Cuentos de amor, locura y muerte. Horacio Quiroga

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Cuentos de amor, locura y muerte - Horacio Quiroga


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tiempo? –murmuró.

      –Cuatro años –repuso él en voz baja. A pesar de todo, le faltó ánimo para mirarla.

       INVIERNO

       [I]

      No hicieron el viaje juntos por un último escrúpulo de Nébel en una línea donde era muy conocido; pero al salir de la estación subieron todos en el brec de la casa. Cuando Nébel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio doméstico más que a una vieja india, pues –a más de su propia frugalidad– su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida.

      Nada más creíble, por otro lado, pues la señora decaía vertiginosamente. Había llegado deshecha, el pie incierto y pesadísimo, y en sus facies angustiosa la morfina, que había sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de Nébel, pedía a gritos una corrida por dentro de aquel cadáver viviente.

      Nébel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sabía lo suficiente para prever una rápida catástrofe; el riñón, íntimamente atacado, tenía a veces paros peligrosos que la morfina no hacía sino precipitar.

      Ya en el coche, no pudiendo resistir más, la dama había mirado a Nébel con transida angustia:

      –Si me permite, Octavio... ¡No puedo más! Lidia, ponte delante.

      La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.

      Los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubrió como una máscara aquella cara agónica.

      –Ahora estoy bien... ¡Qué dicha! Me siento bien.

      –Debería dejar eso –dijo duramente Nébel, mirándola de costado–. Al llegar, estará peor.

      –¡Oh, no! Antes morir aquí mismo.

      Nébel pasó todo el día disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre más que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las empiezan a esa hora a afilar las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

      Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.

      –¡Huy! ¡Qué repugnancia! No la puedo pasar. ¿Y quiere que sacrifique los últimos años de mi vida, ahora que podría morir contenta?

      Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida.

      Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto Lidia.

      –¡Quién es! –sonó de pronto la voz azorada.

      –Soy yo –murmuró apenas Nébel.

      Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo. Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida.

      Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya había conocido el amor antes que él llegara, subió de lo más recóndito del alma de Nébel el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jamás, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pensó en las palabras de Dostoyevsky, que hasta ese momento no había comprendido:

      «Nada hay más bello y que fortalezca más en la vida, que un recuerdo puro». Nébel lo había guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho años, y que ahora yacía allí, enfangada hasta el cáliz sobre una cama de sirvienta.

      Sintió entonces sobre su cuello dos lágrimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordaría... Y las lágrimas de Lidia continuaban una tras otra, regando, como una tumba, el abominable fin de su único sueño de felicidad.

       [II]

      Durante diez días la vida prosiguió en común, aunque Nébel estaba casi todo el día afuera. Por tácito acuerdo, Lidia y él se encontraban muy pocas veces solos; y aunque de noche volvían a verse, pasaban aún entonces largo tiempo callados.

      Lidia misma tenía bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara. Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas. Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada.

      –¿Hace mucho tiempo que usas eso? –le preguntó él al fin.

      –Sí –murmuró Lidia, doblando en una convulsión la aguja. Nébel la miró aún y se encogió de hombros.

      Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga.

      –¡Octavio! ¡Me va a matar! –clamó ella con ronca súplica–. ¡Mi hijo Octavio! ¡No podría vivir un día!

      –¡Es que no vivirá dos horas, si le dejo eso! –contestó Nébel.

      –¡No importa, mi Octavio! ¡Dame, dame la morfina!

      Nébel dejó que los brazos se tendieran a él inútilmente, y salió con Lidia.

      –¿Tú sabes la gravedad del estado de tu madre?

      –Sí... Los médicos me habían dicho... Él la miró fijamente.

      –Es que está mucho peor de lo que imaginas. Lidia se puso blanca, y mirando afuera ahogó un sollozo mordiéndose los labios.

      –¿No hay médico aquí? –murmuró.

      –Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

      Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

      –¿Noticias? –preguntó Lidia inquieta, levantando los ojos a él. Quieta los ojos a él.

      –Sí –repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

      –¿Del médico? –volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

      –No, de mi mujer –repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos. A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.

      –¡Octavio! ¡Mamá se muere!...

      Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:

      –Pla... pla... pla...

      Nébel vio enseguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.

      –¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto? –preguntó

      –¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido... Seguramente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas... ¡Mamá, pobre mamá! –cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.

      Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla... pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violetas.

      A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.

      –Toma esto –le dijo cuando ella estuvo a su lado, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.


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