Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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Esperad un instante, voy a recomendaros a él.

      Entre los dos personajes se hizo un silencio extraño, durante el cual se oyó el ruido de un paso lento y regular que se acercaba; al punto, en la sombra del corredor se vio dibujarse una forma humana, y el joven teniente con el que ya hemos trabado conocimiento se detuvo en el umbral, esperando las órdenes del barón.

      -Entrad, mi querido John - dijo lord de Winter-, entrad y cerrad la puerta.

      El joven oficial entró.

      -Ahora - dijo el barón-, mirad a esta mujer: es joven, es bella, tiene todas las seducciones de la tierra; pues bien, es un monstruo que a sus veinticinco años se ha hecho culpable de tantos crímenes como podáis leer en un año en los archivos de nuestros tribunales; su voz habla en su favor, su belleza sirve de cebo a las víctimas, su cuerpo mismo paga lo que ha prometido, es justicia que hay que hacerle; tratará de seduciros, quizá intente incluso mataros. Yo os he sacado de la miseria, Felton, os he hecho nombrar teniente, os he salvado la vida una vez, ya sabéis en qué ocasión; soy para vos no sólo un protector, sino un amigo; no sólo un bienhechor, sino un padre; esta mujer ha vuelto a Inglaterra a fin de conspirar contra mi vida; tengo a esta serpiente entre mis manos; pues bien, os hago llamar y os digo: amigo Felton, John, hijo mío, guárdame y sobre todo guárdate de esta mujer; jura por tu salvación que la conservarás para el castigo que ha merecido. John Felton, me fío de tu palabra; John Felton, creo en tu lealtad.

      -Milord - dijo el joven oficial, cargando su mirada pura de todo el odio que pudo encontrar en su corazón-, milord, os juro que se hará como deseáis.

      Milady recibió aquella mirada como víctima resignada: era imposible ver una expresión más sumisa y más dulce de la que reinaba entonces sobre su hermoso rostro. Apenas si el propio lord de Winter reconoció a la tigresa que un momento antes él se aprestaba a combatir.

      -No saldrá jamás de esta habitación, ¿entendéis, John? - continuó el barón-. No se carteará con nadie, no hablará más que con vos, si es que tenéis a bien hacerle el honor de dirigirle la palabra.

      -Basta, milord, he jurado.

      -Y ahora, señora, tratad de hacer la paz con Dios, porque estáis juzgada por los hombres.

      Milady dejó caer su cabeza como si se hubiera sentido aplastada por este juicio. Lord de Winter salió haciendo un gesto a Felton, que salió tras él y cerró la puerta.

      Un instante después se oía en el corredor el paso pesado de un soldado de marina que hacía de centinela, el hacha a la cintura y el mosquete en la mano.

      Milady permaneció durante algunos minutos en la misma posición, porque pensó que se la vigilaba por la cerradura; luego, lentamente, alzó su cabeza, que había recuperado una expresión formidable de amenaza y desafío, corrió a escuchar a la puerta, miró por la ventana y volviendo a enterrarse en un amplio sillón, pensó.

      Capítulo 51 Oficial

      Índice

      Entre tanto, el cardenal esperaba nuevas de Inglaterra, pero ninguna nueva llegaba, ni siquiera enfadosa y amenazadora.

      Aunque La Rochelle estuviera bloqueada, por cierto que pudiera parecer el éxito gracias a las precauciones tomadas y sobre todo al dique que no dejaba ya penetrar ningún barco en la ciudad asediada, sin embargo el bloqueo podia durar mucho tiempo todavía; y era una gran afrenta para las armas del rey y una gran molestia para el señor cardenal, que ya no tenía, por cierto, que malquistar a Luis XIII con Ana de Austria, ya estaba hecho, sino conciliar al señor de Bassompierre, que estaba malquistado con el duque de Angulema.

      En cuanto a Monsieur, que había comenzado el asedio, dejaba al cardenal el cuidado de acabarlo.

      La ciudad, pese a la increíble perseverancia de su alcalde, había intentado una especie de motín para rendirse; el alcalde había hecho colgar a los amotinados. Esta ejecución calmó a las peores cabezas, que entonces se decidieron a dejarse morir de hambre. Esta muerte les parecía siempre más lenta y menos segura que morir por estrangulamiento.

