Obras de Emilio Salgari. Emilio Salgari

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Obras de Emilio Salgari - Emilio Salgari


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segaban brazos y hundían cráneos. Durante algunos minutos hicieron temblar a sus enemigos, pero acuchillados por la espalda, alcanzados por las bayonetas, sucumbieron por fin uno tras otro. En la mitad del puente, Sandokán cayó herido en pleno pecho por un disparo de fusil. Cuatro piratas sobrevivientes se arrojaron delante suyo, y lo cubrieron con sus cuerpos, pero fueron muertos por una terrible descarga de fusilería. No así el Tigre.

      Aquel hombre increíble, a pesar de su herida que manaba sangre, dio un salto, llegó a la borda, derribó con el puño de la cimitarra a un gaviero que intentaba detenerlo y se lanzó de cabeza al mar, desapareciendo bajo las negras aguas.

      Un hombre de tal naturaleza, dotado de una fuerza tan prodigiosa, de una energía tan extraordinaria y de un valor tan grande, no podía morir.

      Mientras el vapor seguía su carrera, el pirata, por medio de un vigoroso empuje de los talones, volvía a la superficie y se alejaba mar adentro para que no lo alcanzara el espolón del barco enemigo o alguna bala de carabina.

      Conteniendo los gemidos que le arrancaba el dolor de su herida, refrenando la rabia que lo devoraba, esperó el oportuno instante para ganar las costas de la isla.

      El crucero avanzó hacia el sitio donde se había tirado el pirata, con la esperanza de destrozarlo con las ruedas. Los marineros dirigían a todas partes las luces de sus faroles. Convencidos de la inutilidad de sus pesquisas, se alejaron por fin en dirección de Labuán. Entonces el Tigre dio un grito de furor.

      —¡Ya vendrá el día en que les haré sentir lo terrible de mi venganza!

      Se puso la faja en la herida para contener la hemorragia, que podía producirle la muerte y, juntando todas sus fuerzas, comenzó a nadar en busca de la costa de la isla.

      Nadó durante algún tiempo; se detenía de cuando en cuando para poder respirar y se fue sacando la ropa que le dificultaba los movimientos. Sentía que se le acababan las fuerzas. Se le contraían los músculos, la respiración se le hacía más difícil y, para colmo de su desgracia, la herida continuaba sangrando y le producía agudísimos dolores al contacto con el agua salada.

      Flotó un rato para recobrar el aliento. De pronto sintió que tropezaba con algo. ¿Sería un tiburón? A pesar de su valor, sintió que los cabellos se le erizaban.

      Alargó instintivamente una mano y tocó un objeto duro. Era un pedazo de madera perteneciente a la cubierta del parao, y a ella estaban adheridos todavía un penol y unas cuerdas.

      —¡Ya era tiempo! —murmuró Sandokán—. ¡Ya se me agotaban las fuerzas!

      Se subió fatigosamente al fragmento de su pobre barco y puso al descubierto su herida de la cual brotaba todavía un hilo de sangre.

      Durante otra hora aquel hombre que no quería morir ni darse por vencido luchó con las olas que poco a poco iban sumergiendo el madero, pero sus fuerzas menguaban de manera considerable.

      Comenzaba a alborear cuando un golpe violento lo sacó de su amodorramiento.

      Se levantó con gran trabajo sobre los brazos. Parecía que rodaba sobre fondos bajos. Como a través de una niebla sangrienta descubrió una costa a muy breve distancia.

      —¡Labuán! —murmuró—. ¿Llegaré allí, a la tierra de mis enemigos?

      Reuniendo sus fuerzas abandonó aquella tabla que lo había salvado de una muerte segura, y se dirigió hacia la costa. Avanzó vacilante a través de los bancos de arena y, después de luchar contra las últimas oleadas de la resaca, llegó a la escollera y se dejó caer pesadamente en el suelo.

      Aun cuando se sentía extenuado por la larga lucha y por la gran cantidad de sangre perdida, destapó su herida y la observó. Había recibido un balazo bajo la quinta costilla del costado derecho. Quizás no fuera grave, pero podía llegar a serlo si no se curaba pronto.

