Las Quimeras De Emma. Isabelle B. Tremblay

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Las Quimeras De Emma - Isabelle B. Tremblay


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pero comprendió de inmediato que cada persona tiene sus propias debilidades.

      —¿Estáis sola? —preguntó Emma.

      —La soledad es mi mejor amiga. ¿Qué hace una mujer tan hermosa como tú sin un caballero? ¿Tu amante de ayer te ha abandonado?

      Emma se sorprendió de nuevo por la familiaridad de su comentario.

      —Quiero aclarar que no he vivido una noche de sexo apasionado, como usted parece imaginar. Y sí, habíamos quedado, pero no se ha presentado.

      —Los hombres son siempre así de fiables. ¡Crap!1

      Emma no pudo retener su suspiro. Le dirigió una sonrisa forzada a Candice que bebió de un trago el bourbon que quedaba en el fondo de su vaso.

      —Tendría seguramente una buena razón —, replicó Emma encogiéndose de hombros.

      De hecho, intentaba convencerse a sí misma.

      —Nadie tendrá jamás una buena razón para faltarte al respeto. Métete esto en la cabeza —, respondió Candice señalando su cabeza con su dedo índice.

      Emma se sobresaltó al oír el tono que la mujer había usado y sintió un ligero malestar. Aprovechó el momento para excusarse.

      —Voy a volver al hotel. Voy a descansar para mañana…

      —Quédate un ratito más. ¿Quieres una copa? Te invito. ¿Qué bebes?

      Candice levantó la mano para llamar a uno de los camareros. Emma jugaba con sus dedos sobre la mesa y se sintió obligada a quedarse. Sentía lástima por la mujer que tenía delante. También tenía miedo de que le pudiera pasar algo en su estado, si se quedaba sola.

      Emma indicó al camarero que quería vino tinto, mientras que Candice pidió otro bourbon con hielo. La mujer se puso a examinar a Emma de nuevo. Le recordaba vagamente a alguien de su pasado que había significado mucho para ella. Parecía frágil, pero de ella emanaba una cierta fuerza. Las personas como Emma fascinaban a Candice. Creía que era una debilidad dejar ver la vulnerabilidad de una. Emma se sentía aún incómoda por ser observada así. Se sentía demasiado intimidada como para para preguntarle sus motivos o para lanzar un tema de conversación cualquiera. Y entonces, se arriesgó a hacerle una pregunta, ya que se dijo a sí misma que iban a pasarse el resto de la noche mirándose si ella no rompía el silencio.

      —¿Habéis pasado un buen día?

      —Como otro cualquiera. ¿Tú has podido dormir un poco? —preguntó Candice eludiendo el tema con un gesto de la mano.

      — Sabe usted, no es mi estilo pasar la noche fuera, más bien es Charl…

      Emma se puso la mano delante de la boca y paró su frase en seco, dándose cuenta de que iba a revelar el comportamiento íntimo de Charlotte. Dar ese tipo de detalles sobre su mejor amiga no servía de nada y era aún más insensato dárselos a la persona que la contrataba profesionalmente. Sintió que le invadía un sentimiento de culpabilidad. Candice se moría de la risa. La sinceridad que se desprendía de su risa desestabilizó a Emma. Le daba una nueva cara a la mujer dura que ella conocía y suavizaba los rasgos especialmente fríos e intratables que normalmente la caracterizaban.

      —Está bien, Emma, no voy a revelar tu pequeño secreto. Sé mucho más sobre Charlotte de lo que ella pueda imaginar. No has hecho más que confirmar lo que ya creía y lo que había oído entre bastidores.

      —Debería haberme callado. No quiero que esto pueda cambiar la imagen que tiene de ella.

      Candice sonrió y puso su mano sobre la de la joven quien se irguió al contacto y retiró la suya inmediatamente. Emma tenía muchas dificultades con la proximidad física de las personas. Candice notó su gesto de retirada, pero prefirió no decir nada al respecto.

      —Charlotte tiene mucho carácter. Va a llegar muy lejos, en fin, siempre que su debilidad por los hombres no se convierta en un problema.

      —Me sorprendería. Los hombres están como sobre asientos eyectables con ella.