      Por su parte, de vez en cuando, los sitiadores cogían mensajeros que los rochelleses enviaban a Buckingham, o espías que Buckingham enviaba a los rochelleses. En uno y otro caso el proceso se hacía deprisa. El señor cardenal decía esta sola palabra: ¡Colgadlo! Se invitaba al rey a ver el ahorcamiento. El rey venía lánguidamente, se ponía en primera fila para ver la operación en todos sus detalles: esto le distraía siempre algo y le hacía tomar el asedio con paciencia, pero no le impedía aburrirse mucho ni hablar en todo momento de volver a Paris, de suerte que, si hubieran faltado mensajeros y espías, Su Eminencia, a pesar de toda su imaginación, se habría encontrado en muchos apuros.

      No obstante el paso del tiempo, los rochelleses no se rendían: el último espía que se había cogido era portador de una carta. Esta carta decía a Buckingham que la ciudad estaba en las últimas; pero en lugar de añadir: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, nos rendiremos», añadía siempre: «Si vuestro socorro no llega antes de quince días, habremos muerto todos de hambre cuando llegue».

      Los rochelleses no tenían, pues, esperanza más que en Buckingham. Buckingham era su Mesías. Era evidente que si un día se enteraban con certeza de que no había que contar ya con Buckingham, con la esperanza caería su valor.

      El cardenal esperaba, por tanto, con gran impaciencia las nuevas de Inglaterra que debían anunciar que Buckingham no vendría.

      El tema de apoderarse de la ciudad a viva fuerza, debatido con frecuencia en el consejo real, había sido descartado siempre; en primer lugar, La Rochelle parecía inconquistable, pues el cardenal, dijera lo que dijera, sabía de sobra que el horror de la sangre derramada en este encuentro, en que franceses debían combatir contra franceses, era un movimiento retrógrado de sesenta años impreso en la política, y el cardenal era en aquella época lo que hoy se denomina un hombre de progreso. En efecto, el saco de La Rochelle, el asesinato de tres mil o cuatro mil hugonotes que se habrían hecho matar se parecía demasiado, en 1628, a la matanza de San Bartolomé en 1572; y, además, por encima de todo esto, este medio extremo, que nada repugnaba al rey, buen católico, venía a estrellarse siempre contra este argumento de los generales sitiadores: La Rochelle era inconquistable de otro modo que por el hambre.

      El cardenal no podia apartar de su espíritu el temor en que le arrojaba su terrible emisaria, porque también él había comprendido las proposiciones extrañas de esta mujer, tan pronto serpiente como león. ¿Lo había traicionado? ¿Estaba muerta? En cualquier caso la conocía lo bastante como para saber que actuando a su favor o contra él, amiga o enemiga, ella no permanecía inmóvil sin grandes impedimentos. Esto era lo que no podía saber.

      Por lo demás, contaba, y con razón, con Milady: había adivinado en el pasado de esta mujer esas cosas terribles que sólo su capa roja podía cubrir; y sentía que por una causa o por otra, esta mujer le era adicta, al no poder encontrar sino en él un apoyo superior al peligro que la amenazaba.

      Resolvió, por tanto, hacer la guerra completamente solo y no esperar cualquier éxito extraño más que como se espera una suerte afortunada. Continuó haciendo elevar el famoso dique que debía hacer padecer hambre a La Rochelle; mientras tanto, puso los ojos sobre aquella desgraciada ciudad que encerraba tanta miseria profunda y tantas virtudes heroicas y, acordándose de la frase de Luis XI, su predecesor politico como él era predecesor de Robespierre, murmuró esta máxima del compadre de Tristán: «Dividir para reinar.

      » Enrique IV, al asediar Paris, hacía arrojar por encima de las murallas pan y víveres; el cardenal hizo arrojar pequeños billetes en los que manifestaba a los rochelleses cuán injusta, egoísta y bárbara era la conducta de sus jefes; estos jefes tenían trigo en abundancia, y no lo compartían; adoptaban la máxima, porque también ellos tenían máximas, de que poco importaba que las mujeres, los niños y los viejos muriesen, con tal que los hombres que debían defender sus murallas siguiesen fuertes y con buena salud. Hasta entonces, bien por adhesión, bien por impotencia


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