El hombre que perdió su sombra. Adelbert von Chamisso

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El hombre que perdió su sombra - Adelbert von Chamisso


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como si no hubiera ocurrido nada, gritó a voces a su raptor: “¡Me las pagarás, Peter Schlemihl!”.

      Por eso, querido Fouqué, a pesar de todo y a fin de cuentas, te doy las gracias cordialmente por haber hecho la primera edición y recibe, con nuestros amigos, mi felicitación por la segunda.

      EDUARD HITZIG

       Berlín, enero de 1827

      I

      DESPUÉS DE UNA FELIZ pero para mí muy molesta travesía, llegamos por fin al puerto. En cuanto llegué a tierra con el bote, cargué yo mismo con mi pequeña propiedad y, abriéndome paso entre el gentío, entré en una casa cercana, la más insignificante sobre la que vi un rótulo. Pedí una habitación, el muchacho me midió con una ojeada y me condujo a la buhardilla. Hice que me subieran agua fresca y que me dijeran detalladamente dónde podría encontrar al señor Thomas John.

      —Bien.

      Como era todavía temprano, deshice mi paquete, saqué mi práctico abrigo negro nuevo, me vestí con mi mejor traje, cogí mi carta de recomendación y me puse rápidamente en camino, en busca del hombre que debía favorecer mis modestas esperanzas.

      Después de haber subido toda la larga calle Norte y llegado a la puerta, vi brillar enseguida las columnas entre la arboleda.

      Aquí es, pensé.

      Quité el polvo de mis zapatos con el pañuelo, me arreglé el que llevaba al cuello y tiré de la campanilla en nombre de Dios. La puerta se abrió de golpe. Tuve que soportar un interrogatorio a la entrada, el portero al fin avisó que yo estaba allí y tuve el honor de ser llamado al parque, donde el señor John se encontraba con unos amigos. Me recibió bien, como un rico a un pobre diablo, hasta se volvió hacia mí, pero sin apartarse desde luego de los otros, y tomó la carta que tenía en la mano.

      —Vaya, vaya, de mi hermano… Hace mucho tiempo que no sé nada de él. ¿Está bien? Allí —continuó dirigiéndose a los otros sin esperar mi respuesta y señalando con la carta una colina—, allí voy a hacer el nuevo edificio.

      Rompió el sello, pero no la conversación, que era sobre dinero, y soltó:

      —Quien no tenga, por lo menos, un millón, y perdonen la palabra, es un golfo.

      —¡Eso es verdad! —exclamé con gran entusiasmo.

      Debió de gustarle. Me miró sonriendo y me dijo:

      —Quédese, querido amigo, quizá tenga después tiempo para decirle lo que pienso de esto.

      Y señaló la carta, que se guardó en el bolsillo, y se volvió hacia los otros. Ofreció el brazo a una joven, los demás se preocuparon de otras beldades, cada uno encontró lo que le convenía y se dirigieron a una colina con rosales floridos. Yo me deslicé detrás de ellos sin molestar a nadie, porque maldito si alguien volvió a ocuparse de mí. Los invitados estaban muy alegres, coqueteaban y se gastaban bromas, a veces hablaban seriamente de frivolidades, y las más de las veces, frívolamente de cosas serias; con gran tranquilidad se hacían en especial chistes sobre amigos ausentes y sus historias. Yo era demasiado extraño allí para entender mucho de todo aquello y estaba demasiado preocupado conmigo mismo para captar el sentido de semejantes misterios.

      La vista era verdaderamente amplia y magnífica. Un punto luminoso apareció en el horizonte entre las oscuras olas y el azul del cielo.

      —¡A ver, un catalejo! —gritó John.


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