Con el Che por Sudamérica. Alberto Granado

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Con el Che por Sudamérica - Alberto Granado


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que resulta ahora su amigo. Este empieza a subir la rampa por donde algunos minutos antes han sido izados los caballos de carrera. A la mitad del trayecto gira la cabeza y agita su mano derecha a guisa de saludo.

      Como respuesta al gesto, Mial da un salto y al mismo tiempo que desaparece su forzada indiferencia mueve sus brazos, y a despecho de que la distancia apague su voz, se despide a grito destemplado:

      –Chao, Fúser...; te espero, Pelao...; estudia mucho, Ernesto..., chao, chao...

      Al ruido producido por el cierre de las escotillas sigue de inmediato el estruendo de los motores. Pocos minutos después el avión pasa por sobre la cabeza de Mial, quien con naturalidad se deja caer sobre el césped que bordea el muro del aeropuerto de Maiquetía. Extrae de una maltrecha mochila un cuaderno cuidadosamente forrado en papel rojo, y recostándose en el muro lo abre y comienza a leer.

      1 Apodo: contracción de “Mi Alberto”.

      Todo empezó y se desarrolló tan rápida y ejecutivamente como llevo a cabo generalmente mis cosas.

      El tiempo ha borrado la fecha exacta, pero la escena se mantiene vívida y fresca.

      Es una soleada tarde de octubre. La parra de la querida casa paterna mostraba sus primeros pámpanos y hojas que trataban de dar sombra a la Poderosa II, la vieja moto, fiel compañera de giras por pampas y montañas. Sobre ella estaba sentado mi hermano Tomás, y rodeándolo, recostados indolentemente a la escasa sombra de un naranjo, sorbíamos el inefable mate Gregorio y yo.

      Abismado en mí mismo casi no atendía la conversación. De pronto, en exabrupto expresé en voz alta mis pensamientos:

      –No estoy satisfecho con mi estado actual. Otra vez siento la voz interior que me urge a tomar mis cosas e irme a recorrer América. Ustedes saben que los años pasados en Chañar, con mis sueños de hacer algo a favor de los leprosos, lograron aplacar mis deseos de buscar nuevos horizontes. Pero ahora, arrancado violenta y caprichosamente de ese medio que quiero y donde soy querido, y trasplantado al hospital en el cual trabajo, donde todo es frío, calculado y trillado, y donde primero se pregunta si el paciente puede pagar los análisis clínicos, y después si le hacen falta o no, siento la necesidad de horizontes más amplios.

      –Eso es muy fácil –me interrumpió Tomás–, poné a Ernesto en la grupa y hacé esto... –e imitó con la boca el ruido de la moto andando a gran velocidad.

      Quedé callado. Recibí el mate de mi hermano Gregorio, sempiterno cebador. Mientras sorbía la fragante infusión, me decía a mí mismo: “¿Y por qué no? ¿Qué mejor oportunidad que esta para hacer realidad mis planes, tantas veces pospuestos? Tengo energías y deseos, con eso me basta”.

      De estos pensamientos me arrancó el rezongar del mate ya vacío, y al tiempo que lo devolvía a Gregorio, exclamé:

      –Pues sí, señores, a fines de este año se cumple el viaje por América.

      Por la noche, durante la cena, comuniqué el plan a mis padres. Estos notaron en la firmeza de mis palabras que ya no era un proyecto más, sino algo que se iba a llevar a cabo inexorablemente, y en lugar de la amena charla que siempre era el corolario del tema, un silencio espeso y extraño siguió a mis palabras.

      Más tarde, mientras daba vueltas y más vueltas en mi cama pensaba: “¿Seré capaz de llevar a cabo mi plan? ¿No lograrán disuadirme de mis propósitos la desaprobación por ahora tácita de mis padres, parientes y amigos? ¿Compensará la satisfacción del viaje la pena que les causo con mi partida?”.

      A todo respondía que sí, que realizaría por fin mi más caro anhelo, y que la felicidad de lograrlo borraría la amargura de la separación.

