Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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¡Vete, vete! - le dijo a su hermano-. Por el contrario, las consecuencias se acercan, pero tú no las verás, imbécil, sino cuando sea tarde para evitarlas.

      Se restableció el silencio, transcurrieron dos horas; trajeron la cena y encontraron a Milady ocupada en hacer sus oraciones, oraciones que había aprendido de un viejo servidor de su segundo marido, un puritano de los más austeros. Parecía en éxtasis y no pareció prestar atención siquiera a lo que pasaba en torno suyo. Felton hizo señal de que no se la molestara, y cuando todo quedó preparado él salió sin ruido con los soldados.

      Milady sabía que podia ser espiada; continuó, pues, sus oraciones hasta el final, y le pareció que el soldado que estaba de centinela a su puerta no caminaba con el mismo paso y que parecía escuchar.

      Por el momento no pretendía más, se levantó, se sentó a la mesa, comió poco y no bebió más que agua.

      Una hora después vihieron a levantar la mesa, pero Milady observó que esta vez Felton no acompañaba a los soldados.

      Temía, por tanto, verla con demasiada frecuencia.

      Se volvió hacia la pared para sonreír, porque en esa sonrisa había tal expresión de triunfo que esa sola sonrisa la habría denunciado.

      Aún dejó transcurrir media hora, y como en aquel momento todo estaba en silencio en el viejo castillo, como no se oía más que el eterno murmullo del oleaje, esa respiración inmensa del océano, con su voz pura, armoniosa y vibrante comenzó la primera estrofa de este salmo que gozaba entonces de gran favor entre los puritanos:

      Señor, si nos abandonas

      es para ver si somos fuertes,

      mas luego eres tú quien das

      con tu celeste mano la palma a nuestros esfuerzos.

      Estos versos no eran excelentes, les faltaba incluso mucho para serlo; mas como todos saben, los protestantes no se las daban de poetas.

      Al cantar, Milady escuchaba: el soldado de guardia a su puerta se había detenido como si se hubiera convertido en piedra. Milady pudo por tanto juzgar el efecto que había producido.

      Entonces ella continuó su canto con un fervor y un sentimiento inexpresables; le pareció que los sonidos se desparramaban a lo lejos bajo las bóvedas a iban como un encanto mágico a dulcificar el corazón de sus carceleros. Sin embargo, parece que el soldado de centinela, celoso católico sin duda, agitó el encanto, porque a través de la puerta dijo:

      -¡Callaos, señora! Vuestra canción es triste como un De profundis, y si además de estar de guardia aquí hay que oír cosas semejantes, no habrá quien aguante.

      -¡Silencio! - dijo una voz grave que Milady reconoció como la de Felton-. ¿A qué os mezcláis, gracioso? ¿Os ha ordenado alguien impedir cantar a esta mujer? No. Se os ha ordenado custodiarla, disparar sobre ella si intenta huir. Custodiadla; si huye, matadla; pero no alteréis en nada las órdenes.

      Una expresión de alegría indecible iluminó el rostro de Milady, mas esta expresión fue fugitiva como el reflejo de un rayo, y sin dar la impresión de haber oído el diálogo del que no se había perdido ni una palabra, siguió dando a su voz todo el encanto, toda la amplitud y toda la seducción que el demonio había puesto en ella:

      Para tantos lloros y miseria,

      para mi exilio y para mis cadenas,

      tengo mi juuentud, mi plegaria,

      y Dios, que tendrá en cuenta los males que he sufrido

      Aquella voz, de una amplitud nunca oída y de una pasión sublime, daba a la poesía ruda a inculta de estos salmos una magia y una expresión que los puritanos más exaltados raramente encontraban en los cantos de sus hermanos, que ellos se veían obligados a adornar con todos los recursos de su imaginación: Felton creyó oír cantar al ángel que consolaba a los tres hebreos en el horno.

      Milady continuó:

      Mas para nosotros llegará el día

      de la liberación, Dios justo y fuerte;

      y si nuestra esperanza es engañado

      siempre nos queda el martirio y la muerte.

      Esta estrofa, en la que la terrible encantadora se esforzó por poner toda su alma acabó de sembrar el desorden en el corazón del joven oficial; abrió bruscamente la puerta y Milady lo vio aparecer pálido como siempre, pero con los ojos ardientes y casi extraviados.

      -¿Por qué cantáis así - dijo - y con semejante voz? -Perdón, señor - dijo Milady con dulzura-, olvidaba que mis cantos no son de recibo en esta casa. Sin duda os he ofendido en vuestras creencias; pero ha sido sin querer, os lo juro, perdonadme, pues, una falta que quizá es grande, pero que desde luego es involuntaria.

      Milady estaba tan bella en aquel momento, el éxtasis religioso en que parecía sumida daba tal expresión a su semblante que Felton, deslumbrado, creyó ver al ángel que hacía un instante sólo creía oír.

      -Sí, sí - respondió-, sí: perturbáis, agitáis a las personas que viven en este castillo.

      Y el pobre insensato no se daba cuenta de la incoherencia de sus frases, mientras Milady hundía su ojo de lince en lo más profundo de su corazón.

      -Me callaré - dijo Milady bajando los ojos con toda la dulzara que pudo dar a su voz, con toda la resignación que pudo impnmir a su porte.

      -No, no, señora - dijo Felton ; sólo que cantad menos alto, sobre todo por la noche.

      Y a estas palabras, Felton, sintiendo que no podría conservar mucho tiempo su severidad para con la prisionera, se precipitó fuera de su habitación.

      -Habéis hecho bien, teniente - dijo el soldado ; esos cantos perturban el alma; sin embargo, uno termina por acostumbrarse. ¡Es tan hermosa su voz!

      Capítulo 54 Tercera jornada de cautividad

      Índice

      Felton había venido, pero todavía tenía que dar un paso. Había que retenerlo, o mejor, era preciso que se quedase solo, y Milady sólo oscuramente veía aún el medio que debía conducirla a este resultado.

      Se necesitaba más aún: había que hacerlo hablar, a fin de hablarle también. Porque Milady lo sabía de sobra, su mayor seducción estaba en su voz, que recorría con tanta habilidad toda la gama de tonos, desde la palabra humana hasta el lenguaje celeste.

      Y, sin embargo, pese a toda su seducción, Milady podría fracasar porque Felton estaba prevenido, y esto contra el menor azar. Desde ese momento, vigiló todas sus acciones, todas sus palabras, hasta la más simple mirada de sus ojos, hasta su gesto, hasta su respiración, que se podía interpretar como un suspiro. En fin ella estudió todo, como hace un hábil cómico a quien se acaba de dar un papel nuevo en un puesto que no tiene la costumbre de ocupar.

      Respecto a lord de Winter su conducta era más fácil: también estaba decidida desde la víspera. Permanecer muda y digna en su presencia, irritarlo de vez en cuando por medio de un desdén afectado, por medio de una palabra despectiva, empujarlo a amenazas y a violencias que hicieran contraste con su resignación, tal era su proyecto. Felton vería: quizá no dijera nada; pero vería.

      Por la mañana Felton vino como de costumbre; pero Milady le dejó presidir todos los preparativos del desayuno sin dirigirle la palabra. Por eso, en el momento en que iba él a retirarse, ella tuvo un rayo de esperanza; porque creyó que era él quien iba a hablar; pero sus labios se movieron sin que ningún sonido saliera de su boca, y haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, encerró en su corazón las palabras que iban a escapar de sus labios, y salió.

      Hacia mediodía, entró lord de Winter.

      Hacía un hermoso día de invierno, y un rayo de ese pálido sol de


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