Reclamada por el griego. Pippa Roscoe
Читать онлайн книгу.es lo de menos. Tienes que hacer el equipaje. Recoge tus cosas, nos marchamos.
La orden le sonó ridícula hasta a él mismo, pero no pudo evitarlo. Los recuerdos de su infancia se abrían paso dentro de él y lo desquiciaban.
–No voy a ninguna parte y llamaré a la policía de verdad si intentas obligarme. Evidentemente, no sabes nada de lo que es ser padre si te parece normal hacerle eso a una niña tan pequeña a las diez y media.
–¿Y de quién es la culpa? –gritó él.
Se arrepintió inmediatamente de haber perdido el dominio de sí mismo. Nada había salido como había querido y le afectaba mucho que ella tuviera cierta razón con la última acusación.
David se movió en el pasillo y captó su atención.
–Yo recomendaría que durmiéramos un poco. Está claro que ha habido una serie de malentendidos y que necesitamos tiempo para reflexionar sobre la información nueva que tenemos todos. Dimitri, deberíamos irnos a Dublín y volver mañana por la mañana.
–No voy a dejar a mi hija –replicó Dimitri con un gruñido.
–Señorita Moore, ¿puede… arreglarlo de alguna manera?
Dimitri no pudo mirarla, no quería comprobar su reacción. Había estado muy seguro cuando se había metido en eso, había estado seguro de su plan, de su información y de la situación. Sin embargo, en el preciso momento en que desveló que no era Mary, que era Anna, él supo que no mentía. Había notado que la verdad le quitaba un peso de encima. La mujer que había dado a luz a su hija no era una alcohólica ni la habían detenido. La mujer con la que se había acostado y con la que se había pasado años soñando… Toda una serie de imágenes borrosas empezaron a disiparse y terminaron de aclararse cuando abrió los ojos y miró a Anna.
Anna estaba mirando y acunando a su hija entre los brazos y dejaba escapar unos ruiditos que parecían tranquilizar a la niña… a su hija. Contuvo la respiración mientras esperaba su respuesta y notó, más que oyó, el suspiro de ella.
–Lo acomodaré en una de las habitaciones que acaban de dejar vacías. No me gusta cómo ha hecho las cosas.
Le irritaba que ella estuviese dirigiéndose a David, no a él, pero tenía que ser justo. Estaba justificado después de todas las acusaciones que había hecho contra ella, y él sabía algunas cosas sobre las acusaciones falsas.
–Sin embargo –siguió ella–, tenemos que hablar y aclarar qué vamos a hacer a partir de ahora.
Dimitri siguió a David hasta el coche y le aseguró que no era tan canalla como para hacerles algo a su hija o a la madre de su hija, y menos cuando no era la mujer que había creído que era. Tomó varias bocanadas de aire frío y volvió a la pequeña casa de huéspedes. Asomó la cabeza en las habitaciones de la planta baja y se sintió como un intruso en la casa de su hija. Eso le espantó.
Oyó el tranquilizador susurro de una canción de cuna que, paradójicamente, le reavivó la rabia. ¿Cuántas noches se había quedado sin poder acostar a su hija y sin cerciorarse de que estaba bien y… era querida? Se paró en la entrada de un cuarto rosa y tenuemente iluminado por una luz nocturna.
Miró a la niña medio dormida que estaba en la cuna. Era angelical. Sabía que era un tópico, pero no se le ocurrió otra palabra para describir a su hija. Era la primera vez que la veía de verdad, que no estaba detrás del hombro de una desconocida o entre los brazos de su madre. Tenía la piel morena, como su padre y su madre, pero los ojos… eran como los de él. Sabía que Anna no lo había visto todavía, que no se había puesto rígida como había hecho cada vez que había estado a menos de dos metros de ella. Sin embargo, tampoco estaba relajada y él lamentaba profundamente que sus sentimientos de adultos pudieran interferir en el sueño de su hija.
