Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas
Читать онлайн книгу.esto; bien, os dispenso de dar las gracias.
Grimaud tragó silenciosamente el vaso de vino de Burdeos, pero sus ojos alzados al cielo hablaban durante todo el tiempo que duró esta dulce ocupación un lenguaje que no por ser mudo era menos expresivo.
-Y ahora - dijo Athos-, a menos que el señor cardenal tenga la ingeniosa idea de hacer abrir el vientre de Grimaud, creo que podemos estar casi tranquilos.
Durante este tiempo Su Eminencia continuaba su paseo melancólico murmurando entre sus mostachos.
-¡Decididamente es preciso que estos cuatro hombres sean míos!
Capítulo 52 Primera jornada de cautividad
Volvamos a Milady, a la que una mirada lanzada sobre las costas de Francia nos ha hecho perder la vista un instante.
La volvemos a encontrar en la posición desesperada en que lo hemos dejado, ahondando un abismo de sombrías reflexiones, sombrío infierno a cuya puerta ha dejado casi la esperanza; porque por primera vez duda, porque por vez primera siente miedo.
En dos ocasiones le ha fallado su fortuna, en dos ocasiones se ha visto descubierta y traicionada, y en estas dos ocasiones ha sido contra el genio fatal enviado sin duda por el Señor para combatirla contra lo que ha fracasado: D’Artagnan la ha vencido a ella, esa invencible potencia del mal.
El la ha engañado en su amor, humillado en su orgullo, hecho fracasar en su ambición, y ahora la pierde en su fortuna, la golpea en su libertad, la amenaza incluso en su vida. Es más, ha alzado una punta de su mascara, esa égida con que ella se cubre y que la vuelve tan fuerte.
D’Artagnan ha alejado de Buckingham, a quien ella odia como odia a todo cuanto ha amado, la tempestad con que lo amenazaba Richelieu en la persona de la reina. D’Artagnan se ha hecho pasar por de Wardes, hacia quien ella sentía una de esas fantasias de tigresa, indomables como las tienen las mujeres de ese carácter. D’Artagnan conocía ese terrible secreto que ella juró que nadie conocería sin morir. Finalmente, en el momento en que acaba de obtener una firma en blanco con cuya ayuda iba a vengarse de su enemigo, esa firma en blanco le es arrancada de las manos, y es D’Artagnan quien la tiene prisionera y quien va a enviarla a algún inmundo Botany Bay, a algún Tyburn infame del océano Indico.
Porque indudablemente todo esto le viene de D’Artagnan; ¿de quién procederían tantas vergüenzas amontonadas sobre su cabeza si no es de él? Sólo él ha podido transmitir a lord de Winter todos esos horrendos secretos, que él ha descubierto uno tras otro por una especie de fatalidad. Conoce a su cuñado, le habrá escrito.
¡Cuánto odio destila! Allí inmóvil, con los ojos ardientes y fijos en su cuarto desierto, ¡cómo los destellos de sus rugidos sordos, que a veces escapan con su respiración del fondo de su pecho, acompañan perfectamente el ruido del oleaje que asciende, gruñe, muge y viene a romperse, como una desesperación eterna a impotente, contra las rocas sobre las cuales está construido ese castillo sombrío y orgulloso! ¡Cómo concibe, a la luz de los rayos que su cólera tormentosa hace brillar en su espíritu, contra la señorita Bonacieux, contra Buckingham y, sobre todo, contra D’Artagnan, magníficos proyectos de venganza, perdidos en las lejanías del futuro!
Sí, pero para vengarse hay que ser libre, y para ser libre, cuando se está prisionero, hay que horadar un muro, desempotrar los barrotes, agujerear el suelo; empresas todas estas que puede llevar a cabo un hombre paciente y fuerte, pero ante las cuales deben fracasar las irritaciones febriles de una mujer. Por otra parte, para hacer todo esto hay que tener tiempo, meses, años, y ella… , ella tiene diez o doce días, según lo dicho por lord de Winter, su fraterno y terrible carcelero.
Y, sin embargo, si fuera hombre intentaría todo esto, y quizá triunfaría. ¿Por qué, pues, el cielo se ha equivocado de esta forma, poniendo esta alma viril en ese cuerpo endeble y delicado?
