El hombre que perdió su sombra. Adelbert von Chamisso

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El hombre que perdió su sombra - Adelbert von Chamisso


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la dobló y finalmente se la guardó. Se puso de pie, me hizo una vez más una inclinación y se volvió a los rosales. Me dio la impresión de que se iba riendo, bajo, para sí. Pero yo sujeté la bolsa fuertemente por los cordones, a mi alrededor estaba la tierra brillante de sol y yo seguía sin saber lo que me pasaba.

      II

      AL FIN VOLVÍ EN MÍ y me apresuré a abandonar aquel lugar, donde seguramente ya no tenía nada que hacer. Primero llené mis bolsillos de dinero, después me até los cordones de la bolsa al cuello, ocultándola en mi pecho. Atravesé el parque sin que nadie se fijara en mí, llegué a la carretera y me puse en camino hacia la ciudad. Cuando, sumido en mis pensamientos, me dirigía a la puerta, oí gritar detrás de mí:

      —¡Oiga, joven! ¡Oiga, señor!

      Miré y era una vieja que decía:

      —¡Tenga cuidado, señor! ¡Ha perdido su sombra!

      —Gracias, abuela.

      Le arrojé una pieza de oro por el bienintencionado consejo y me metí debajo de los árboles.

      Ya en la puerta tuve que oír otra vez, del centinela:

      —¿Dónde ha dejado el señor su sombra?

      Y enseguida, a unas mujeres:

      —¡Jesús, María y José! ¡Ese pobre hombre no tiene sombra!

      La cosa empezó a molestarme y evité cuidadosamente caminar por el sol. Pero no podía ser así en todas partes, por ejemplo, en la calle Ancha, que tenía que atravesar y, para mi desgracia, precisamente en el momento en que unos muchachos salían de la escuela. Un condenado tunante jorobado —lo estoy viendo todavía— se dio cuenta enseguida de que me faltaba la sombra. Me delató a grandes gritos delante de toda la chiquillería callejera del arrabal, que empezó a criticarme y a arrojarme basuras.

      —La gente decente se preocupa de llevar su sombra cuando sale al sol.

      Para quitármelos de encima, les arrojé oro a manos llenas y salté a un coche de alquiler con el que almas compasivas me habían auxiliado.

      En cuanto me encontré rodando en el coche, solo, me eché a llorar amargamente. Iba surgiendo en mí la idea de que lo mismo que en este mundo el oro vale más que la virtud y el mérito, la sombra vale mucho más que el oro. Y, si yo antes había sacrificado la riqueza a mi conciencia, ahora había dado la sombra por el oro. ¿Qué iba a ser en este mundo de mí?

      Estaba todavía completamente trastornado cuando el coche paró delante de mi vieja casa de huéspedes. Me horrorizó el hecho de pensar poner un pie en aquella mala buhardilla. Hice que me bajaran mis cosas, recibí desdeñosamente mi pobre equipaje, arrojé unas monedas de oro y ordené seguir hasta el más elegante hotel. El edificio estaba orientado al norte, así que no tenía que temer al sol. Despedí con oro al cochero, hice que me enseñaran la mejor habitación exterior y me encerré en ella en cuanto pude.

      ¿Y qué piensas que hice? ¡Ay, querido Chamisso! Me da vergüenza decírtelo incluso a ti. Saqué de mi pecho la desdichada bolsa y con una especie de furia, que como un incendio aumentaba cada vez más dentro de mí, saqué oro, y más oro, y más oro, y siempre más oro y lo esparcí por el suelo y anduve por encima haciéndolo sonar, y arrojé siempre más metal sobre el metal, alimentando mi pobre corazón con su brillo y su sonido, hasta que, cansado, me hundí en el rico lecho y gocé regaladamente y me revolqué en él. Así pasó el día y la tarde, no abrí las puertas; la noche me encontró tendido sobre el oro y al fin el sueño me venció.

      Me desperté. Parecía que era todavía muy temprano. Mi reloj se había parado. Me sentía como si me hubieran dado una paliza y tenía hambre y sed, pues no había comido desde la mañana anterior. Aparté con desgana y asco aquel oro con el que hacía poco había saciado mi corazón. Me incomodaba, no sabía qué hacer con él, no podía dejarlo allí tirado. Intenté volver a meterlo en la bolsa… Nada. Ninguna de mis ventanas daba al mar. Tuve que arreglármelas como pude para meterlo, con mucho trabajo y amargo sudor, en un gran armario que había en la habitación y dejarlo apilado allí. Sólo quedaron algunos puñados por el suelo. Después de terminar mi trabajo, me tumbé agotado en un sillón y esperé a que comenzara a sentirse gente por la casa. En cuanto me fue posible, pedí que me llevaran comida y que viniera a verme el dueño del hotel.


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