Los Lanzallamas. Roberto Arlt

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Los Lanzallamas - Roberto Arlt


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centímetros cuadrados de un grabado en madera han pasado ante sus ojos. Es el recuerdo de la viñeta que ilustraba su libro de lectura cuando iba a la escuela ¡hace tantos años!: un artesano colocan­do tejas de plomo en un país que se llamaba Francia y tenía un río que se llamaba Sena. Eso, y además la pregunta del maestro: “Pero ¿usted es un imbécil?”, es todo lo que ha dejado la escuela en él.

      Erdosain salta de la mesa. Una indignación terrible sacude sus miembros, hace temblar sus labios, le enciende los ojos. Le parece que el ultraje acaba de repetirse, y grita:

      –¡Ah, canallas, canallas!… ¡Mi vida echada a per­der, canallas!…

      Por qué no habrá en la noche un camino abierto por el cual se pueda correr una eternidad alejándose de la tierra…

      –¡Mi vida, canallas, echada a perder!…

      Alguien llora en él misericordiosamente, por su des­gracia. Una piedad terrible refluye de su alma para su carne. A momentos se toca los brazos, se palpa las piernas, se acaricia la frente, le parece que acaba de salir del choque ocurrido entre dos locomotoras. La puerca civilización lo ha magullado, lo ha roto inter­namente, y el odio sopla por sus fosas nasales. Aspira profundamente, sus ideas se aclaran, sus cejas se crispan, le parece que avizora una distante carnicería de la que él es el único responsable. Va recobrando su personalidad terrestre. Apoyada la mandíbula en la mano, mira torpemente hacia un rincón. Su vida ya carece de valor; esa sensación es evidente en su entendimiento, pero hay otras vidas, millones de vidas que dan pequeños grititos despertando al sol, y se dice que estas pequeñas vidas son las que se necesita salvar. Ahora sus pensamientos se iluminan, como el desastre de un naufragio nocturno revelado en la no­che por el cono azulado de un reflector, y se dice:

      “Es necesario ayudarlo al Astrólogo. Pero que nues­tro movimiento sea rojo. No sólo al hombre hay que salvarlo. ¿Y los niños?”.

      El problema se afiebra en su interior. Le arden las mejillas y le zumban los oídos. Erdosain comprende que lo que extingue su fuerza es la terrible impotencia de estar solo, de no tener junto a él un alma que recoja su desespera­do S. O. S.

      Y coloca su mano sobre las cejas a modo de visera. Parece que quiere protegerse de un sol invisible. Vis­lumbra distancias que ahondan una fiereza en su cora­zón. Por allá, en la distancia, camina su multitud. Su poética multitud. Hombres crueles y grandes que cla­man por un cielo de piedad. Y Erdosain se repite: “Es necesario que a nosotros nos sea dado el cielo. Concedido para siempre. Hay que agarrarlo al terrible cielo”.

      El sol invisible rueda cataratas de luz ante sus ojos, en las tinieblas. Erdosain siente que el furor ate­nacea sus carnes, se las coge como pinzas y le re­tuerce los dientes en los alvéolos. Es necesario odiar a alguien. Odiar fervientemente a alguien, y ese alguien no puede ser la Vida. Se acaricia las sienes como si no le pertenecieran. La carita de la criatura que un día besó en el tren, con su calco desnivela la ternura que él almacena. El relieve de amor encrespa sus nervios, inclina la cabeza y se dice: “Pensemos”.

      ¿Qué es el hombre? Esta pregunta surge como un terrible S. O. S. (Salvad nuestras almas). Allí está el equivalente. Cuando él se pregunta qué es el hombre, otro grito clama en él, abocándose al universo invisi­ble: “Salvad nuestras almas”. Grito de sus entrañas. Y se dice: “Yo estoy más allá de la tierra. Yo, con mi carne masturbada y mis ojos lagañosos y mi mejilla abofe­teada. Yo, yo, siempre yo”.

      Hunde la cabeza en la almo­hada. Así se ocultaban los soldados bajo las bolsas de tierra cuando silbaban las granadas. Quiere parape­tarse contra el sol invisible que arroja en su espíritu oleadas de luz. Cielo, tierra. ¿Qué sabe él? Está per­dido. Tal es la verdad. Perdido entre los hombres co­mo una hormiga en la selva removida por un cata­clismo. Y se dice despacito: “Es necesario que yo lleve sobre mis espaldas esta selva. Que cargue con el gran bosque y la montaña, y Dios y los hombres. Que yo lleve todo”.