Por eso han sido terribles los primeros momentos de cautividad: algunas convulsiones de rabia que no ha podido vencer han pagado su deuda de debilidad femenina a la naturaleza. Pero poco a poco ha superado los relámpagos de su loca cólera, los estremecimientos nerviosos que han agitado su cuerpo han desaparecido, y ahora está replegada sobre sí misma como una serpiente fatigada que reposa.
-Vamos, vamos; estaba loca al dejarme llevar así - dice hundiendo en el espejo, que refleja en sus ojos su mirada brillante, por la que parece interrogarse a sí misma-. Nada de violencia, la violencia es una prueba de debilidad. En primer lugar, nunca he triunfado por ese medio; quizá si usara mi fuerza contra las mujeres, tendría oportunidad de encontralas más débiles aún que yo, y por consiguiente vencerlas, pero es contra hombres contra los que yo lucho, y no soy para ellos más que una mujer. Luchemos como mujer, mi fuerza está en mi debilidad.
Entonces, como para rendirse a sí misma cuenta de los cambios que podía imponer a su fisonomía tan expresiva y tan móvil, la hizo adoptar a la vez todas las expresiones, desde la de la cólera que crispaba sus rasgos hasta la de la más dulce, afectuosa y seductora sonrisa. Luego sus cabellos adoptaron sucesivamente bajo sus manos sabias las ondulaciones que creyó que podían ayudar a los encantos de su rostro. Finalmente, satisfecha de sí misma, murmuró:
-Vamos, nada está perdido. Sigo siendo hermosa.
Eran, aproximadamente, las ocho de la noche; Milady vio una cama; pensó que un descanso de algunas horas refrescaria no sólo su cabeza y sus ideas, sino también su tez. Sin embargo, antes de acostarse, le vino una idea mejor. Había oído hablar de cena. Estaba ya desde hacía una hora en aquella habitación, no podían tardar en traerle su comida. La prisionera no quiso perder tiempo, y resolvió hacer, desde aquella misma noche, alguna tentativa para sondear el terreno estudiando el carácter de las personas a las que su custodia estaba confiada.
Una luz apareció por debajo de la puerta; aquella luz anunciaba el regreso de sus carceleros. Milady, que se había levantado, se lanzó vivamente sobre su sillón, la cabeza echada hacia atrás, sus hermosos cabellos sueltos y esparcidos, su pecho medio desnudo bajo sus encajes chafados, una mano sobre el corazón y la otra colgando.
Descorrieron los cerrojos, la puerta chirrió sobre sus goznes, y en la habitación resonaron unos pasos que se aproximaron.
-Poned ahí esa mesa - dijo una voz que la prisionera reconoció como la de Felton.
La orden fue ejecutada.
-Traeréis antorchas y haréis el relevo del centinela - continuó Felton.
Esta doble orden que dio a los mismos individuos el joven teniente probó a Milady que sus servidores eran los mismos hombres que sus guardianes, es decir soldados.
Las órdenes de Felton eran ejecutadas por los demás con una silenciosa rapidez que daba buena idea del floreciente estado en que mantenía la disciplina.
Finalmente, Felton, que aún no había mirado a Milady, se volvió hacia ella.
-¡Ah, ah! - dijo-. Duerme, está bien; cuando se despierte cenará.
Y dio algunos pasos para salir.
-Pero, mi teniente - dijo un soldado menos estoico que su jefe, y que se había acercado a Milady-, esta mujer no duerme.
-¿Cómo que no duerme? - dijo Felton-. ¿Entonces, qué hace?
-Está desvanecida; su rostro está muy pálido, y por más que escucho no oigo su respiración.
-Tenéis razón - dijo Felton tras haber mirado a Milady desde el lugar en que se encontraba, sin dar un paso hacia ella ; id a avisar a lord de Winter que su prisionera está desvanecida porque no sé qué hacer: el caso no estaba previsto.
El soldado salió para cumplir las órdenes de su oficial: Felton se sentó en un sillón que por azar se encontraba junto a la puerta y esperó sin decir una palabra, sin hacer un gesto. Milady poseía ese gran arte, tan estudiado por las mujeres, de ver a través de sus largas pestañas sin dar la impresión