Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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      -Lo juro por nuestro Dios. ¿Estáis contento?

      -Bien - dijo Felton ; hasta esta noche.

      Y se precipitó fuera del cuarto, volvió a cerrar la puerta y esperó fuera, con el espontón del soldado en la mano, como si hubiera montado la guardia en su lugar.

      Una vez vuelto el soldado, Felton le devolvió el arma.

      Entonces, a través del postigo al que se había acercado, Milady vio al joven persignarse con un fervor delirante a irse por el corredor con un transporte de alegría.

      En cuanto a ella, volvió a su puesto con una sonrisa de salvaje desprecio en sus labios, y repitió blasfemando ese nombre terrible de Dios por el que había jurado sin haber aprendido nunca a conocerlo.

      -¡Mi Dios! - dijo ella-. ¡Fanático insensato! ¡Mi Dios soy yo, yo, y él quien me ayudará a vengarme!

      Capítulo 56 Quinta jornada de cautividad

      Índice

      Milady había llegado a la mitad del triunfo y el éxito obtenido redoblaba sus fuerzas.

      No era difícil vencer, como lo había hecho hasta entonces, a hombres prontos a dejarse seducir y a quienes la educación galante de la corte arrastraba pronto a la trampa; Milady era bastante hermosa para no encontrar resistencia de parte de la carne, y era bastante hábil para pasar por encima de todos los obstáculos del espíritu.

      Mas esta vez tenía que luchar contra una naturaleza salvaje, concentrada, insensible a fuerza de austeridad; la religión y la penitencia habían hecho de Felton un hombre inaccesible a las seducciones corrientes. Daba vueltas en aquella cabeza exaltada a planes tan vastos, a proyectos tan tumultuosos, que no quedaba en ella sitio para ningún amor, de capricho o de materia, ese sentimiento que se nutre de ocio y crece con la corrupción. Milady había abierto por tanto brecha, con su falsa virtud, en la opinión de un hombre horriblemente prevenido contra ella, y con su belleza en el corazón y los sentidos de un hombre casto y puro. Finalmente, se había mostrado a sí misma la medida de sus medios, desconocidos para ella misma hasta entonces, mediante esta experiencia hecha sobre el sujeto más rebelde que la naturaleza y la religión podían someter a su estudio.

      Sin embargo, durante la velada muchas veces había desesperado ella del destino y de sí misma; no invocaba a Dios, ya lo sabemos, pero tenía fe en el genio del mal, esa inmensa soberanía que reina en todos los detalles de la vida humana, y a la que, como en la fábula árabe, un grano de granada le basta para reconstruir un mundo perdido.

      Milady, bien preparada para recibir a Felton, pudo montar sus baterías para el día siguiente. Sabía que no le quedaban más que dos días, que una vez firmada la orden por Buckingham (y Buckingham la firmaría tanto más fácilmente cuanto que la orden llevaba un nombre falso, y que no podría él reconocer a la mujer de que se trataba), una vez firmada aquella orden, decíamos, el barón la haría embarcar inmediatamente, y sabía también que las mujeres condenadas a la deportación usan armas mucho menos poderosas en sus seducciones que las pretendidas mujeres virtuosas cuya belleza ilumina el sol del mundo, cuyo espíritu alaba la voz de la moda y un reflejo de aristocracia adora con sus luces encantadas. Ser una mujer condenada a una pena miserable a infamante no es impedimento para ser bella, pero es un obstáculo para volverse alguna vez poderosa. Como todas las gentes de mérito real, Milady conocía el medio que convenía a su naturaleza, a sus recursos. La pobreza le repugnaba, la abyección disminuía dos tercios de su grandeza. Milady no era reina sino entre las reinas; su dominación necesitaba el placer del orgullo satisfecho. Mandar a seres inferiores era para ella más una humillación que un placer.

