se vidriaron y se le suavizó el rostro. Era la misma expresión que mostraban la mayoría de las mujeres cuando revelaba todo su encanto.

      —Estaba pasando unos días de vacaciones y se me ocurrió dejarme caer por aquí para ver cómo estabais Sammy y tú. Y parece que os va estupendamente. Así que, ¿ahora bailas?

      Se produjo un incómodo silencio mientras ella le miraba de forma inexpresiva.

      —¿Leilani? —Agitó una mano delante de su rostro.

      ¿Qué le ocurría? Nunca la había visto tan callada.

      Su rostro se encendió, volviéndose cada vez más rojo. Comenzó a respirar agitadamente. Sus labios color rubí se movieron, pero no salió ni una sola palabra de ellos.

      —Corre, ahora —susurró Sammy—. Está a punto de explotar.

      —¿Estupendamente? ¿De verdad crees que estamos estupendamente? —espetó elevando la voz con cada palabra que decía—. Chaval, eres todo un personaje. Debería haberme dado cuenta antes. No puedo creer que me tragara todos tus cuentos. Amigos, ¿no? —Soltó una carcajada.

      —¿Qué quieres decir con eso? Soy tu amigo.

      —Claro, tú no lo sabes. ¿Cómo ibas a saberlo? No eres uno de nosotros. Vienes a la isla fingiendo ser un amigo. Hiciste que Sammy te quisiera. Le gustabas a mi familia. Y yo... —Se mordió el labio tembloroso.

      —Leilani. —Extendió el brazo para tocar su mejilla.

      Ella se alejó bruscamente de su mano mientras le fulminaba con la mirada. —Hiciste que todos te quisiéramos. Y entonces, de repente desapareces. Así de simple. —Chasqueó los dedos.

      —Vino al hospital —apuntó Sammy.

      —Ya hemos hablado de esto, Sammy. Estabas confundido —le dijo ella en voz baja, apartándole el pelo de su sudada frente.

      —No estaba confundido. Díselo, Jeremy. Tú estuviste allí.

      —Bueno...

      —¿Ves lo que hiciste? —espetó—. Hiciste que un niño de cinco años tuviera alucinaciones contigo. Él tenía tantas ganas de que estuvieras allí ¡que se lo imaginó! —Entonces se giró hacia Sammy y calmadamente le dijo—: Estabas muy medicado. Él no estuvo allí.

      Jeremy abrió la boca para decir que en realidad sí había estado allí. Que estuvo a su lado en todo momento. Pero no podía hacerlo sin contarles quien era realmente.

      —Lo siento. No sabía nada sobre el accidente. Tuve que irme por una cuestión familiar —se excusó finalmente.

      —Sí, lo que tú digas. Ahora mismo no puedo ni mirarte. Tengo que volver al trabajo. Sammy, te dije que me esperaras en la cocina.

      —Yo puedo quedarme con él —dijo Jeremy—. Así podremos ponernos al día.

      —¡Sí! —El rostro de Sammy se iluminó.

      —No. No volveremos a caer en sus redes.

      —Ay, vamos, Leilani. Por favor —suplicó Sammy.

      —Seguro que tiene mejores cosas que hacer. ¿Tal vez en otra isla?

      Leilani estaba muy molesta, y con toda la razón. Él sabía que tenía que irse de allí, pero no quería hacerlo; al menos no si ella estaba así. Estaba a punto de defenderse cuando alguien gritó y el sonido de los tambores empezó a sonar por los altavoces.

      El público gritó y chifló cuando cinco hombres vestidos con unos pareos cortos que les llegaban a mitad de los muslos corrieron rápidamente entre el público.

      Cuando subieron corriendo al escenario, uno que llevaba un tribal tatuado en la parte superior del brazo se colocó en el centro dando vueltas a un bastón de fuego. Se detuvo sosteniéndolo sobre su cabeza para a continuación llevárselo a la boca. Escupió un líquido y el fuego se expandió por encima de su cabeza. La audiencia rugía con deleite.

      —No te vayas todavía, Jeremy. Tienes que ver la danza del fuego de Kai. Yo le he ayudado con sus movimientos —dijo Sammy, orgulloso.

      «¿Ese es Kai?»

      Miró sorprendido al hombre que giraba dos bastones de fuego. Era casi tan grande como él. Giraba los bastones tan rápido que parecía un gran círculo de fuego.

      ¿Ese era el chico a quien Leilani llamaba Chucky? Ya no era ningún niño. Era un hombre.

      Los otros bailarines que estaban a su lado hicieron que las chicas del público gritaran todavía más. Parecían pequeños comparados con el cuerpo de Kai.

      Se movían a la vez mientras el fuego daba vueltas sobre sus cabezas, alrededor de sus cuerpos, y bajo sus piernas.

      —¿No es genial? —Los ojos de Sammy brillaron al contemplar a Kai.

      Echó un vistazo a Leilani, que de repente estaba muy callada, y se le paró el corazón.

      A ella también le brillaban los ojos.

      Obligó a su corazón a latir de nuevo. Eso era lo que él quería. Así era como debía ser. No quería que estuvieran solos. Ahora tenían a Kai.

      Debería estar feliz por ellos. De hecho, debería irse y dejarles vivir sus vidas.

      Pero, ¿por qué no era capaz de hacer que sus pies se movieran?

      ¿Y por qué no podía apartar la vista de Leilani?

      4

      Naomi se encontraba sentada en uno de los grandes ventanales de la habitación con las piernas colgando hacia el exterior cuando una lágrima rodó por su mejilla.

      «¿Por qué, Welita? ¿Por qué me has abandonado?»

      Se produjo un leve repiqueteo en el suelo, y a continuación algo húmedo le dio unos empujoncitos en el codo.

      —Hola, Bear —le saludó con voz ronca.

      Mirase adónde mirase, siempre veía algo que le recordaba a Welita. Si veía una flor, lloraba porque recordaba lo mucho que le gustaba a Welita trabajar en su jardín. Tampoco podía cocinar porque todo lo que sabía hacer se lo había enseñado ella. Y apenas era capaz de mirar a la pequeña chihuahua sin venirse abajo.

      Bear lloriqueó mientras le daba con la patita en el regazo a Naomi.

      —Estoy bien, de verdad. —Cogió a Bear en brazos y la puso sobre su regazo. Bear estaba preocupada. Pobrecita. Había olvidado lo sensible que era la pequeña.

      Bear inclinó hacia un lado su diminuta cabecita, mientras sus húmedos ojitos negros la miraban y parpadeaban.

      —¿No me crees?

      Bear ladró.

      —No puedo esconderte nada, ¿verdad? —suspiró—. Welita se ha ido. ¿Puedes sentirlo?

      Lloriqueó de nuevo y escondió la cabeza en el regazo de Naomi.

      —¿Los animales lo saben?

      —Sí, así es. —La voz de Lash se manifestó detrás de ella—. Bueno, al menos Bear lo sabe con toda seguridad. Lleva de bajón desde que regresamos. Ayer ni siquiera


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