Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán

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Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa - Emilia Pardo Bazán


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trágico: «¿dónde anda tu solícito acompañante?» Estaba el hombre celestial.

      —¿Ves? Pues tiene celos el marido. Lo decía yo.... Si tú eres un inocentón.

      —¡Hija, hija, hija! ¡Cualquiera me la pega a mí, a mí, en esas cuestiones! Te digo, te digo, que no tenían nada Artegui y Lucía, y Lucía....

      Ahora mismo apuesto cuatro onzas, cuatro onzas....

      —Pues yo—recalcó Pilar con su insistencia de enfermo lúcido—, aseguro que lo que es ella... ella... a él no le he visto, que si le viese, sabría.... Pero ella... cada suspiro le oí... y esos no son por Miranda. Está a veces tan pensativa.. aunque otras se alegra y ríe, y es una chiquilla....

      —¡Bah, bah, bah! no digo yo que a ella, allá en sus adentros, sus adentros... pero tú no entiendes de esto... yo te afirmo que lo que es tener, no han tenido nada, nada... si sabré yo....

      —Y yo también...—afirmó cínicamente Pilar—. Bueno, los dos acertamos... no hubo nada... pero está.... ¿cómo dicen de las palomas en el tiro? Tocada en el ala.

      —¡Bah! ¡Bah!—silbó de nuevo Perico, indicando su desdén hacia todo sentimentalismo, ensueño o análoga nimiedad amorosa—. Eso no vale nada, nada... como no le esperen a Miranda peores ratos... tiene bemoles, bemoles, eso de torcerse una pata, y esperarse dos días a que la enderecen, enderecen... dejando a su novia andar por esos mundos.... Es divino, divino. Lo que le carga a él, es que se sepa, que se sepa... yo le doy cada solo....

      —No, mira, no le enfades.... Ya sabes que nos vinieron como llovidos del cielo....

      —No te ocupes, hija, no te ocupes.... Si lo cierto es que Miranda no vive, no vive sin mí, porque se aburre, se aburre, y sólo yo le quito el esplín, el esplín, el esplín, hablándole de sus conquistas.... Y está hecho una plasta.... Falta le hace beberse medio Vichy... meterse ahora en floreos, a su edad, a su edad....

      No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios. Sus sienes verdeaban, sus ojeras se teñían de matices amoratados, la bilis se infiltraba bajo la piel, y así como una casa nueva hace parecer más vetustas las que están a su lado, así la lozana juventud de Lucía acentuaba el deterioro del marido. Verificábase en Lucía la encantadora transición de niña a mujer; sus movimientos, más lentos y reposados, tenían mayor gracia; al paso que en él, la madurez se trocaba en vejez, más bien que por los años, por la ruina de la organización. Mostrábase Lucía con él tanto más afectuosa, cuanto más le veía roído por los achaques, y cuanto más notaba en su rostro las huellas del padecimiento cruel. No la arredraban ciertos despegos, ciertas durezas inexplicables de Miranda; servíale piadosa y filialmente, hablábale con dulzura, hacíale ella misma los remedios y le vendaba el pie lastimado, con la devoción con que vestiría a una santa imagen. Era feliz y hasta se conmovía, cuando él hallaba bien colocado el apósito. Al fin Miranda pudo andar sin riesgo. Las lujaciones duran poco, aunque en la edad de Miranda sean más tenaces. Diéronle de alta, y todos se dispusieron a tomar la ruta de Vichy. La estación adelantaba: estaban casi a mediados de Septiembre, y esperar más era exponerse a las persistentes lluvias de aquel clima. Por encargo de Miranda el ama del hotel escribió a la villa termal, encargando hospedaje. Con verbosidad enteramente francesa convenció a Miranda y a Perico de que debían alojarse en un chalet , por evitar a las damas la enojosa promiscuidad de la mesa redonda de hotel, y para que se encontrasen como en su propia casa. Repartido entre las dos familias, no sería exorbitante el coste y las ventajas muchas. Conviniéronse en ello, y Miranda hubo de pedir la cuenta del gasto hecho en el hotel, que le trajeron escrita en casi indescifrables garrapatos. Cuando logró entenderlos llamó al ama.

      —Aquí—dijo apoyando el dedo sobre las patas de mosca—hay un error; se equivoca usted en contra suya. A la señora le pone usted los mismos días de estancia que a mí, y en realidad tiene dos más.

      —Dos más... contestó el ama reflexionando.

