Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Читать онлайн книгу.escuchaba este diálogo sin decir una palabra.
Milady reflexionaba que cuanta más gente la rodease más gente tendría que apiadar y más se redoblaría la vigilancia de lord de Winter; además, el médico podría declarar que la enfermedad era fingida, y Milady, tras haber perdido la primera parte, no quería perder la segunda.
-Ir a buscar a un médico - dijo-, ¿para qué? Esos señores declararon ayer que mi mal era una comedia; sin duda ocurriría lo mismo hoy; porque desde ayer noche han tenido tiempo de avisar al doctor.
-Entonces - dijo Felton impacientado-, decid vos misma, señora, qué tratamiento queréis seguir.
-¿Lo sé yo acaso? ¡Dios mío! Siento que sufro, eso es todo; me den lo que me den, poco me importa.
-Id a buscar a lord de Winter - dijo Felton cansado de aquellas quejas eternas.
-¡Oh, no, no! - exclamó Milady-. No señor, no lo llaméis, os lo ruego; estoy bien, no necesito nada, no lo llaméis.
Puso una vehemencia tan prodigiosa, una elocuencia tan arrebatadora en esta exclamación, que Felton, arrobado, dio algunos pasos dentro de la habitación.
«Está emocionado», pensó Milady.
-Sin embargo, señora - dijo Felton-, si sufrís realmente se enviará a buscar un médico, y si nos engañáis, pues bien, entonces tanto peor para vos, pero al menos por nuestra parte no tendremos nada que reprocharnos.
Milady no respondió; pero echando hacia atrás su hermosa cabeza sobre la almohada, se fundió en lágrimas y estalló en sollozos.
Felton la miró un instante con su impasibilidad ordinaria; luego, como la crisis amenazaba con prolongarse, salió; la mujer lo siguió. Lord de Winter no apereció.
-Creo que empiezo a verlo claro - murmuró Milady con una alegría salvaje, sepultándose bajo las sábanas para ocultar a cuantos pudieran espiarle este arrebato de satisfacción interior.
Transcurrieron dos horas.
-Ahora es tiempo de que la enfermedad cese - dijo ; levantémonos y obtengamos algunos éxitos desde hoy; no tengo más que diez días, y esta noche se habrán pasado dos.
Al entrar por la mañana en la habitación de Milady, le habían traído su desayuno; y ella había pensado que no tardarían en venir a levantar la mesa, y que en ese momento volvería a ver a Felton.
Milady no se equivocaba. Felton reapareció y, sin prestar atención a si Milady había tocado o no la comida, hizo una señal para que se llevasen fuera de la habitación la mesa, que ordinariamente traían completamente servida.
Felton se quedó el último, tenía un libro en la mano.
Milady, tumbada en un sillón junto a la chimenea, hermosa, pálida y resignada, parecía una virgen santa esperando el martirio.
Felton se aproximó a ella y dijo:
-Lord de Winter, que es católico como vos, señora, ha pensado que la privación de los ritos y de las ceremonias de vuestra religión puede seros penosa: consiente, pues, en que leáis cada día el ordinario de vuestra misa, y este es un libro que contiene el ritual.
Ante la forma en que Felton depositó aquel libro sobre la mesita junto a la que estaba Milady, ante el tono con que pronunció estas dos palabras: vuestra misa, ante la sonrisa desdeñosa con que las acompañó, Milady alzó la cabeza y miró más atentamente al oficial.
Entonces, en aquel peinado severo, en aquel traje de una sencillez exagerada, en aquella frente pulida como el mármol, pero dura a impenetrable como él, reconoció a uno de esos sombríos puritanos que con tanta frecuencia había encontrado tanto en la corte del rey Jacobo como en la del rey de Francia, donde, pese al recuerdo de San Bartolomé, venían a veces a buscar refugio.
Tuvo, pues, una de esas inspiraciones súbitas como sólo las gentes de genio las reciben en las grandes crisis, en los momentos supremos que deben decidir su fortuna o su vida.
