Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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a Magdalena, que era casi de su edad, se había acostumbrado a querer entrañablemente y con amor más que fraternal, a la que le miraba como un hermano.

      Así, ambos concibieron desde niños, en la sencillez de su alma inocente y en la pureza de su corazón, el proyecto halagador de no separarse nunca.

      El amor intensísimo que Avrigny había profesado a su esposa, arrebatada a este mundo por la tisis, en la flor de su juventud, y que había cifrado más tarde en su única hija, unido al cariño casi paternal que Amaury le inspiraba, hacía que éste y Magdalena ni por pienso hubiesen nunca dudado de obtener su aquiescencia.

      Todo se aunaba para infundir en sus almas la esperanza de ver unidos sus destinos, y éste era siempre el tema de sus coloquios desde que uno y otro habían leído claro en el fondo de su pecho.

      Las frecuentes ausencias del doctor, cuya persona reclamaba a cada instante la clientela, el hospital que dirigía y el Instituto del cual era miembro, dejábanles tiempo de sobra para forjarse hermosos sueños que por la memoria del tiempo pasado y fiando en la esperanza del venidero juzgaban realizables.

      Así las cosas, acababan de cumplir, Magdalena veinte años y Amaury veintidós cuando cambió súbitamente el humor del doctor Avrigny que comenzó a mostrarse grave y severo desde entonces.

      Al pronto se atribuyó este cambio de carácter a la circunstancia de haberse muerto una hermana a la cual quería acendradamente, y que le legaba, para que velase por ella, una hija de la edad de Magdalena, su mejor amiga, y su inseparable compañera de estudios y de recreos. Pero, con el transcurso del tiempo, el semblante del doctor fue acusando cada vez más severidad y llegose a notar que su mal humor solía desahogarse, deshaciéndose en reproches sobre Amaury. No pocas veces alcanzaba el chubasco a Magdalena, a aquella hija adorada, a la cual había prodigado a raudales un amor del que sólo parecía susceptible un corazón materno. Desde entonces se observó que la jovial y aturdida Antoñita era la predilecta del doctor y que ella y no Magdalena poseía el privilegio de decirle cuanto le venía en gana.

      Delante de Amaury, no cesaba el doctor de encomiar las cualidades de Antoñita, dejando traslucir en más de una ocasión el agrado con que vería que Amaury renunciase a los planes que él mismo había trazado respecto a su pupilo y a Magdalena, para dedicarse a aquella sobrina que había prohijado, y en la cual parecía haber concentrado ya todo el afecto.

      Para Amaury y Magdalena, a quienes la fuerza de la costumbre no les dejaba ver la verdadera causa de las rarezas del doctor, no obedecían éstas a otra causa, que a pasajeras contrariedades, y estaban muy lejos de advertir la pesadumbre real que motivaba aquella metamorfosis.

      Así, conservaban casi toda su confianza, cuando un día y mientras jugaban como dos niños, corriendo alrededor de la mesa de billar por haberse empeñado Amaury en quitarle una flor a Magdalena, se abrió de pronto la puerta y entró el doctor, el cual se encaró con ellos y en tono áspero exclamó:

      —¿Qué niñerías son éstas? ¿Piensas tener aún doce años, Magdalena? ¿Crees no haber pasado de los quince, Amaury? ¿Te imaginas que corres todavía por el parque del castillo de Leoville? ¿A qué viene ese empeño en arrebatarle a Magdalena una flor que te niega con sobrada razón? Hasta hoy, había creído que esos pasos coreográficos, sólo estaban reservados a los pastorcillos de la Opera; pero por lo visto andaba yo equivocado.

      —¡Pero, papá!—osó decir Magdalena, que acababa de advertir que el doctor hablaba en serio.—Ayer aún…

      —Una cosa era ayer, y otra es hoy—replicó con sequedad Avrigny.—Sujetarse de ese modo a lo pasado es renunciar a dirigir lo futuro. Para sentir tal afición a las costumbres de la infancia no valía la pena de haber abandonado las muñecas y juguetes. A aquel de los dos que no alcance a comprender que el tiempo transforma los deberes y conveniencias sociales, yo cuidaré de hacérselo bien presente.

      —Permítame usted, querido tutor—repuso Amaury,—que le tache de ser demasiado severo con nosotros. Hoy se queja de nuestras niñerías, y yo recuerdo haberle oído decir muchas veces, que entre las plagas de nuestro siglo se contaba el afán de los niños por echarla ya de hombres.

