Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
Читать онлайн книгу.empezaban a difuminarse–. Que hice lo que tú nunca tuviste el valor de hacer.
–¿Qué hiciste, mamá?
–Un padre debería mantener a su hija…
Un millón de ideas se le amontonaron en la cabeza. Ella sabía, mejor que nadie, que lo que decía su madre era verdad… y había intentado conseguir su respaldo, había intentado hablarle de su hija hacía diecinueve meses, cuando ella, como todo el mundo, supo que era inocente. Había llamado a su oficina y había recibido una respuesta que le había demostrado que ese hombre con el que había pasado una noche desaforada, al que había entregado tanto de sí misma, había sido un producto de su calenturienta imaginación.
–¿Mamá…?
–Al menos, elegiste a uno con dinero… que estaba dispuesto a pagar cincuenta mil euros a cambio de nuestro silencio.
Anna sintió una náusea.
–Dios, mamá…
La bofetada llegó sin que se la esperara. Le giró la cabeza y el zumbido de los oídos superó un instante al asombro.
–Ni se te ocurra tomar su nombre en vano, Anna Moore.
Años y años de soledad, rabia y frustración se revolvieron dentro de Anna. Miró a su madre a los ojos y vio que la indignación justiciera dejaba paso al remordimiento y la desdicha.
–Anna, yo…
–Basta.
–Anna…
–No.
Anna levantó una mano. Sabía lo que iba a decir su madre, ya conocía el círculo de súplicas, disculpas y justificaciones, pero no podía permitirlo esa vez.
¿De verdad había pagado Dimitri para rechazar a su hija? Sintió un dolor infinito en el corazón, mucho mayor que el que sentía en la mejilla.
Se frotó el pecho con la palma de una mano como si así pudiera aliviar ese dolor que sabía que sentiría durante días… o, quizá, durante años. Eso era precisamente lo que había querido evitar a su hija, el dolor del rechazo, la sensación de que no la querían. No iba a permitir que su hija sufriera eso. Sencillamente, no iba a permitirlo.
Miró a su madre, que estaba encogida, y le pareció más pequeña todavía. Oyó el llanto de costumbre que llegaba de su tembloroso cuerpo.
Eamon asomó la cabeza por la entrada al cuarto. Sus ojos reflejaban lástima y ella lo odió por eso, odiaba a ese maldito pueblo.
–Me ocuparé de que pase bien la noche.
–Sí, hazlo.
Anna salió del pub con la cabeza alta. No iba a dejar que la vieran llorar, no lo había hecho nunca. Tampoco notó que había dejado de llover mientras volvía al pequeño negocio familiar que había conseguido mantener, a duras penas, durante esos años. Solo podía pensar en su hija, en Amalia, en sus preciosos ojos marrones y en su pelo rizado. Los sonidos de sus risas, de sus llantos y de los primeros gritos que dio en este mundo le retumbaron en la cabeza. También pensó en aquel momento milagroso, cuando la dejaron por primera vez en sus brazos y Amalia abrió los ojos, cuando ella sintió un amor puro e incondicional. Haría cualquier cosa, cualquiera, por su hija.
El día que se enteró de que estaba embarazada fue el mismo día que el juez de Estados Unidos dictó sentencia. Casi había oído el sonido del mazo como si hubiera golpeado en su propio corazón. No había querido creer que era culpable de las acusaciones que se habían presentado contra él, del fraude de millones de dólares a los clientes estadounidenses del banco Kyriakou. Sin embargo, ¿qué había sabido de él en aquel momento? Que era un hombre al que le gustaba el whisky, que le había dado el mayor de los placeres imaginables y que se había marchado al día siguiente sin decirle una palabra.
Como le había espantado la idea de que su hija llevara el estigma de un padre así, había decidido no revelar su identidad. Sin embargo, cuando se enteró de su inocencia e intentó ponerse en contacto con él, solo le dijeron que era una más de las muchas mujeres que reclamaban lo mismo. Casi gruñó al acordarse. Su hija no era una reclamación. Amalia tenía ocho meses y ella se había prometido que, a partir de ese momento, sería el padre y la madre de su hija, se había prometido que Amalia sería feliz, se sentiría segura y, sobre todo, sabría que la querían. Quería darle a su hija lo que no había tenido ella de pequeña, cuando su padre había abandonado a su madre embarazada.
Mientras subía por el sendero, vio un minibús parado delante de la casa de huéspedes. Los tres clientes que se habían registrado esa mañana estaban guardando las maletas en el portaequipajes.
El señor Carter y su esposa fueron los primeros en verla.
–Esto es inaceptable y lo contaré en mi crítica…
–¿Qué ha pasado? –preguntó ella interrumpiendo la perorata del señor Carter.
–Hicimos la reserva de buena fe, señorita Moore, y lo único que tiene de bueno es que vamos a ir a un hotel mejor en el pueblo, pero que nos echen sin darnos una explicación a las diez y media… No está bien, señorita Moore, no está bien.
Sus clientes desaparecieron en el autobús antes de que ella pudiera decir algo y tuvo que apartarse de un salto cuando empezó a retroceder. Solo quedó un hombre delante de la puerta de su casa.
Dimitri Kyriakou parecía tan furioso como lo estaba ella.
Dimitri había estado yendo de un lado a otro de la barra donde conoció a Mary Moore. Una empleada de Mary tenía a su hija en brazos y lo miraba como si fuera el diablo.
Pudo oír, desde dentro, la airada conversación de uno de los clientes. Ella había vuelto.
Salió de la barra, recorrió el pasillo con cuatro zancadas y salió justo cuando el autobús se marchaba.
Había permitido que la rabia lo llevara hasta allí, pero se paró en seco cuando vio a la mujer que había estado a punto de conseguir separarlo de su hija.
Los mechones del pelo oscuro se le arremolinaban alrededor de la cara y vio que sus ojos verdes tenían un brillo de algo que podía reconocer. Furia era decir muy poco para describir la tormenta que estaba formándose entre ellos. Estaba…. increíble y la odiaba por eso. Estaba mejor que en cualquiera de los sueños que había tenido en la cárcel. Sin embargo, eso era lo que hacía el diablo, se presentaba como la mayor de las tentaciones y te arrancaba el alma.
–¿Qué haces aquí y qué les has hecho a mis huéspedes? –le preguntó ella.
No se había imaginado que llegaría a oír esa rabia que había brotado de sus labios, pero se alegró porque era la misma rabia que sentía él.
–Tenemos que hablar y estaban en medio. Me he librado de ellos.
El dinero era algo increíble. Había sido su salvación y su destrucción, pero esa vez iba a emplearlo para conseguir lo que quería… lo que necesitaba.
La mujer que llevaba a su hija apareció en el pasillo y se puso detrás de él, captando la atención de Mary. Entonces, la madre de su hija hizo que él tuviera que apartase para pasar ella y tomarla en brazos.
Era una escena impresionante. Mary tenía la cabeza apoyada en el cuello de su hija. Él había querido abrazar a su hija en cuanto la vio, pero la mujer que había contratado Mary bramó que no dejaría que la tomara un desconocido. ¿Así se estrenaba como padre? ¿Impidiéndole que abrazara a su propia hija? La rabia le oprimió el pecho.
–Gracias, Siobhan. Ya puedes marcharte.
–¿Estás segura? –preguntó la chica mirándolo con recelo.
La mujer que sostenía en brazos a su hija asintió con la cabeza y la joven paso a su lado farfullando algo en voz baja. Dimitri miró a Mary a los ojos. Si las miradas pudieran matar…
Él ocupaba toda la puerta y parecía