Estas dos palabras: vuestra misa, y una simple ojeada sobre Felton le habían revelado, en efecto, toda la importancia de la respuesta que iba a dar.
Pero con esa rapidez de inteligencia que le era peculiar, aquella respuesta se presentó completamente formulada a sus labios: -¡Yo! - dijo con un acento de desdén, puesto al unísono con aquel que había observado en la voz del joven oficial-, yo, señor, ¿mi misa? Lord de Winter, el católico corrompido, sabe bien que yo no soy de su religión, y que es una trampa que quiere tenderme.
-¿Y de qué religión sois entonces, señora? - preguntó Felton con una sorpresa que, pese al dominio que sobre sí mismo tenía, no pudo ocultar por completo.
-Lo diré - exclamó Milady con exaltación fingida - el día en que haya sufrido lo suficiente por mi fe.
La mirada de Felton descubrió a Milady toda la extensión del espacio que acababa de abrirse con esta sola frase.
Sin embargo, el joven oficial permaneció mudo a inmóvil: sólo su mirada había hablado.
-Estoy en manos de mis enemigos - prosiguió ella con ese tono de entusiasmo que sabía familiar a los puritanos-. Pues bien, ¡que mi Dios me salve o perezca yo por mi Dios! He ahí la respuesta que os suplico deis por mí a lord de Winter. Y en cuanto a ese libro - añadió ella señalando el ritual con la punta del dedo, pero sin tocarlo como si temiera mancillarse a tal contacto-, podéis llevároslo y serviros de él vos mismo, porque sin duda sois doblemente cómplice de lord de Winter, cómplice en su persecución, cómplice en su herejía.
Felton no respondió, tomó el libro con el mismo sentimiento de repugnancia que ya había manifestado y se retiró pensativo. Lord de Winter vino hacia las cinco de la tarde; Milady había tenido tiempo durante todo el día de trazarse su plan de conducta; lo recibió como mujer que ya ha recuperado todas sus ventajas.
-Parece - dijo el barón sentándose en un sillón frente al que ocupaba Milady y extendiendo indolentemente sus pies sobre el hogar-, parece que hemos cometido una pequeña apostasía.
-¿Qué queréis decir, señor?
-Quiero decir que desde la última vez que nos vimos hemos cambiado de religión; ¿os habréis casado por casualidad con un tercer marido protestante? -Explicaos, milord - prosiguió la prisionera con majestad-, porque os declaro que oigo vuestras palabras pero que no las comprendo.
-Entonces es que no tenéis religión de ningún tipo; prefiero esto - prosiguió riéndose burlonamente lord de Winter.
-Es cierto que eso va mejor con vuestros principios - replicó fríamente Milady.
-¡Oh! Os confieso que me da completamente igual.
-Aunque no confesarais esa indiferencia religiosa, milord, vuestros excesos y vuestros crímenes darían fe de ella.
-¡Vaya! Habláis de excesos, señora Mesalina; habláis de crímenes, lady Macbeth. O yo he oído mal o, diantre, sois bien impúdica.
-Habláis así porque sabéis que nos escuchan, señor - respondió fríamente Milady-, y porque queréis interesar a vuestros carceleros y a vuestros verdugos contra mí.
-¡Mis carceleros! ¡Mis verdugos! Bueno, señora, lo tomáis en un tono poético y la comedia de ayer se vuelve esta noche tragedia. Por lo demás, dentro de ocho días estaréis donde debéis estar, y mi tarea habrá acabado.
-¡Tarea infame! ¡Tarea impía! - replicó Milady con la exaltación de la víctima que provoca a su juez.
-Palabra de honor que creo - dijo de Winter levantándose - que la bribona se vuelve loca. Vamos, vamos, calmaos, señora puritana, u os hago meter en el calabozo. Diantre, es mi vino español el que se os sube a la cabeza, ¿no es así? Estad tranquila, esa embriaguez no es peligrosa y no tendrá consecuencias.
Y lord de Winter se retiró jurando, cosa que en aquella época era un hábito completamente caballeresco.
Felton estaba