      —Sí, señora; ¿no llegó dos días antes?

      —¡Ah! tiene el señor razón... pero es que Monsieur Artegui, los dejó pagados.

      Lucía, que a la sazón doblaba algunas prendas de ropa para colocarlas en su baúl, volvió repentinamente la cabeza, como ave al reclamo. Sus mejillas estaban encendidas.

      —¡Pagados!—repitió Miranda, en cuya pupila mortecina y térrea se encendió breve chispa—. ¡Pagados! ¿Y con qué derecho, señora? Quisiera saberlo.

      —Señor, eso no me concierne... ( ce n'est pas mon affaire )—exclamó la fondista, acudiendo, para mejor explicarse, a su idioma natal—. Yo recibo viajeros, ¿no es eso? Viene una dama con un caballero, ¿no es eso? Me paga la estancia de esa dama al marcharse, y yo no le pregunto si tiene o no derecho para pagar, ¿no es eso? Él paga, y basta ( voilá tout ).

      —Pues—pronunció Miranda, alzando la voz—lo de la señora lo pago yo, y nada más; y usted me hará merced de girar una letra a... ese señor, devolviéndole lo cobrado.

      —El señor será bastante amable de dispensarme...—protestó la fondista, despedazando sin compasión, en su aturdimiento, la sintaxis castellana—. Yo me rehúso a lo que el señor propone, yo soy verdaderamente desolada, pero esto, no se hace, esto no se hizo jamás en nuestras casas.... Sería una falta, una grave falta, Monsieur Artegui tendría razón de quejarse.... Yo demando bien perdón al señor....

      —Váyase usted al demonio—contestó en castizo castellano Miranda, volviendo las espaldas a su interlocutora, y olvidando, como solía, sus postizas finuras de salón ante la herida de su amor propio.

      Lucía aun vendó aquella noche el pie, casi sano ya, de Miranda. Hízolo con el tino y delicadeza que acostumbraba; pero al apoyar en su rodilla la planta de su marido para mejor poder colocar la compresa y ceñir las tiras de goma elástica a la articulación, no sonreía como las demás veces. Silenciosa llenó el caritativo deber, y al levantarse del suelo, exhaló leve suspiro, como el que desahoga, cumplida alguna tarea de que cuerpo y espíritu por igual recibieron cansancio.

      —IX—

      El chalet alquilado en Vichy por las dos familias, Miranda y Gonzalvo, llevaba el poético letrero de Chalet de las Rosas . A fin de justificar el nombre, sin duda, corrían por todos sus calados balaústres airosos festones de rosal enredadera, al extremo de cuyas ramas oscilaban las cabecitas lánguidas de las últimas rosas de la estación. Habíalas color barquillo bajo, realzadas por la nota de fuego de las bengalas, y las rosas enanas, de matiz de carne, parecían rostros microscópicos, que miraban curiosos a las vidrieras del chalet . En el jardinete, ante el peristilo, era una gentil confusión de rosas de todos los tonos y tamaños. Las Maimaison descollaban rosadas y turgentes, como un hermoso seno; las té se deshacían, dejando pender sus desmayados pétalos; las de Alejandría, erguidas y elegantes, vertían su copa de esencia embriagadora; las musgosas reían irónicas con sus labios de carmín, al través de una barba tupida y verde; las albas desafiaban a la nieve con su fría y cándida belleza, con su rigidez púdica de flores de batista. Y entre sus lindas hermanas, la exótica viridiflora ocultaba sus capullos glaucos, como avergonzándose del extraño color alagartado de sus flores de su fealdad de planta rara, interesante tan sólo para el botánico.

      Tenía el chalet los dos pisos de rigor; el entresuelo repartido en comedor, cocina, salita y un angosto recibimiento; el principal dedicado a dormitorios y cuartos de aseo. A la altura del principal corría una balconada, calada como finísimo encaje, que se repetía en el entresuelo, cubierta casi por las enredaderas. Delgada verja de hierro aislaba el chalet por la parte que daba a la vía pública, avenida plantada de árboles; por donde confinaba con otras casas y jardines, hacían el mismo oficio unas breves tapias. A la entrada de la verja, sobre sendas columnas de mármol gris, dos niños de bronce alzaban sus bracitos gordezuelos para sostener una bomba de cristal mate, que protegía un mechero de gas. Comprendíase a primera vista que el chalet , con sus delgadas paredes de madera, mal


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