¿Cómo se había producido todo ese embrollo? Se había quedado estupefacta por las acusaciones de Dimitri, por su presencia… por todo. Se había obligado, durante diecinueve meses, a olvidarse de cualquier esperanza de que fuera a buscarla, de que su hija no fuera a criarse con la misma sensación de rechazo que todavía sentía ella en gran medida. Esa era la cuestión, su padre no había sido alguien ausente, algo pasivo, se había marchado, había decidido abandonarlas a ella y a su madre. Sintió la adrenalina que le hervía en las venas e hizo un esfuerzo sobrehumano para no salir corriendo. En cambio, se aferró a lo que le había dicho al abogado. Tenían que encontrar una salida, sobre todo, cuando él ya sabía que tenía una hija y afirmaba que la quería. ¿Acaso no era eso lo que había soñado cuando intentó hablar con él? Jamás habría elegido criar a su hija sin la presencia de un padre… como la habían criado a ella.
Miró a su hija en la cuna y se maravilló de lo grande que estaba. Tenía veintisiete meses y se había agarrado a los barrotes de la cuna antes de tumbarse y la había mirado con sus ojazos marrones. Ella le había apartado un rizo de la frente, se había inclinado y le había susurrado algo.
–Todo va a salir bien, cariño.
Esperó hasta que oyó que su hija respiraba apaciblemente, hasta que supo que ya no podía alargarlo más, y se dio la vuelta para marcharse.
Sin embargo, Dimitri estaba en la puerta.
¿Cuántas veces se lo había imaginado allí? ¿Cuántas veces durante las noches en vela con Amalia, cuando le salían los dientes, cuando lloraba, cuando ella había estado tan agotada que no podía ni llorar? Habría dado cualquier cosa por haberlo visto allí, por haber tenido un apoyo, algo que la hubiese ayudado a aliviar el peso de ser la única que la criaba…
Sin embargo, cuando había oído cómo el abogado, aunque ya sabía que era su ayudante, se la quitaba de en medio como a otra de las muchas mujeres que le reclamaban algo a Dimitri, se dio cuenta de que no lo había conocido en absoluto. Todas las noches se había aferrado a la incredulidad sarcástica que había captado en la voz de Tsoutsakis para recordarse que había hecho bien al colgarle antes de desvelarle algo más sobre su hija o sobre sí misma.
Sin embargo, ¿qué importaba todo eso en ese momento, cuando estaba allí, delante de ella? ¿Qué importaba que no hubiese sido él, personalmente, quien había rechazado a su hija o que hubiese sido inocente de las acusaciones que lo habían llevado a la cárcel y la habían convencido de que no podía permitir que un delincuente fuese el padre de su hija?
–Ni siquiera sé cómo se llama…
Anna percibió toda una serie de sentimientos en esa frase; dolor, arrepentimiento, rabia…
–Se llama Amalia.
Por un instante, pareció como si hubiese recibido un puñetazo en el pecho. Cerró los ojos fugazmente, pero ya llevaba una máscara cuando los abrió.
–Es mía.
Fue una afirmación, no una pregunta, pero, a pesar de esa supuesta arrogancia, Anna supo que necesitaba que lo dijera ella, era como si él estuviese conteniendo el aliento.
Pensó mentirle. Todo se acabaría. Dimitri volvería a Grecia o a Estados Unidos o a donde fuera que viviera y la vida volvería a ser como siempre. Ella seguiría ocupándose de la casa de huéspedes, seguiría ocupándose del alcoholismo de su madre y seguiría ocupándose, sola, de su hija. Sin embargo, no podía. Sabía muy bien lo que era criarse sin padre en un pueblo pequeño, con el estigma de no ser deseada ni querida. Sabía las preguntas que le haría su hija porque las había hecho ella misma. «¿Dónde está papá?» «¿Papá no me quería?»
Los ojos de Dimitri se oscurecieron más todavía mientras ella le hacía esperar.
–Sí, es tu hija.
–¿Cómo? –preguntó él en tono tajante–. Tuvimos cuidado todas las veces, tuvimos cuidado…
Ella también se lo había preguntado una y otra vez durante el embarazo y tuvo que revivir, una y otra vez, aquella noche, todo lo que habían hecho, para intentar encontrar el momento exacto en el que su hija fue concebida.