Arroz y tartana. Vicente Blasco Ibanez

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Arroz y tartana - Vicente Blasco Ibanez


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acogían lo del abandono. ¡Otra que Dios...! ¿Y aún se quejaba? ¿Pus si no le hubiesen abandonado sería él ahora comerciante con tienda abierta? Cuanto más, estaría guardando el ganado de algún rico. A la familia, pues, debía lo que era. Y si la turba de descarados pedigüeños no llegaba a decir que todo cuanto tenía su pariente les pertenecía de derecho, ya se encargaban sus exigencias insolentes y sus rapaces miradas de manifestar que éste era su pensamiento.

      Producto de una de estas invasiones de vándalos con pañizuelo y calzón corto fue el entrar como aprendiz en la tienda de Las Tres Rosas un chicuelo, al que don Eugenio le fue tomando insensiblemente cierto afecto, sin duda porque recordando su pasado se contemplaba en él como en un espejo. Era de un pueblo inmediato al suyo; pasaba por pariente, circunstancia poco extraña en un país donde las familias, residiendo siglos y siglos pegadas al mismo terruño, acaban por confundirse, y llamaba la atención por su aire avispado y la ligereza de sus movimientos.

      Entró en la tienda hecho una lástima, oliendo todavía a estiércol y a requesón agrio, como si acabase de abandonar el corral de ganado. La vieja criada que administraba el hogar de don Eugenio tuvo que valerse de ungüentos para despoblar de bestias sanguíneas el bosque de cerdas polvorientas que se empinaban sobre el cráneo del muchacho, y concluido el exterminio, el amo lo entregó al brazo secular de los aprendices más antiguos, los cuales, en lo más recóndito del almacén y sin pensar que estaban en enero, con un barreño de agua fría y tres pases de estropajo y jabón blando, dejaron al neófito limpio de mugre de arriba a abajo y con una piel tan frotada que echaba chispas.

      Con esto, el mísero zagalillo de las montañas de Teruel se convirtió en un aprendiz listo, aseado y trabajador, que, según las profecías de los dependientes viejos, llegaría a ser algo. A las dos semanas chapurreaba el valenciano de un modo que hacía reír a las labradoras parroquianas de la casa, y sin que la dureza del trabajo disminuyera para él, todos le querían y no sabía a quién atender, pues Melchor por aquí, Melchorico por allí, nunca le dejaban un instante quieto.

      Con sus borceguíes lustrosos, una chaqueta vieja del amo arreglada chapuceramente, la cabeza siempre descubierta, con pelos agudos como clavos y las orejas llenas de sabañones en todo tiempo, era Melchorico el aprendiz más gallardo de cuantos asomaban la cabeza a las puertas para llamar a los compradores reacios. Aquel acólito del culto de Mercurio, por su empaque desenfadado atraíase la mala voluntad de los pilluelos de la plaza, enjambre de diablejos que pasaban horas enteras ante la relamida figurilla llamándole ¡churriquio! con irritante tono de mofa, hasta que algún dependiente les amenazaba con la vara de medir.

      Pasaron los años sin que incidente alguno viniese a turbar la ascensión lenta y monótona del muchacho en la carrera comercial. Perdió de cuenta los cachetes y patadas que le largaron don Eugenio y los dependientes viejos, unas veces por entretenerse bailando trompos en la trastienda, otras por pillarle dando retales a cambio de altramuces o cacahuet. Empleó los domingos en que le daban suelta yendo al tiro del palomo en el cauce del río, o paseando gratis arrellanado como un príncipe en las estriberas de las tartanas, con la epidermis a prueba de traidores latigazos; fue ascendiendo lentamente de burro de carga a aprendiz viejo; por fin, a dependiente; y al cumplir dieciocho años viose tan transformado, que, violentando sus instintos económicos, fortalecidos por las saludables enseñanzas del principal, se gastó cuatro pesetas en dos retratos que envió a los de «allá arriba», a sus antiguos colegas de pastoreo, para que viesen que estaba hecho todo un señor. Los tirones de oreja y los palos con la vara de medir lo habían puesto erguido, borrando en su cuerpo la tendencia a cargarse de espaldas y a ser patiabierto, propio de todos los de su tierra; sus pelos, a fuerza de peine y cosmético, habían llegado a domarse; los desabridos y no muy abundantes guisos del ama de llaves daban cierta figura a su corpachón huesoso. Y además, como tenía su soldada anual, aunque corta, ya no vestía los desechos de don Eugenio y se hacía al año dos trajes, operación que antes de ser emprendida era objeto de serías y profundas meditaciones.

      Melchor Peña, al salir de la adolescencia, experimentó una transformación. Al mismo tiempo que en su labio apuntaba el bigote, en su cerebro apuntó la tendencia a lo romántico, a lo desconocido, el anhelo de cosas extraordinarias, de aventuras gigantescas, y fue un rabioso lector de novelas. Cuantos tomos enormes, roídos por el corte y forrados con papel grasiento, rodaban por los mostradores de las tiendas del Mercado, eran atraídos por sus manos, como si éstas fuesen un imán, y devorados rápidamente, unas veces por la noche, después de cerrar las puertas y robando horas al descanso, otras por la tarde, aprovechando ausencias de don Eugenio, en el fondo del almacén, a la dudosa claridad que se cernía en aquel ambiente cálido, impregnado del vaho de los tejidos y el tufo de la tintura química. Había leído más de veinte veces Los tres mosqueteros, y el fruto que sacó de esta lectura fue que los aprendices se burlasen de él viéndolo un día en el almacén, envuelto en un guiñapo colorado, con un rabo de escoba en la cadera y contoneándose como si fuese el mismo D'Artagnan con todas sus jactancias de espadachín. Después se apasionó, como toda la juventud de su época, por María o la hija de un jornalero; y a pesar de que don Eugenio le enviaba a misa todos los domingos y a comulgar por trimestre, hízose un tanto irreligioso, y en su interior comenzó a mirar con desprecio a los curas pacíficos y bromistas que visitaban por la noche el establecimiento para jugar a la brisca con el principal; y cuando cayó en sus manos El conde de Montecristo, paseábase por la trastienda, mirando los fardos apilados con la misma expresión que si en vez de paños, percales e indianas contuviesen un enorme tesoro, toneladas de oro en barras, celemines de brillantes, lo suficiente, en fin, para comprar el mundo.

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