Candela en la City. Carla Crespo

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Candela en la City - Carla Crespo


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me hagas ese feo.

      —De acuerdo —acepta a regañadientes sin apenas dirigirme la mirada.

      Conocí a Candela hace tres años en la fiesta de Navidad, pero desde entonces apenas hemos vuelto a cruzar una palabra. Me evita como si tuviera la peste y no tengo ni idea de por qué. Me extraña, porque soy un tío muy sociable y no tengo problemas con nadie en la oficina, pero está claro que ella tiene algún problema conmigo. Se nota que no le gusta en absoluto que yo sea su gerente, aunque no puedo adivinar el motivo.

      Por un momento, recuerdo el beso que le di bajo el muérdago, pero no puede ser por eso. ¿Qué hay más tradicional que un beso bajo el muérdago? Mis tías Amelia y Abigail siempre me cubren de besos en Navidad con la excusa del muérdago, pero sé que lo hacen porque para ellas todavía soy su niño. Aunque he de reconocer que el beso que le di a Candela no se parece en nada a los que me dan mis tías. Pero es que no podía no dárselo. Mucho menos cuando me miraba con esa cara tan dulce. Sacudo la cabeza, imbuido en mis pensamientos. No puede ser por eso. ¡Beso de puta madre! O eso dicen todas. Debe ser por otra cosa, pero ¿qué?

      El camarero nos trae las bebidas y me saca de mis ensoñaciones. Cada copa trae consigo una especie de montaje y efectos al servirla que te hacen sentir como si fueses el mismísimo Nicolás Flamel.

      Aunque dudo mucho que sea la primera vez que Merry y Pippin vienen a The Alchemist, los dos están emocionados con sus respectivos cócteles. Son como dos niños en una juguetería. Pippin agrega la falsa bomba de baño de frutas a su cóctel de ginebra y por arte de magia se vuelve rosa fucsia.

      —¡Brutal! —exclaman al unísono los dos.

      Mientras tanto, mi Ahumado Antiguo, que en realidad es una mezcla de whisky y sirope de arce, entre otras cosas y el Apocalipsis Zombi de Merry que lleva ron, lima y piña, además de la mezcla secreta zombi, humean sin parar.

      Lo cojo y doy un sorbo. Exquisito.

      Observo cómo Candela coge su bebida. He acertado de pleno. Se trata de una mezcla de limonada con fresas coronada con una piruleta. Llamándose Candy, el cóctel no podría pegarle más. Veo cómo moja la piruleta en la copa y se la lleva a la boca.

      ¡Jodeeeeer!

      A lo mejor hubiese sido mejor que se hubiera pedido el agua con gas.

      ¿Me está poniendo cachondo? ¡No puedo ponerme cachondo con Candela! Voy a trabajar con ella a partir de ahora.

      Cojo la copa de nuevo y doy otro trago. Esta vez más largo.

      Sé que Merry y Pippin me están hablando, pero la verdad es que ahora mismo no les estoy haciendo ni puto caso. Por suerte, soy de esos tipos que saben disimular y quedar bien. Sonrío y asiento con la cabeza. Candela sigue callada, pero dado que sus asistentes no cierran el pico ni un segundo, puedo comprenderlo. Me giro de reojo a volver a mirarla.

      ¡Mierda! No tenía que haberlo hecho.

      Pero, ¿por qué se me ha ocurrido pedirle eso? Quiero apartar la vista, pero mis ojos están fijos en cómo su lengua lame la piruleta. «Piensa en otra cosa, Kenneth», me digo cuando siento que la excitación empieza a apoderarse de mí. «Piensa en todos los malditos plazos de entrega que te han estado agobiando esta semana y a los que NO vas a llegar». Ese pensamiento tan pesimista hace que me enfríe un poco. Lo cierto es que no puedo mirar a Candela con esos ojos. No puedo. Aunque ahora mismo lo esté haciendo.

      Trato de fijar mi atención en lo que me preguntan sus asistentes cuando el sonido de una voz familiar, ronca y con una ligera afonía, hace que me levante, sorprendido.

      —¿Tío Waldo?

      —¡¡Kenneth!! —Mi tío me estrecha entre sus brazos en uno de sus abrazos de oso y siento que va a partirme la espalda.