      El semblante de la criatura amanece en su corazón. No quiere hacer este milagro: llevarse la mano al pecho y sacar como de adentro de un estuche el corazón, cubierto por esa película de sangre pálida que conserva el calco de su amor. Erdosain se revuelve como una fiera en el cuartujo. Es necesario hacer algo. Clavar un suceso en medio de la civilización, que sea como una torre de acero. En torno se arremolinará la multitud, y la hu­manidad. ¿Con qué hay que castigarlo al hombre? ¿Con odio o con amor? Se acuerda de la muchacha que le hablaba del alto horno, de las muflas y de la fundición de cobre. Rápidamente alinea ante sus ojos los muñecos de carne y hueso. Luego se dice: “Esto mismo lo hace el Astrólogo. Esto mismo lo hace el Buscador de Oro. Esto mismo lo hace el Rufián Me­lancólico.”

      ¿Quién será entonces el demonio, el gran demonio que los retuerza a todos? ¿Quién traerá la gran verdad, la verdad que ennoblezca a los hombres y a las mujeres, que enderece las espaldas y los deje sangrando a todos de alegría? Esta vida no puede ser así. Como un bloque de acero que pesara toneladas, como una cúpula de fortaleza subterránea, la palabra pesa en él: “Esta vida no puede ser así. Es necesario cambiarla. Aunque haya que quemarlos vivos a todos”.

      Inadvertidamente ha vuelto los ojos a sus flacos bra­zos desnudos, y las venas hinchadas erizan el vello de la epidermis. Quisiera ser lanzado al espacio por una catapulta, pulverizarse el cráneo contra un muro para dejar de pensar. La vida, de un rápido tajo, ha descubierto en él la fuerza que exige una Verdad. Fuerza desnuda como un nervio, fuerza que sangra, fuerza que él no puede vendar con palabras. Él no puede ir a la montaña a rezar. Eso es imposible. Ne­cesita obrar. Hay que crear entonces la Academia Revolucionaria, filtrar esta necesidad de cielo en los hombres que estudiarán el procedimiento de crear sobre la tierra un infierno transitorio, hasta que los hombres enloquecidos clamen por Dios, se tiren al suelo e imploren la llegada de un Dios para salvarse.

      Ahora Erdosain sonríe fríamente. Ve el interior de las casas humanas. Cada casa. Con su alcoba dormitorio, su sala, su comedor y su “water-closet”. Los rincones: el rincón de los hombres y mujeres bandea este cua­drilátero que tiene una arista dorada, una arista de espasmo, otra de gasa y otra de excremento. Ese es el hogar o la pocilga del hombre. Arriba del techo de cinc, dos milímetros de espesor de chapa galvanizada, se mueven los espacios con sus simientes de creacio­nes futuras, y los oídos sordos y los ojos ciegos no ven nada de eso. Sólo alguna vez la música. Sólo algu­na vez una carita. Dulzura definitiva, porque es la primera y la última. El hombre que gustó su sabor acre no podrá amar nunca más. ¿Por qué tangente escaparse hacia las estrellas? Y Erdosain insiste en repetir ese pensamiento que pesa sobre su alma. con el tonelaje de la cúpula de una fortaleza subterránea.

      –Es necesario cambiar la vida. Destruir el pasado. Quemar todos los libros que apestaron el alma del hombre. ¿Pero no terminará nunca de pasar este tiem­po? –grita.

      Millares de sucesos se entrechocaban en su mente, los ángulos reverberaban luces de fantasmagoría, su alma desviada en una dirección vive en un minuto largas existencias, de modo que cuando regresa de ese viaje lejano le causa terror encontrarse aún dentro de la hora en que ha partido. “Mi día no era un día”, dijo más tarde. “He vivido horas que equivalían a años; tan largas en sucesos, que era joven a la partida y regresaba envejecido con la experiencia de los suce­sos ocurridos en un minuto-siglo de reloj”.

      “Con mi pen­samiento se podría escribir una historia tan larga como la de la humanidad”, decía otra vez. “Más lar­ga aún”.

      “No sé si existo o no”, escribió en su libreta. “Sé que vivo sumergido en el fondo de una desespera­ción que no tiene puestas de sol, y que es como si me encontrara bajo una bóveda, sobre la cual se apoya el océano”.

      A instantes, Erdosain piensa en la fuga. Irse. Pero a medida que las horas pasan, como un fuego que flota sobre la descomposición del pantano que lo alimenta, el sufrimiento de Erdosain interroga:

      –Irse… ¿Pero adónde?

      ―Más lejos todavía.

      Una piedad enorme surge en Erdosain por su carne. Si él pudiera convencer a esa forma física que cons­tituye su cuerpo que no hay más “lejos” en la tierra ni


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