      Emma se mordió la lengua. Se dio cuenta de que había vuelto a hablar demasiado en cuanto vio una sonrisa dibujarse en los labios de Candice. No hacía más que meter la pata y prefirió callarse. Candice, a pesar de los efectos del alcohol, se había dado cuenta de su malestar e intentó cambiar de tema.

      —¿Siempre has vivido en Montreal?

      —No. Nací en un bonito pueblo de la región de Beauce, muy cerca de la frontera americana. Mi padre es americano.

       • ¿A qué se dedican tus padres?

      —Mi padre trabaja en una pescadería. Mi madre nos abandonó cuando yo era pequeña. Ya no es parte de mi vida.

      A Emma no le gustaba hablar de su familia. Habitualmente se limitaba a responder de forma breve a las preguntas que a menudo le hacían. Sin añadir detalles innecesarios. Desvió la conversación interesándose por Candice y sus orígenes.

      Ésta no se había enterado de nada de lo bebida que estaba. Candice se puso entonces a explicarle que una leyenda urbana había aparecido acerca de su nacimiento. Ella jamás la había negado. Algunos habían exagerado la historia llegando a decir que tenía sangre real. Hasta decían que sus ancestros descendían directamente de una princesa, pero era todo falso. Candice venía de una familia humilde de un pueblo costero de Inglaterra. No había estudiado en Oxford, sino que había hecho cursos de comunicación por correspondencia. Candice había conocido a su marido, Nicolas Campeau, no en una recepción de la alta sociedad a la cual los dos estaban invitados, sino mientras servía bebidas en un bar dónde él había venido a celebrar la firma de un contrato importante con un cliente de la zona. Él la había seducido, le había prometido que no saldría de allí sin ella. Ella había terminado cediendo, sin saber que se trataba de un hombre de negocios influyente en su país de origen. Estaba muy contenta de abandonar su pueblucho dejado de la mano de Dios y de vivir por fin la vida que se había inventado. Candice se había marchado sin pensarlo y no se había imaginado que ese hombre sería aún su marido muchos años más tarde. Su monólogo se volvió rápidamente inconexo, por lo que Emma le propuso que se marcharan y volvieran al hotel.

      CAPÍTULO 4 – EL ASCENSOR

      Candice andaba dando tumbos, sostenida por Emma que la ayudaba a avanzar. Se preguntó por un instante en qué berenjenal se había metido queriendo hacerse la bienhechora. No se había atrevido a mandar un mensaje a su mejor amiga para que viniera con ella al rescate. No quería que Charlotte viera el espectáculo desolador que le ofrecía su jefa. La joven le había confesado con anterioridad que tenía una cierta admiración por Candice, y no quería arruinar la imagen que debía tener de ella. Además, por el orgullo de Candice, sabía que era preferible que ninguna de sus empleadas pudiera verla en un estado tan lamentable.

      Emma había llamado a un taxi para volver al hotel, aunque este estuviera cerca. Había tenido que soportar todas las etapas de embriaguez de Candice. Le había hablado, casi en estado depresivo, sobre sus hijos que habían ido por el mal camino. También le había hablado de su marido que la engañaba, sin ni siquiera esconderse, con mujeres más jóvenes que él, y que tenía una aventura amorosa con una de sus asistentas. Candice temía que terminara dejándola por esa “puta”, como ella la había llamado. Emma no se hubiese podido imaginar ni por un segundo que la noche se terminara así, haciendo de psicóloga improvisada para una rica mujer de negocios. Sentía simpatía por esta mujer que, detrás de un grueso caparazón, escondía una persona herida, lastimada y que tenía una vida complicada, a pesar de todo el dinero que poseía.

      Candice se había mostrado tal y como era. Con toda su vulnerabilidad y sin sutilezas. Emma no podía hacer más que respetar esta osadía, animada por el alcohol. La embriaguez se había convertido en una muleta para Candice. Una forma como cualquier otra de escapar de la realidad que se volvía demasiado difícil. Bajo esa fachada fría y fuerte se escondía un alma herida. Una mujer con una sed irremediable por ser amada. ¿Y quién no necesitaba serlo? Emma la primera. No obstante, como esta mujer


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