Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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mi buen Yáñez!

      —-¡A tu salud, Sandokán!

      Vaciaron los vasos y se sentaron a la mesa.

      El recién llegado era un hombre de unos treinta y tres años, es decir, un poco mayor que su compañero, y de estatura mediana, robusto, de piel muy blanca, facciones regulares, ojos grises y astutos, labios burlones, que indicaban una voluntad de hierro.

      —¿Viste a la muchacha de los cabellos de oro? —preguntó Sandokán con cierta emoción.

      —No, pero sé cuanto quería saber.

      —¿No fuiste a Labuán?

      —Sí, pero ya sabes que esas costas están vigiladas por los cruceros ingleses y se hace difícil el desembarco para gentes de nuestra especie. Pero te diré que la muchacha es una criatura maravillosamente bella, capaz de embrujar al pirata más formidable. Me han dicho que tiene rubios los cabellos, los ojos más azules que el mar y la piel blanca como el alabastro. Algunos dicen que es hija de un lord, y otros, que es nada menos que pariente del gobernador de Labuán.

      El pirata no habló. Se levantó bruscamente, presa de gran agitación. Su frente se había contraído, de sus ojos salían relámpagos de luz sombría, tenía los labios apretados. Era el jefe de los feroces piratas de Mompracem; era el hombre que hacía diez años ensangrentaba las costas de la Malasia; el hombre que libraba batallas terribles en todas partes; el hombre cuya audacia y valor indómito le valieron el sobrenombre de Tigre de la Malasia.

      —Yáñez —dijo—, ¿qué hacen los ingleses en Labuán?

      —Se fortifican.

      —Quizás traman algo contra mí.

      —Eso creo.

      —¡Pues que se atrevan a levantar un dedo contra mi isla de Mompracem! ¡Que prueben a desafiar a los piratas en su propia madriguera! El Tigre los destruirá y beberá su sangre. Dime, ¿qué dicen de mí?

      —Que ya es hora de concluir con un pirata tan atrevido.

      —¿Me odian mucho?

      —Tanto que perderían todos sus barcos con tal de poder ahorcarte. Hermanito mío, hace muchos años que vienes cometiendo fechorías. Todas las costas tienen recuerdos de tus correrías; todas sus aldeas han sido saqueadas por ti; todos los fuertes tienen señales de tus balas, y el fondo del mar está erizado de barcos que has echado a pique.

      —Es verdad, pero ¿de quién ha sido la culpa? ¿Es que los hombres de raza blanca han sido menos inexorables conmigo? ¿No me destronaron con el pretexto de que me hacía poderoso y temible? ¿No asesinaron a mi madre, a mis hermanos y a mis hermanas? ¿Qué daño les había causado yo? ¡Los blancos no tenían queja alguna contra mí! ¡Ahora los odio, sean españoles, holandeses, ingleses o portugueses, tus compatriotas, y me vengaré de ellos de un modo terrible! Así lo juré sobre los cadáveres de mi familia y mantendré mi juramento. Sí, he sido despiadado con mis enemigos. Sin embargo, alguna voz se levantará para decir que también he sido generoso.

      —No una, sino cientos; con los débiles has sido quizás demasiado generoso —dijo Yáñez—. Lo dirán las mujeres que han caído en tu poder y a quienes, a riesgo de que echaran a pique tu barco, llevaste a los puertos de los hombres blancos. Lo dirán las débiles tribus que defendiste contra los fuertes; los pobres marineros náufragos a quienes salvaste de las olas y colmaste de regalos, y miles de otros que no olvidarán nunca tus beneficios, Sandokán. Pero, ¿qué quieres decir con todo esto?

      El Tigre de la Malasia no contestó. Se paseaba con los brazos cruzados y la cabeza inclinada. ¿Qué pensaba? El portugués Yáñez no podía adivinarlo, a pesar de conocerlo hacía muchos años.

      Ante el silencio de su amigo, Yáñez se dirigió hacia una puerta escondida tras una tapicería.

      —Buenas noches, hermanito —dijo.

      Al oír estas palabras, Sandokán se estremeció y detuvo con un gesto al portugués.

      —Quiero ir a Labuán, Yáñez.

      —¡A Labuán, tú!

      —¿Por qué te sorprendes?

      —Porque es una locura ir a la madriguera de tus enemigos más encarnizados. ¡No tientes a la fortuna! Los ingleses no esperan otra cosa que tu muerte para arrojarse sobre tus tigrecitos y destruirlos.

      —¡Pero antes encontrarán al Tigre! —exclamó Sandokán, temblando de ira.

      —Sí, pero nuevos enemigos se arrojarán contra ti. Caerán muchos leones ingleses, pero también morirá el Tigre.

      Sandokán dio un salto hacia adelante con los labios contraídos por el furor y los ojos inflamados, pero todo fue un relámpago. Se sentó ante la mesa, bebió de un sorbo un vaso colmado de licor, y dijo con voz perfectamente tranquila:

      —Tienes razón, Yáñez. Sin embargo, mañana iré a Labuán. Una voz me dice que he de ver a la muchacha de los cabellos de oro. Y ahora, ¡a dormir, hermanito!

      R

      A la mañana siguiente, y antes que saliera el sol, Sandokán se alejó de la vivienda dispuesto a realizar el atrevido proyecto que imaginara.

      Iba vestido con traje de guerra; calzaba altas botas de cuero rojo; llevaba una magnífica casaca de terciopelo, también rojo, y anchos pantalones de seda azul. En bandolera portaba una carabina india de cañón largo; a la cintura, una pesada cimitarra con la empuñadura de oro macizo, y atravesado en la franja, un kriss, puñal de hoja ondulada y envenenada, arma favorita de los pueblos malayos. Se detuvo un momento en el borde de la alta roca, recorrió con su mirada de águila la superficie del mar, y la detuvo en dirección del Oriente.

      —¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez.

      —Todo está dispuesto —dijo éste—. Mandé preparar los dos mejores barcos de nuestra flota.

      —¿Y los hombres?

      —En la playa están con sus respectivos jefes. No tendrás más que escoger los mejores.

      —¡Gracias, Yáñez!

      —No me des las gracias; quizá haya preparado tu ruina.

      —No temas, seré prudente. Apenas haya visto a esa muchacha regresaré.

      —¡Condenada mujer! ¡De buena gana estrangularía al que te habló de ella!

      Llegaron al extremo de la rada, donde flotaban unos quince veleros de los llamados paraos. Trescientos hombres esperaban su voz para lanzarse a las naves como una legión de demonios y esparcir el terror por los mares de la Malasia.

      Había malayos de estatura más bien baja, vigorosos y ágiles como monos, famosos por su ferocidad; otros de color más oscuro, conocidos por su pasión por la carne humana; dayakos de alta estatura y bellas facciones; siameses, cochinchinos, indios, javaneses y negritos de enormes cabezas y facciones repulsivas.

      Sandokán echó una mirada de complacencia a sus tigrecitos, como él los llamaba, y dijo:

      —¡Patán, adelante!

      Se adelantó un malayo vestido con un simple sayo y adornado con algunas plumas.

      —¿Cuántos hombres tiene tu banda?

      —Cincuenta.

      —¿Son buenos?

      —Todos tienen sed de sangre, Tigre de la Malasia.

      —Embárcalos


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