      El tío Waldo, aunque ya tiene edad para ir pensando en jubilarse, tiene una perfumería en Covent Garden, en el pasaje de Goodwins Court. Le apasiona el mundo de los aromas e incluso vivió varios años en Grasse, capital mundial del perfume. Me olisquea el cuello como si fuera un perro.

      —¿Penhaligon’s?

      Asiento con la cabeza. Cada Navidad, mi tío me regala una de las muchas variantes de perfume para caballero de esta marca. A cada cual mejor. Como él suele decir, para los hombres que queremos dejar huella, la fragancia es algo innegociable y Penhaligon’s ha sido sinónimo de elegancia masculina en Inglaterra durante más de ciento cincuenta años. Es la colonia de los caballeros. Y yo soy uno.

      —¿Halfeti Leather? —inquiere mientras yo quiero que se me trague la tierra porque continúa olfateándome—. Bergamota, piel… —enumera.

      —Eh… sí, tío —respondo apartándome con disimulo—. Esa es. Regalo de la última Navidad.

      —Muy bien, muy bien, así me gusta.

      —¿Qué haces aquí? —No es que me extrañe verlo de copas, él es un espíritu libre, pero prefiere ir a otro tipo de locales y suele salir más por el Soho.

      —Me encanta este sitio —explica—. Los cócteles son mágicos. Con esas increíbles mezclas de sabores y efectos que traen. Ah, ¡la coctelería y la perfumería son dos artes emparentados! Y —añade bajando la voz y señalando a un tipo alto y delgado que viste de traje y que perfectamente podría ser empleado en una firma de auditoría como yo— he quedado con un «amigo», trabaja en una multinacional aquí en la City.

      Esa última aclaración cuadra a la perfección con mi tío Waldo y, como está acompañado y no me necesita para nada, decido que es el momento perfecto para despedirme y volver con mi nuevo equipo. Al fin y al cabo, los he traído aquí para conocerlos un poco mejor.

      Me doy media vuelta, me siento y entonces me doy cuenta de que no estamos todos.

      —¿Y Candela? ¿Está en el baño?

      Merry y Pippin se miran el uno al otro, incómodos.

      —Esto… —Pippin se rasca la cabeza, pensativo.

      —Pues verás…

      Me fijo en que su copa está vacía y que ha dejado unas libras encima de la mesa.

      —¿Se ha… se ha largado?

      Sacudo la cabeza, incrédulo. ¿Se ha marchado sin decir nada? Se suponía que el hecho de salir a tomar algo todos era para charlar y conocernos un poco más ahora que íbamos a ser un equipo. Puedo entender que no le guste este ambiente, que ella no suela beber, pero, si dices que vas a venir no puedes luego largarte sin más.

      Trato de disimular. No quiero que Merry y Pippin piensen que me importa que Candela se haya marchado. Porque no me importa. En absoluto.

      —¿Otra ronda, chicos?

      Ambos me responden con una sonrisa de oreja a oreja. «Bien. Tal vez no sea tan malo que nos hayamos quedado solos. Ahora podremos disfrutar de una noche de chicos», me digo a mí mismo.

      Joder. Noche de tíos. A lo mejor no fue tan buena idea. Siento que la cabeza me va a estallar. Yo no suelo tener resacas, pero seguirles el ritmo a esos dos fue complicado. ¿Me estaré haciendo mayor?

      Me siento en la cama. Tengo la boca pastosa. Y mucho curro por hacer. Y no tengo ganas de ver a Candela. Yo no soy de los que van por ahí recriminándole las cosas a la gente, pero sé que, si la veo, irremediablemente, saldrá a relucir el hecho de que anoche se largó. Tampoco quiero hacer que se sienta incómoda. Ya lo hice ayer y no era mi intención.

      Cojo el móvil, que estaba cargando en la mesita de noche, y miro la hora. Son las siete de la mañana. Lo mejor será que me dé una ducha, me tome un café y encienda el ordenador. Tengo muchos asuntos pendientes que puedo resolver desde casa y, aunque les dije que hoy quería tener una pequeña reunión con ellos, podemos hacerla el lunes sin problemas. Tendré la cabeza más despejada.

      Sí, lo más conveniente es que hoy teletrabaje.

      De hecho, les prometí a mis tías Amelia


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