Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez

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Arroz y tartana - Vicente Blasco Ibanez


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algodón, tres limones, unos manojos de perejil, peines de cuerno, los artículos, en fin, que pueden comprarse con pocos céntimos en cualquier encrucijada. Aquel rebaño sucio, miserable y asustado, con la palidez del hambre en las carnes y la locura del terror en los ojos, era la piratería del Mercado, los parias que estaban fuera de la ley, los que no podían pagar al Municipio la licencia para la venta, y al distinguir a lo lejos la levita azul y la gorra dorada del alguacil, avisábanse con gritos instintivos, como los rebaños al presentir el peligro, y emprendían furiosa carrera, empujando a los transeúntes, deslizándose entre sus piernas, cayendo para levantarse inmediatamente, abriendo agujeros en la masa humana que obstruía la plaza. La gente reía ante esta desbandada al galope, celebrando la persecución del alguacil. Nadie comprendía lo que era para aquellas infelices la pérdida de su mísera mercancía, la desesperada vuelta al tugurio paterno, donde aguardaba la madre dispuesta a incautarse del par de reales de ganancia o a administrar una paliza.

      Doña Manuela también rió un poco, siguiendo con la vista la ruidosa persecución que se alejaba, y entró después en el mercado de casquijo, buscando las golosinas silvestres que la gente rumia con fruición en Navidad, olvidándolas durante el resto del año. Los puestos de venta llegaban hasta las mismas puertas del Principal; los compradores codeábanse con el centinela, y los dos oficiales de la guardia, con las manos metidas en el capote y las piernas golpeadas por el inquieto sable, paseaban por entre el gentío buscando caras bonitas.

      Andábase con dificultad, temiendo meter el pie en las esteras de esparto redondas y de altos bordes, en las cuales amontonábanse, formando pirámide, las lustrosas castañas de color de chocolate y las avellanas, que exhalaban el acre perfume de los bosques. Las nueces lanzaban en sus sacos un alegre cloc-cloc cada vez que la mano del comprador las removía para apreciar su calidad; y un poco más adentro, como un tesoro difícil de guardar, estaba en pequeños sacos la aristocracia del casquijo, las bellotas dulzonas, atrayendo las miradas de los golosos.

      Acababa de hacer su compra doña Manuela, cuando hubo de volver la cabeza sintiendo en la espalda una amistosa palmada.

      Era un señor entrado en años, con un sombrero de cuadrada copa, de forma tan rara, que debía pertenecer a una moda remota, si es que tal moda había existido. Iba embozado en una capa vieja, por bajo de la cual asomaba una esportilla de compras, y por encima del embozo de raído terciopelo mostrábase su rostro lleno y colorado, en el que los detalles más salientes, aparte de las arrugas, eran un bigote de cepillo y unas cejas canosas, tan oblicuas, que hacían recordar los chinos de los abanicos.

      —¡Juan!—exclamó doña Manuela.

      Visanteta dio con un codo al cochero y le habló al oído. Era don Juan, el hermano de la señora, aquel de quien todos hablaban mal en casa, aunque con cierto respeto, llamándole por antonomasia «el tío».

      Los ojillos de don Juan, inquietos e investigadores, revolvíanse en sus profundas cuencas rodeadas de grietas. Mientras su mirada se perdía en el fondo del capazo que Nelet tenía abierto a sus pies, decía con la risita burlona que a doña Manuela, según confesión propia, le «requemaba la sangre»:

      —De compras, ¿eh...? Yo también voy danzando por el Mercado hace más de una hora. ¡Válgame Dios, cómo está todo! Comprendo que los pobres no puedan comer.... Chica, si empiezas así vas a llevar a casa medio Mercado.... Eso son bellotas, ¿verdad? Comida de ricos; quien puede gasta. Eso sólo lo compra la gente de dinero.

      —¿Que tú no compras?—dijo doña Manuela sonriendo, a pesar de que no ocultaba el efecto que le producían las palabras de su hermano.

      —¿Quién...? ¿yo...? ¡Bueno va! A mí nadie me estafa.

      Y al decir esto miró al vendedor con tanta indignación como si fuese un enemigo del sosiego público; pero el palurdo, inmóvil y con las manos metidas en la faja, no se dignó reparar en la ferocidad agresiva del avaro.

