Cuentos de amor, locura y muerte. Horacio Quiroga

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Cuentos de amor, locura y muerte - Horacio Quiroga


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lo más hondo de sus cuerdas de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpidez de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes, era, ya no prueba de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada a la planta podrida, la flor que pedía por él.

      Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, a su frente, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.

      ¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.

      La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.

      Ya varias veces había tocado el punto con su futuro yerno, con alusiones a «mi suegro».... «mi nueva familia»..., «la cuñada de mi hija». Nébel se callaba, y los ojos de la madre brillaban entonces con más sombrío fuego.

      Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.

      –Será difícil –dijo Nébel después de un mortificante silencio–. Le cuesta mucho salir de noche... No sale nunca.

      –¡Ah! –exclamó sólo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.

      –Porque usted no hace un casamiento clandestino, ¿verdad?

      –¡Oh! –se sonrió difícilmente Nébel–. Mi padre tampoco lo cree.

      –¿Y entonces?

      Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.

      –¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?

      –¡No, no señora! –exclamó al fin Nébel, impaciente– Está en su modo de ser... Hablaré de nuevo con él, si quiere.

      –¿Yo, querer? –se sonrió la madre dilatando las narices–. Haga lo que le parezca... ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.

      Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Este sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella.

      –Puedes hacer eso, y todo lo que te dé la gana. Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!

      Después de tres días Nébel decidió concluir de una decidió aclarar de una vez esa vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.

      –Hablé con mi padre –comenzó Nébel–, y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.

      La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.

      –¡Ah! ¿Y por qué?

      –No sé –repuso con voz sorda Nébel.

      –Es decir... que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí.

      –¡No sé! –repitió él, obstinado a su vez.

      –¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado? –añadió con voz ya alterada y los labios temblantes–. ¿Quién es él para darse ese tono?

      Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.

      –¡Qué es, no sé! –repuso con la voz precipitada a su vez–. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.

      –¿Qué? ¿Que se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!

      Nébel se levantó:

      –Usted no...

      Pero ella se había levantado también.

      –¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna,

      robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!... ¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!... ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

       [III]

      Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación. ¿Qué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:

      «Octavio:

      Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría calmarla.

      María S. de Arrizabalaga»

      Era una treta, no ofrecía duda. Pero si su Lidia en verdad...

      Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel: sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpas.

      –Si quiere verla...

      Nébel entró con la madre, y vio a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los catorce años, y las piernas recogidas.

      Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y sonreír.

      De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre surgió nítida: «Se va para que en el transporte de mi amor reconquistado pierda la cabeza, y el matrimonio sea así forzoso». Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho de dieciocho años sintió –como otra vez contra la pared– el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.

      Sólo Nébel pudo decir cuán grande fue su dicha recuperada en pos del naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía la más fría decisión de apartar a la madre de su vida, una vez casados. El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama que se había destendido una punta para él, encendía la promesa de una voluptuosidad íntegra, a la que no había robado prematuramente el más pequeño diamante.

      A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el zaguán oscuro. Después de largo rato la sirvienta entreabrió la ventana.

      –¿Han salido? –preguntó él extrañado.

      –No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir a bordo.

      –¡Ah! –murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.

      –¡El doctor? ¿Puedo hablar con él?

      –No está; se ha ido al club después de comer.

      Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! ¡Su felicidad, su dicha reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía ya hacer más.

      Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil


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