      A pocos pasos oyó el murmullo de un arroyo. A él se dirigió como pudo y lavó su herida cuidadosamente y la oprimió hasta hacer brotar unas gotas de sangre. Después la cerró y la ligó con una tira de su camisa.

      —¡Sanaré! —murmuró con tanta energía como si fuera el amo de su propia existencia.

      Bebió algunos sorbos de agua para calmar la fiebre que comenzaba a invadirlo y se arrastró hasta debajo de un gigantesco árbol, una areca que le ofrecía sombra fresca. Durmió largo rato y despertó con una sed abrasadora.

      Apoyándose en el tronco de la areca, se puso de pie.

      —¿Quién habría de decir —exclamó, apretando los dientes— que un día el leopardo de Labuán vencería a los tigres de Mompracem? ¿Que yo, el invencible Tigre de la Malasia, llegaría aquí derrotado y herido? ¡La venganza! ¡Todos mis paraos, mi isla, mis hombres, mis tesoros, por destruir a esos hombres blancos que me disputan este mar! ¿Qué me importa que hoy se ensoberbezca el leopardo inglés con su victoria? ¡Ya temblarán todos los ingleses de esta isla, porque verán mi sangrienta bandera a la luz de los incendios! Paciencia por ahora, Sandokán. Sanaré y volveré a Mompracem aunque tenga que construir una balsa a golpes de kriss.

      Varias horas estuvo tendido bajo la areca, mirando sombrío las olas que iban a morir casi a sus pies. Sus ojos parecían buscar bajo las aguas los cascos deshechos de sus barcos o los cadáveres de sus desgraciados marineros.

      Las sombras cayeron sobre el bosque. Presa de un repentino ataque de delirio, se levantó, echó a correr como un loco y se internó en la selva.

      Un miedo extraño lo acometió. Le parecía oír ladridos de perros, gritos de hombres, rugidos de fieras. Tal vez se creyó descubierto. Muy pronto su carrera se hizo vertiginosa. Completamente fuera de sí, corría como caballo desbocado, se lanzaba en medio de la maleza, saltaba sobre los troncos caídos y agitaba furioso el kriss.

      Corrió por diez o quince minutos, despertando con sus gritos los ecos de los bosques tenebrosos, pero al cabo se detuvo anhelante y medio muerto. Cayó, rodando por el suelo. Por todas partes veía enemigos. Presa de un espantoso delirio, Sandokán caía y se levantaba, y volvía a caer.

      Durante algún tiempo siguió corriendo, gritando y amenazando.

      —¡Sangre, denme sangre para apagar la sed! ¡Yo soy el Tigre del mar malayo!

      Ya fuera del bosque, se lanzó a través de una pradera, al extremo de la cual le pareció ver confusamente una empalizada. Se detuvo y cayó de rodillas. Estaba exhausto. Quiso volver a levantarse pero un velo de sangre le cubrió los ojos y se desplomó.

      R

      Cuando volvió en sí, vio con gran sorpresa que no estaba en la pradera que atravesara durante la noche, sino en una habitación espaciosa, empapelada con papel floreado, y tendido en un lecho cómodo y blandísimo.

      Al principio creyó que soñaba, y se restregó varias veces los ojos como para despertarse. Pero pronto se convenció de que era realidad. Miró en derredor; no había nadie.

      Entonces observó minuciosamente la habitación. Era amplia, elegante, y la alumbraban dos grandes ventanas, a través de las cuales se veían árboles muy altos. En un rincón vio un piano, sobre el cual había esparcidos papeles de música; en otro, un caballete con un cuadro que representaba una marina; en medio, una mesa con un tapete bordado; cerca de la cama, su fiel kriss, y al lado un libro medio abierto, con una flor disecada entre las páginas.

      Escuchó a gran distancia los acordes de una mandolina.

      —¿Dónde estaré? —se preguntó—. ¿En casa de amigos o de enemigos? ¿Quién me ha curado la herida? Empujado por una curiosidad irresistible alargó la mano y cogió el libro. En la cubierta había un nombre impreso en letras de oro.

      —¡Mariana! —exclamó leyendo—. ¿Qué querrá


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