Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán
Читать онлайн книгу.mucho...—ceceó rápidamente Gonzalvo, que solía al pronunciar comerse dos o tres letras de cada palabra, repitiendo en cambio la palabra misma dos o tres veces, lo que hacía galimatías peregrino, sobre todo cuando hablaba colérico, barajando o suprimiendo vocablos enteros:
—Mucho, mucho—prosiguió—. En todas partes, hombre, en todas partes, me lo encontraba en Madrid.... Fue una temporada del, ¿cómo se llama?, del Veloz Club, del Veloz Club, y estaba abonado con nosotros, con los muchachos, a ése, vamos... a Apolo, a Apolo.
—Me felicito—exclamó Artegui sin menguar un ápice en seriedad—. Pues, señora—siguió volviéndose a Lucía—, ya tiene usted aquí lo que tanto le hubiera convenido encontrar dos días hace: un amigo de su esposo, que con harta más razón, motivo y derecho que yo, puede servirla de rodrigón hasta que el señor Miranda aparezca.
A esta inesperada salida, Gonzalvo sonrió inclinándose cortésmente, como hombre de mundo acostumbrado a todo género de situaciones; pero Lucía, con el rostro atónito, encendido aún, se echó atrás, en ademán de rehusar la nueva escolta que se le brindaba.
Interrumpió la escena muda el camarero, entrando y presentando a Artegui en una bandejilla un sobre azul, que encerraba un telegrama. No era dable en Artegui palidecer, y, sin embargo, visiblemente se tornaron aún más descoloridos sus pómulos al leer, roto el sobre, lo que el parte decía. Nubláronse sus ojos, y por instinto buscó el apoyo de la chimenea, en cuya tableta de mármol se recostó. A este punto, Lucía, vuelta ya de su asombro primero, se lanzaba a él, y poniéndole las dos manos en los brazos, le suplicaba ansiosamente:
—Don Ignacio, Don Ignacio... no me deje usted así.... Para lo que falta ya.... ¿qué trabajo le cuesta a usted quedarse? Yo no conozco a este señor... en mi vida le he visto....
Artegui oía maquinalmente, como oyen los catalépticos. Al fin se desató su lengua. Miró a Lucía sorprendido, cual si la viese por primera vez, y con voz debilitada pronunció:
—Me voy a París ahora mismo.... Mi madre se muere.
Sintió ella en el cráneo otro golpe de maza, y quedose sin voz, sin aliento, sin pulsos. Cuando pudo exclamar:
—Pero... su madre de usted.... ¡Dios mío, qué desgracia tan grande!—estaba Artegui ya en la puerta, sin oír las ceceosas ofertas de servicio que le prodigaba Gonzalvo.
—¡Don Ignacio!—gritó la niña al ver poner la mano en el pestillo.
Cual si a aquella voz vibrante se despertase la memoria del desdichado hijo, volvió pies atrás, fue derecho a Lucía, y sin pronunciar palabra cogiole las dos manos, y las prensó entre las suyas, con enérgico y mudo apretón. Así se estuvieron breves segundos sin acertar a decirse una frase de despedida. Lucía quiso hablar; pero parecíale que un dogal muy suave, de seda, se ceñía a su garganta, estrangulándola cada vez más. De improviso la soltó Artegui; ella respiró, adosándose a la pared, aturdida.... Cuando miró en torno, no estaba en la habitación sino Gonzalvo, que leía entre dientes el telegrama, olvidado por su dueño sobre la mesa.
—Pues es verdad, pues es verdad.... Y está en castellano, murmuraba: «La señora bastante grave. Desea venga señorito.... Engracia.» ¿Quién será esta Engracia, esta Engracia?¡Ah! ya sé: el ama de cría de Artegui... el ama, de fijo. ¡Hombre, hombre! pues no sé si cogerá el expreso, el expreso (esta palabra en labios de Gonzalvo sonaba así: epés ). Las dos y media... hace poco llegó el de España... aún tiene tiempo.
Guardó otra vez el lindo reloj esqueleto con cifras grabadas en ambos cristales, y volviendo los ojuelos a Lucía, añadió:
—Lo siento por usted; por usted, señora; ahora soy yo su escolta.... Lo mejor es que se venga usted conmigo; aquí tengo a mi hermana, a mi hermana, y las pondré a ustedes juntas.... No está.... No está bien una señora así, sola en una fonda....