      Desde luego, habría vuelto de su exilio, eso no lo dudaba ni un instante; pero ¿cuánto tiempo podría durar ese exilio? Para una naturaleza activa y ambiciosa como la de Milady, los días que uno no se ocupa en subir son días nefastos. ¡Piénsese, pues, cuál es la palabra con que deben denominarse los días que uno emplea en descender! Perder un año, dos años, tres años; es decir, una eternidad, volver cuando D’Artagnan, feliz y triunfante, hubiera recibido de la reina, junto con sus amigos, la recompensa que se habían granjeado de sobra con los servicios que habían prestado: era ésta una de esas ideas devoradoras que una mujer como Milady no podía soportar. Por lo demás, la tormenta que bramaba en ella duplicaba su fuerza, y habría hecho estallar los muros de su prisión si su cuerpo hubiera podido tomar por un solo instante las proporciones de su espíritu.

      Luego, lo que en medio de todo esto la aguijoneaba era el recuerdo del cardenal. ¿Qué debía pensar, qué debía decir de su silencio el cardenal, desconfiado, inquieto, suspicaz; el cardenal, no sólo su único apoyo, su único sostén, su único protector en el presente, sino además el principal instrumento de su fortuna y de su venganza futura? Ella lo conocía, ella sabía que a su retraso tras un viaje inútil, por más que arguyese la prisión, por más que exaltase los sufrimientos soportados, el cardenal respondería con aquella calma burlona del escéptico potente a la vez por la fuerza y por el genio: «¡No teníais que haberos dejado coger!»

      Entonces Milady reunía toda su energía, murmurando en el fondo de su pensamiento el nombre de Felton, el único destello de luz que penetraba hasta ella en el fondo del infierno en que había caído; y como una serpiente que enrolla y desenrolla sus anillos para darse ella misma cuenta de su fuerza, envolvía de antemano a Felton en los mil repliegues de su imaginación inventiva.

      Sin embargo el tiempo transcurría, las horas, unas tras otras, parecían despertar la campana al pasar, y cada golpe del badajo de bronce repercutía en el corazón de la prisionera. A las nueve, lord de Winter hizo su visita acostumbrada, miró la ventana y los barrotes, sondeó el suelo y los muros, inspeccionó la chimenea y las puertas sin que durante esta larga y minuciosa inspección ni él ni Milady pronunciasen una sola palabra.

      Indudablemente los dos comprendían que la situación se había vuelto demasiado grave para perder el tiempo en palabras inútiles y en cóleras sin efecto.

      -Vamos, vamos - dijo el barón al dejarla-, ¡esta noche todavía no escaparéis!

      A las diez vino Felton a colocar un centinela; Milady reconoció su paso. Ahora lo adivinaba ella como una amante adivina el del amado de su corazón, y, sin embargo, Milady detestaba y despreciaba a la vez a aquel débil fanático.

      No era la hora convenida, Felton no entró.

      Dos horas después, y cuando daban las doce, el centinela fue relevado.

      Esta vez sí era la hora; por eso, a partir de ese momento Milady esperó con impaciencia.

      El nuevo centinela comenzó a pasearse por el corredor.

      Al cabo de diez minutos llegó Felton.

      Milady prestó oído.

      -Escucha - dijo el joven al centinela - no te alejes de este puesto bajo ningún pretexto, porque sabes que la noche pasada un soldado fue castigado por milord por haber dejado su puesto un instante, aunque fui yo quien, durante su corta ausencia, vigiló en su puesto.

      -Sí, lo sé - dijo el soldado.

      -Te recomiendo, por tanto, la más exacta vigilancia. Yo - añadió - voy a entrar para inspeccionar por segunda vez la habitación de esta mujer, que según temo tiene siniestros proyectos contra sí misma y a la cual he recibido orden de cuidar.

      -Bueno - murmuró Milady-, ¡ya tenemos al austero puritano mintiendo!

      En cuanto al soldado, se contentó con sonreír.

      -¡Diantre! Mi teniente - dijo-, no sois tan desgraciado por estar encargado de semejantes comisiones, sobre todo si milord os autoriza a mirar hasta en su cama.

      Felton se ruborizó; en cualquier otra circunstancia hubiera reprendido al soldado que se permitía semejante broma; pero su conciencia murmuraba demasiado alto para que su boca osase hablar.

      -Si llamo - dijo-, ven; igual que si alguien


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