      “Cuando le propuse el viaje a Ernesto, y después de cagarse en el futuro que yo le vaticinaba al lado de un profesional brillante como el doctor Pisani, pero encerra­do en un estrecho mundo del comercio médico, inició una danza guerrera dando alaridos que firmaban el pacto indisoluble del viaje. Nuestra aliada sería la Poderosa II, una motocicleta Norton de 500 centímetros cúbicos de cilindrada que había comprado algunos años antes”. (Ernesto con La Poderosa II en 1951, antes de salir de viaje).

      De pronto me asaltaba otra duda: “¿Aceptaría el Pelao acompañarme? ¿No sería otra locura hacerlo viajar cuando sólo le faltaban unas pocas asignaturas para graduarse de médico? ¿No era también improcedente alejarlo del doctor Pisani, a cuyo lado Ernesto tenía con toda seguridad un porvenir brillante?”.

      Los días que siguieron a este fueron un torbellino enloquecedor de mapas, repuestos mecánicos, adopción y abandono de decenas de rutas, etcétera. Por fin, y pese a la silenciosa oposición de mis padres y la no tan silenciosa de mis parientes que consideraban la gira como una locura, llegó el día de la partida.

      La moto parecía un enorme animal prehistórico, flanqueada por dos bolsos de lona impermeable y en la parte posterior un portaequipaje donde llevábamos desde la parrilla del churrasco hasta la tienda y catres de campaña.

      La ruta que habíamos elegido era la siguiente: iríamos a Buenos Aires, para que el Furibundo Serna se despidiera de sus padres; luego recorreríamos la zona atlántica hasta Bahía Blanca; cruzaríamos La Pampa para visitar los lagos del Sur y allí atravesaríamos la Cordillera de los Andes; una vez en Chile enfilaríamos hacia el Norte, hasta Caracas.

      Llegó el día de la partida. Una nerviosa emoción nos invadió a todos. Rodeados de una ruidosa multitud de chiquillos atraídos por el aspecto de la moto y nuestra inusual indumentaria, empezó la despedida. Luego de sacarnos algunas fotos “para la posteridad”, abracé a mis padres a quienes ahogaba la emoción, y a mis hermanos que nos miraban con un dejo de cariñosa envidia. Besé una vez más a mi madre, agradeciéndole su esfuerzo por contener las lágrimas que pugnaban por brotar de sus ojos. Sin más, arranqué la moto. Ernesto se montó en el sillín posterior, y bamboleantes por el exceso de equipaje se inició la marcha. El Pelao se volvió para saludar a los que se quedaban. El movimiento brusco hizo que yo perdiera momentáneamente el dominio de la máquina y casi nos estrellamos contra un tranvía que en esos instantes doblaba la curva de la esquina de mi casa. El grito de alarma que partió del grupo me dio la pauta del peligro corrido, y para evitar dilaciones y pese a las protestas y golpes en la espalda por parte del Pelao, aceleré la moto y sin mirar atrás me perdí en el tráfico de la calle, dejando tras de mí la inquietud cariñosa de los míos, y teniendo al frente el largo camino pleno de nuevos cielos y emociones.

      ¡Por fin conocí el mar! Y tal como quería verlo: de noche y a la luz de la luna.

      Estoy frente al inmenso Atlántico, recostado en las dunas, mirando la playa y las olas. Rememoro lo acaecido en estos días. Solo han pasado nueve días y ya lo recorrido, conocido y padecido me dan una base material para decirme a mí mismo lo maravilloso e importante que va a ser para nosotros, en nuestra formación futura, este –hasta hace poco hipotético– viaje.

      Pero volvamos al día 29. Después de evitar el choque con el tranvía, aceleré con todas mis ganas, y luego de correr vertiginosamente veinte o treinta cuadras, arrimé la moto a la acera y frené. Ernesto estaba furioso.

      –¡Mial de mierda –me dijo en cuanto pudo hablar–, me he tenido que agarrar como un pulpo para que no me dejaras tirado en la calle!


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