Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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Los Lanzallamas - Roberto Arlt


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nunca. Verás tristeza adonde vayas”.

      Las manos de Erdosain caen sobre sus ingles. El rostro se le enrigidece; la espalda se le endurece; permanece así, con los párpados caídos y pesados co­mo si lo petrificara su angustia. Un “yo” maligno le dice:

      –Aun cuando bailaran las más hermosas mujeres de la tierra en torno tuyo, aun cuando todos los hom­bres se arrodillaran a tus pies, y los bufones y adu­ladores saltaran, danzando volteretas frente a ti, esta­rías tan triste como lo estás ahora, pobre carne. Aun cuando fueras Emperador. El Emperador Erdosain.

      »Tendrías carruajes, automóviles, criados perfectos que besarían, a una señal tuya, el orinal donde te sientas; ejércitos de hombres uniformados de rojo, verde, azul, caqui, negro y oro. Mujeres y hombres te besarían di­chosos las manos, con tal que les prostituyeras las esposas o las hijas. Tendrías todo eso, Emperador Erdosain, y tu carne endemoniada y satánica se en­contraría tan sola y triste como lo está ahora.

      Erdosain siente que los párpados le pesan enorme­mente. Ni un solo músculo de su rostro se mueve. Adentro suyo el odio desenrosca su elástico. En cuanto este odio estalle, “mi cabeza volará a las estrellas”, piensa Erdosain.

      –Estarían arrodillados a tus pies, Emperador Erdosain. Traerían sus hijas núbiles los ancianos camarlengos que se enorgullecerían de soportar tu orinal, y permanecerías inmensamente triste. Te visitarían los Reyes de los otros países; llegarían hasta tu palacio rodeados de escuadrones volantes de hombres con casacas de piel blanca prendida de un hombro y mo­rriones negros con plumas verdes y amarillas. Y tú filtrarías a través de los párpados una mirada estúpida, mientras que los Diplomáticos se estrujarían en torno de tu trono con todos los nervios del rostro contraídos para dejar estallar la sonrisa en, cuanto los soslayaras. Pero continuarías triste, gran canalla. Entrarías a tu cuarto, te sentarías en cualquier rincón, harías rechi­nar los dientes de fastidio y te sentirías más huérfano y solo que si vivieras en la última mansarda del último caserón de un barrio de desocupados. ¿Te das cuenta, Emperador Erdosain?

      Erdosain siente que las espirales de su odio alma­cenan flexibilidad y potencia. Este odio es como el resorte de un tensor. En cuanto se rompa el retén, “mi cabeza volará a las estrellas. Me quedaré con el cuerpo sin cabeza, la garganta volcando, como un caño, chorros de sangre”.

      –¿Qué dices, Emperador Erdosain? Eres Empera­dor. Has llegado a lo que deseabas ser. ¿Y? Ahora mismo puede entrar aquí un general y decir: “Majestad, el pueblo pide pan”, y tú puedes contestarle: “Que lo ametrallen”. ¿Y con eso qué has resuelto? Puede entrar el Ministro de la potencia X y decirte: “Majestad, re­partámonos el mundo entre Vuestra Gracia y mi amo”. ¿Y con eso qué has resuelto? Te cuelga la mandíbula como la de un idiota, Emperador Erdosain. Estás tris­te, gran canalla. Tan triste que ni tu carne se salva.

      Erdosain aprieta los dientes.

      –Siempre estarás angustiado. Puedes matar a tus prójimos, descuartizar a un niño si quieres, humi­llarte, convertirte en criado, dejar que te abofeteen, buscar una mujer que conduzca sus amantes a tu casa. Aunque les alcanzaras la palangana con el agua con que se lavarán los órganos genitales –mientras ellas permanecen recostadas y desnudas acariciándoles–, y tú humildemente buscaras las toallas en que se han de enjuagar; aunque llegues a humillarte hasta ese extremo, ni en la máxima humillación encontrarás consuelo, demonio. Estás perdido. Tus ojos siempre permanecerán limpios de toda mancha y tristes. Te podrán escupir al rostro, y te secarás lentamente con el dorso de la mano; o pueden hacer un círculo en torno tuyo los hombres y tu mujer, befarte, ha­ciendo que te arrastres apoyado en las manos para besarle los pies al último de sus criados, y no encon­trarás, ni soportando aquel ultraje, la felicidad. Esta­rás triste aunque grites, aunque llores, aunque te abras el pecho y con el corazón sangrando en la palma de las manos camines por los caminos más polvo­rientos buscando quien te raye el rostro con la punta de un puñal, o con los garfios de las uñas.

