Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Alamas muertas - Nikolai Gogol


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con una dama a la que no recordaba en absoluto de cuando se había saludado en las puertas con los Manilov. Estaba de buen ver y bien vestida. Le sentaba bien la bata de seda de color pálido; su mano pequeña y delgada echó algo a la mesa apresuradamente y estrujo un pañuelo de batista con los ángulos bordados. Ella se levantó del diván en el que estaba sentada; Chichikov, no sin placer, se acercó a su manita; la Manilova dijo, incluso tartamudeando un poco, que les hacía muy felices con su venida y que no pasaba un día sin que su marido se acordase de él.

      —Sí –añadió Manilov–, en efecto, lo que pasaba es que ella me preguntaba siempre: «¿Es que no va a venir tu amigo?» —«Espera, querida, ya vendrá». Y aquí está usted finalmente, honrándonos con su visita. De verdad, nos ha provocado tanto gozo... un día de mayo... cumpleaños del corazón...

      Chichikov, sintiendo que la cosa había llegado hasta el cumpleaños del corazón, hasta se turbó un poco y respondió modestamente que ni tenía un nombre célebre ni siquiera un rango importante.

      —Usted lo tiene todo –le interrumpió Manilov con la misma sonrisa agradable–, lo tiene todo e incluso más.

      —¿Qué le ha parecido nuestra ciudad? –añadió la Manilova–. ¿Ha pasado usted allí una temporada agradable?

      —Es una ciudad muy buena, una ciudad maravillosa –respondió Chichikov–, y el tiempo ha transcurrido de forma muy agradable: la gente allí es muy afable.

      —¿Y cómo ha encontrado usted a nuestro gobernador? –preguntó la Manilova.

      —¿No es verdad que es un hombre respetabilísimo y amabilísimo? –añadió Manilov.

      —Completamente cierto –dijo Chichikov–, es un hombre respetabilísimo. ¡Y cómo lleva su cargo! ¡Cómo lo entiende! ¡Qué bueno sería que hubiera un poco más de gente como él!

      —¡Y cómo recibe a cualquiera! ¿Verdad? ¡Y qué pulcritud en sus actos! –añadió Manilov con una sonrisa y casi cerró los ojos de delectación, como un gato al que le hacen cosquillas ligeramente con el dedo detrás de las orejas.

      —Es un hombre muy cortés y agradable –prosiguió Chichikov–, ¡y menuda habilidad! Ni siquiera podía suponerlo. ¡Qué bien borda dibujitos caseros! Me enseñó la bolsa de sus labores: hay pocas damas que borden con tanta maestría.

      —Y el vicegobernador, ¡qué hombre más atento! ¿No es cierto? –dijo Manilov, entornando de nuevo un poco los ojos

      —Un hombre muy pero que muy digno –respondió Chichikov.

      —Pero, un momento, ¿qué le ha parecido el jefe de policía? ¿No es cierto que es un hombre de lo más agradable?

      —¡Extraordinariamente agradable! ¡Y qué hombre tan inteligente y tan erudito! Estuvimos en su casa jugando al whist junto con el procurador y el presidente de la Cámara hasta que ya habían cantado los últimos gallos; es un hombre muy pero que muy digno.

      —Pero, ¿cuál es su opinión sobre la mujer del jefe de policía? –añadió la Manilova–. ¿No es acaso una mujer amabilísima?

      —¡Oh! Es una de las mujeres más agradables que conozco –respondió Chichikov. Luego, no se olvidaron del presidente de la Cámara, del jefe de correos y, de este modo, pasaron revista a casi todos los funcionarios de la ciudad, que resultaban ser gente de lo más agradable.

      —¿Pasan ustedes todo el tiempo en la aldea? –inquirió finalmente Chichikov cuando le tocó el turno.

      —Sí, pasamos la mayor parte del tiempo en la aldea –respondió Manilov–. Por lo demás, a veces, vamos a la ciudad pero tan sólo para encontrarnos con gente cultivada. Ya sabe usted que uno se embrutece si vive todo el tiempo incomunicado.

      —Cierto, cierto –dijo Chichikov.

      Chichikov estaba completamente de acuerdo con esto y agregó que no hay cosa más agradable que vivir en soledad, gozando de la contemplación de la naturaleza y leer de vez en cuando algún libro...

      —Pero ya sabe usted –añadió Manilov– que si no hay un amigo con el que se puedan compartir las cosas...

      —¡Oh, eso es cierto; totalmente cierto! –le interrumpió Chichikov–. ¡Qué son entonces todos los tesoros que hay en el mundo! «No tengas dinero, ten buena gente con la que tratar», dijo un sabio.

      —¡Usted sí que sabe, Pavel Ivanovich! –dijo Manilov, mostrando en su cara una expresión no sólo dulce sino incluso empalagosa, parecida a aquella mixtura con la que un astuto doctor de la alta sociedad endulzaba sin piedad, imaginando que con ella causaría la alegría del paciente–. Entonces, sientes algo de, en cierto modo, gozo espiritual... Como, por ejemplo, ahora, cuando una casualidad me ha dado la dicha, se puede decir ejemplar, de hablar con usted y de deleitarme con su agradable conversación...

      —¡Por favor! ¿Qué agradable conversación?... Un hombre insignificante y nada más –respondió Chichikov.

      —¡Oh! Pavel Ivanovich, permítame ser sincero: ¡con gusto daría la mitad de toda mi fortuna por tener una parte de las cualidades que usted tiene!...

      —Al contrario, soy yo por mi parte quien apreciaría como la mayor...

      No se sabe hasta dónde habría llegado la efusión mutua de sentimientos de ambos amigos si el criado que entraba no hubiera añadido que la comida estaba lista.

      —Le ruego del modo más humilde –dijo Manilov–. Perdone usted si no tenemos una comida como en las grandes mansiones y en las capitales; nosotros tan sólo tenemos, según la costumbre rusa, sopa de coles, pero se la ofrecemos de todo corazón. Le ruego del modo más humilde...

      Aún tuvieron una discusión durante un rato sobre quién había de entrar primero y finalmente fue Chichikov quien entró de lado en el comedor.

      En el comedor había ya dos muchachos, los hijos de Manilov, que estaban en esos años en los que los niños ya se sientan a la mesa pero aún en sillas altas. Junto a ellos, se hallaba el preceptor, que saludó cortésmente y con una sonrisa. La señora se sentó detrás de su taza de sopa; al invitado lo sentaron entre el señor y la señora; el criado anudó una servilleta en el cuello de los niños.

      —¡Qué niños tan lindos! –dijo Chichikov, mirándolos–. ¿Qué años tienen?

      —El mayor, ocho y el pequeño ayer mismo cumplió seis –dijo la Manilova.

      —¡Temístoclius! –dijo Manilov, volviéndose hacia el mayor, que se esforzaba por liberar su papada, atada por el lacayo con la servilleta.

      Chichikov enarcó un poco la ceja al oír un nombre que, en parte, era griego pero al que, no se sabe por qué, Manilov había dado la terminación en «ius»; ahora bien, se esforzó de inmediato por volver a poner en su cara una expresión de normalidad.

      —Temístoclius, dime, ¿cuál es la mejor ciudad que hay en Francia?

      Aquí el preceptor prestó toda su atención a Temístoclius y parecía como si quisiera saltarle a los ojos; finalmente se tranquilizó y asintió con la cabeza cuando Temístoclius dijo: «París».

      —Y aquí, ¿cuál es la ciudad principal? –preguntó de nuevo Manilov.

      El


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