      —¿Lo dije así? Sería indudablemente por esos mozalbetes recién salidos del colegio, que la echan de políticos altruistas; por esos Richelieu de veinte años que alardean de misántropos; por esos poetas en capullo para quienes la desilusión es una décima musa. Pero tú, querido Amaury, ya que no por tu edad, por tu posición, debes pretender algo más serio. Y si en realidad no es así, aparéntalo siquiera. Pero he venido para hablarte de cosas graves. Retírate, Magdalena.

      La joven salió, dirigiendo a su padre una mirada preñada de súplicas que en otro tiempo hubiera desarmado su enojo por completo. Indudablemente recordó el doctor por quién intercedían aquellos hermosos ojos, pues permaneció irritado e inmutable. Dio algunos paseos por el aposento sin pronunciar palabra, mientras que Amaury le seguía anhelosamente con la vista. Por último se paró ante su pupilo y, sin atenuar la expresión de severidad, manifiesta en su rostro, le dijo:

      —Escúchame, Amaury. Quizás he tardado más de lo conveniente en decirte lo que vas a oír, y es que un joven de veintidós años, como tú, no puede vivir bajo un mismo techo que dos señoritas con las que no le une ningún vínculo de parentesco. Esta separación es para mí muy penosa. Difiriéndola por más tiempo, incurriría yo en una falta imperdonable. Ahórrate reflexiones que serían de todo punto inútiles y no se te ocurra hacer objeción alguna, pues mi resolución es inquebrantable.

      —Pero, querido tutor—dijo Amaury con acento conmovido,—creía yo que la costumbre de verme a su lado y de llamarme hijo le había hecho ya considerarme como individuo de su familia, o por lo menos como digno de ingresar en ella. ¿Me habrá cabido la desgracia de ofenderle involuntariamente? ¿Me condena a alejarme de aquí por haberme retirado su estimación?

      —Querido Amaury—repuso el doctor,—siempre he creído, que una vez ya arregladas contigo las cuentas de la tutela, quedábamos en paz.

      —Pues se equivoca usted, señor de Avrigny—replicó Amaury,—porque al menos yo no creeré nunca haberle pagado. Ha sido usted para mí más que un tutor fiel un padre cariñoso y previsor; me ha educado, ha hecho de mí lo que soy, me ha inculcado los sentimientos más nobles y generosos; ha sido a la vez, tutor, padre, mentor, guía y amigo. Así, debo ante todo obedecerle con respeto, y en virtud de ello me retiro. Adiós, padre mío; confío en que algún día se acordará usted de su hijo.

      Diciendo estas palabras, se acercó Amaury al doctor, tomole la mano casi a la fuerza, y después de besársela salió.

      Al otro día hízose anunciar en casa de su tutor, como si hubiera sido un extraño, y esforzándose por aparecer sereno, participole con firmeza desmentida a las claras por sus húmedos ojos, que había alquilado un pequeño palacio en la calle de los Maturinos y que su visita era ya de despedida.

      Magdalena, que presenciaba esta entrevista, dobló la cabeza, abatida por el paternal capricho, como lirio que troncha el cierzo helado, y cuando alzó la vista para mirar a Amaury, su padre la vio tan demudada que se estremeció de espanto.

      Quizás comprendió el señor de Avrigny que su inexplicable rigor había de parecer odioso a su hija, pues deponiendo su actitud severa tendió la mano al joven, diciéndole:

      —Amaury, no has interpretado bien mi pensamiento. Tu partida no reviste el carácter de un destierro. Aquí estarás siempre en tu casa y cuando vengas a vernos te recibiremos con los brazos abiertos.

      Un destello de alegría brilló en los hermosos ojos de Magdalena y por sus descoloridos labios vagó una débil sonrisa al oír las palabras de su padre.

      Pero Amaury, adivinando que el doctor hacía esta concesión exclusivamente a su hija, saludó con humildad a su tutor y besó la mano de Magdalena, revelando su semblante tan profunda tristeza que en esta acción el amor parecía ceder su puesto al pesar.

      Sólo a partir de aquel día, sólo cuando se vieron separados, comprendieron ambos jóvenes cuánto se amaban y hasta qué punto la intensidad de su afecto hacía que el


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