Gonzalvo tendió el brazo, y Lucía, pasivamente, iba a apoyarse en él; pero se abrió de nuevo la puerta, y el camarero, con actitud teatral, anunció:
— Monsieur de Miranda.
Era, en efecto, el asendereado novio, cojeando de la pierna derecha, pudiendo apenas sentar el pie, porque los agudos dolores de la luxación, consecuencia ingrata del salto a la vía, se renovaban al apoyar la planta en el suelo. Perdida así la gallardía del andar, los cuarenta y pico se asomaban implacables a todas las líneas del rostro: la triste raya de tinta de los bigotes resaltaba sobre la marchita tez; el párpado caído, hundidas las sienes y desaliñado el cabello, parecía el ex buen mozo una de esas desmanteladas torres, bellas a la luz crepuscular, pero que a mediodía todas se vuelven grietas, ortigas, zarzales y lagartos. Y como Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle los buenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno y sempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando la risa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentable caricatura del esposo que llega.
—VIII—
Pocos días en Bayona bastaron para que Miranda se aliviase notablemente de la dolorosa luxación, y a que Pilar Gonzalvo y Lucía se conociesen y tratasen con cierta confianza. Pilar hacía rumbo, como Miranda, a Vichy; sólo que mientras Miranda quería que las aguas enseñasen a su hígado a elaborar el azúcar en justas y debidas proporciones para no dañar a la economía, la madrileñita iba a las saludables termas en demanda de partículas férreas que coloreasen su sangre y devolviesen el brillo a sus apagados ojos. Hambrienta como toda persona débil, como todo organismo pobre, de excitaciones, novedades y acontecimientos, divirtiole en extremo la relación nueva de Lucía, y las raras peripecias de su viaje, y el registro de sus galas de novia, que visitó sin perdonar una, examinando los encajes de cada chambra, los volantes de cada traje, las iniciales de cada pañuelo. Además, la simplicidad franca de la leonesa le brindaba campo virgen e inculto donde plantar todas las flores exóticas de la moda, todas las plantas ponzoñosas de la maledicencia elegante. Tenía Pilar, de edad entonces de veintitrés años, la malicia precoz que distingue a las señoritas que, con un pie en la aristocracia por sus relaciones y otro en la clase media por sus antecedentes, conocen todos los lados de la sociedad, y así averiguan quién da citas a los duques, como quién se cartea con la vecina del tercero. Pilar Gonzalvo era tolerada en las casas distinguidas de Madrid; ser tolerado es un matiz del trato social, y otro matiz ser admitido, como su hermano lo era: más allá del tolerar y del admitir queda aún otro matiz supremo, el festejar; pocos gozan del privilegio de que los festejen, reservado a las eminencias, que no se prodigan y se dejan ver únicamente de año en año, a los banqueros y magnates opulentos, que dan bailes, fiestas y misas del gallo con cena después, a las hermosuras durante un breve y deslumbrador período de plena florescencia, a los políticos que están en puerta como los naipes. Personas hay admitidas, que un día, de repente, se hallan festejadas por cualquier motivo, por un peinado nuevo, por un caballo que ganó en las carreras, por un escándalo que las gentes susurran bajito y piensan leer en el rostro del feliz mortal. De estos éxitos efímeros Perico Gonzalvo tuvo muchos: su hermana, ninguno, a despecho de reiterados esfuerzos para obtenerlos. Ni logró siquiera subir de tolerada a admitida. El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres. Siempre sintió Pilar la valla invisible que se elevaba entre ella y aquellas hijas de grandes de España, cuyos hermanos tan familiar e íntimamente frisaban con Perico. De aquí nació un rencor sordo, unido a no poca admiración y envidia, y se engendró la lenta irritación nerviosa que dio al traste con la salud de la madrileña. El paroxismo de un deseo no saciado, las ansias de la vanidad mal satisfecha, alteraron su temperamento, ya no muy sano y equilibrado antes. Tenía, como su hermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchas pecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio el cabello, que peinaba con arte. A la sazón, sus orejas parecían de cera, sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillez de la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y sus encías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a los ralos dientes. La primavera se había presentado para ella bajo malísimos auspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, de los cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas las noches,