      —Además—continuó don Juan—, ¿para qué quiero yo eso? Los que no tenemos dientes hemos de abstenernos de muchas cosas; muchas gracias si uno puede comer sopas de ajos y tiene con qué pagarlas.... Algo he comprado: unas pocas castañas y nueces; pero no para mí, son para Vicenta, que aunque ya es vieja tiene una dentadura envidiable. Poquita cosa. Ya ves tú... para mí y la criada poco necesitarnos. Además, todo va por las nubes, y dinero hay poco.... ¡Je, je...!

      Y el viejo reía como si gozase interiormente de repetir a su hermana en todos los tonos que era muy pobre.

      —Vamos, cállate—dijo doña Manuela con voz temblorosa, sin ocultar ya su irritación—. Me disgusto cada vez que te oigo hablar de pobreza; sólo falta que me pidas una limosna.

      —Mujer, no te irrites.... No quiero hacer creer que necesito limosnas; soy pobre, pero aún tengo para no morirme de hambre, y sobre todo, con orden y economía, sin querer aparentar más de lo que realmente se tiene, lo pasa cualquiera tan ricamente.

      Y estas palabras las subrayó el viejo con el acento y la mirada burlona que fijaba en su hermana.

      —Juan, toda la vida serás un miserable. ¿De qué te sirve guardar tanto dinero...? ¿Vas a llevarlo al otro mundo?

      —¿Yo...? Pienso retardar todo lo posible ese viaje, y tiempo me queda para malgastar antes los cuatro cuartos que guardo.... No quiero que nadie se ría de mí después de muerto.

      Doña Manuela púsose seria, más que por lo que decía su hermano, por lo que adivinaba en su mirada. Tal vez por esto don Juan cambió de conversación.

      —Di, Manuela, ¿y Juanito?

      —En la tienda. Si tengo tiempo entraré a verle.

      —Dile que venga mañana. Aunque sea un grandullón, no quiero privarme del gusto de darle el aguinaldo como cuando era un chicuelo.

      El viejo, al decir esto, ya no mostraba la sonrisa irónica y parecía hablar con sinceridad.

      —También irán a verte las niñas y Rafael.

      —Que vengan—contestó don Juan, en quien reapareció la mortificante sonrisa—. Les daré una peseta de aguinaldos; lo único que se puede permitir un tío pobre.

      —¡Calla, avaro...! Me avergüenzas. Eres capaz de morirte de hambre por no gastar un céntimo.... ¿Por qué no vienes a comer con nosotros mañana?

      El tono festivo y cariñoso con que ella dijo estas palabras alarmó más a don Juan que la seriedad irritada de momentos antes.

      —¿Quién...? ¿yo...? Tengo hechos mis preparativos; no quiero ofender a mi vieja Vicenta, que se propone lucirse como cocinera. Mira, también yo gasto, aunque soy un pobre.

      Y al decir esto, señalaba a un pillete mandadero, inmóvil a corta distancia, con un capón gordo y lustroso en los brazos.

      Doña Manuela avanzó el labio superior en señal de desprecio.

      —¡Valiente compra! ¿Y eso es para todas las Pascuas? No te arruinarás... ni llenarás mucho el estómago.

      —No todos son tan ricos como tú, marquesa, ni pueden ir a la compra con un par de criados. Únicamente los que tienen millones pueden ser rumbosos.

      Y tras estas palabras, que debían encerrar mortificante intención, don Juan se despidió, como si deseara que su hermana quedase furiosa contra él.

      —Adiós, Manuela; que compres mucho y bien.

      —Adiós, avaro....

      Y los dos hermanos se separaron sonriendo, como si cambiaran frases cariñosas y en su interior rebosase el afecto.

      La señora siguió adelante, pasando por entre los puestos de la miel, donde aleteaban las avispas, apelotonándose sobre el barniz de las pequeñas tinajas.

      Doña Manuela iba siguiendo los callejones tortuosos formados por las mesas cercanas al mercadillo de las flores. Allí estaba toda la aristocracia del Mercado, la sangre azul de la reventa, las mozas guapas y las matronas de tez tostada y espléndidas


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