      Erdosain siente que el corazón le crece, calentándole las costillas. Respira con dificultad. Quiere arrodillar­se. Su terror es blando, como el concéntrico dolor que dilata los testículos cuando han sido golpeados. “Por favor”, gime. Un sudor frío le barniza la frente. “Me vuelvo loco; callate, por favor”.

      –Donde vayas, donde estés, es inútil…

      –Callate por favor… Sí…

      La voz se calla. Erdosain ha palidecido como si lo hubieran sorprendido cometiendo un crimen. Su dolor estalla en un poliedro irregular, los vértices de sufrimiento tocan sus tuétanos, el costado de su nuca, una inserción de sus rodillas, un trozo de pleura. Aspira profundamente el aire con los dientes apretados. Su mirada está desvanecida. Cierra los ojos y se deja caer con precaución en la orilla de la cama. Se tapa la cabeza con la almohada. Le queman las pupilas co­mo si se las hubieran raspado con nitrato de plata.

      –Lejos, lejos –susurra la otra voz.

      –¿Adónde?

      –Busquemos a Dios.

      Erdosain entreabre los ojos. Dios. El Infinito. Dios.

      Cierra los ojos. Dios. Una oscuridad espesa se des­prende de sus párpados. Cae como cortina. Lo aísla y lo centraliza en el mundo. El cilíndrico calabozo ne­gro podrá girar como un vertiginoso trompo sobre sí mismo: es inútil. Él, con sus ojos dilatados, estará mirando siempre un punto magnético proyectado más allá de la línea horizontal.

      ―Más allá de las ciudades –grita su voz–. Más allá de las ciudades con campa­narios. No te desesperes –replica Erdosain.

      –Más allá –ulula la voz.

      –¿Adónde?… ¡Decí adónde, por favor!…

      La voz se repliega y encoge. Erdosain siente que la voz busca un recoveco en su carne, donde refugiarse de su horror. Le llena el vientre como si quisiera ha­cerlo estallar. Y el cuerpo de Erdosain trepida del mismo modo que si estuviese colocado sobre la base de un motor que trabaja con sobrecarga.

      –¿Qué hacer en esta “séptima soledad”?. Yo miro en redor y no encuentro. Miro, creeme. Miro para todos lados.

      Apenas es perceptible el suspiro de esa voz que gime.

      –Lejos, lejos… Al otro lado de las ciudades, y de las curvas de los ríos y de las chimeneas de las fábricas.

      –Estoy perdido –piensa Erdosain–. Es mejor que me mate. Que le haga ese favor a mi alma.

      –Estarás enterrado y no querrás estar adentro del cajón. Tu cuerpo no va a querer estar.

      Erdosain mira de reojo el ángulo de su cuarto.

      Sin embargo, es imposible escaparse de la tierra. Y no hay ningún trampolín para tirarse de cabeza al infi­nito. Darse, entonces. Pero ¿darse a quién? ¿A alguien que bese y acaricie el cabello que brota de la mísera carne? ¡Oh, no! ¿Y entonces? ¿A Dios? Pero si Dios vale menos que el último hombre que yace destrozado sobre el mármol blanco de una morgue.

      –A Dios habría que torturarlo –piensa Erdosain–. ¿Darse humildemente a quién?

      Mueve la cabeza.

      –Darse al fuego. Dejarse quemar vivo. Ir a la montaña. Tomar el alma triste de las ciudades. Matarse. Cuidar primorosamente alguna bes­tia enferma. Llorar. Es el gran salto, pero ¿cómo dar­lo? ¿En qué dirección? Y es que he perdido el alma. ¿Se habrá roto el único hilo?… Y, sin embargo, yo necesito amar a alguien, darme forzosamente a alguien.

      –Estarás enterrado y no querrás estar dentro del cajón. Tu cuerpo no querrá estar.

      Erdosain se pone de pie. Una sospecha nace en él:

      –Estoy muerto, y quiero vivir. Esa es la verdad.

      A las once de la noche el Rufián Melancólico seguía a lo largo, con paso lento, de la diagonal Sáenz Peña.

      Involuntariamente


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