Candela en la City. Carla Crespo

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Candela en la City - Carla Crespo


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      Vale. No sé si soy un zombi, pero, oficialmente, soy un mapache. Las ojeras me llegan hasta el suelo. Ni infusiones, ni técnicas de relajación, ni contar ovejitas. Me he pasado la noche dando vueltas en la cama y, conforme pasaban las horas, cada vez me ponía más nerviosa, pensando en lo poco que iba a dormir y, cuanto más lo pensaba, más me desvelaba. Al final, no se me ha ocurrido nada mejor que ponerme a mirar el móvil, pero la luz de la pantalla solo ha hecho que ya no lograra conciliar el sueño de ninguna de las maneras.

      No va a haber corrector suficiente en el mundo para tapar los cercos morados que tengo debajo de los ojos. Bueno, siempre puedo decir que he estado trabajando hasta tarde. Eso es lo que tendría que haber hecho. Al menos la noche habría sido productiva. En fin, ahora ya no se puede hacer nada.

      Es bastante temprano, aún no ha amanecido, así que bajo por las escaleras tratando de no hacer ruido para no despertar a Fiona, que no entra a trabajar hasta las seis de la tarde. Dejo la maleta en la entrada y voy a la cocina para prepararme un café, hasta que recuerdo que el único que hay es el de grano y que tengo que molerlo. Uf, no tengo tiempo.

      De nuevo, tomo nota mental de que, en cuanto vuelva a casa, tengo que ir a hacer la compra si no quiero que Fiona se apodere de la despensa y me vea abocada a alimentarme exclusivamente de edamames o algo por el estilo.

      Me he vestido con un traje de chaqueta a cuadros gris y una camisa en tono azul claro. Cojo la gabardina de un viejo perchero de madera que hay en el recibidor, me la pongo y salgo a esperar a Kenneth a la calle. Debe de estar al caer.

      Cuando veo que un espectacular Jaguar descapotable de color verde se detiene justo frente a mí, baja la capota y reconozco al conductor, me quedo boquiabierta.

      Un gerente de una firma de auditoría importante gana un sueldazo, pero un coche de esta categoría es demasiado. Es un clásico. Debe de valer una fortuna. Esto no hace sino acrecentar mi teoría de que Ken no es más que un enchufado. Seguro que ha ascendido tan rápido porque vendrá de una familia bien.

      —Buenos días, Candeeelaaa, ¿un café? —pregunta mostrando un vaso para llevar del Starbucks al tiempo que abre la portezuela del coche y me coge el trolley y se dispone a cargarlo en el maletero.

      Vale. Mi corazón acaba de ablandarse un poquito. Si hay algo que mi cuerpo necesita ahora mismo, es cafeína. Y, además, podré criticarle otras cosas a Kenneth, pero está claro que es un perfecto gentleman.

      Doy un trago al café que me ha dado y siento cómo me reconforta. Me subo al coche y lo observo con detenimiento. Hoy no lleva traje, supongo que, para no arrugarlo durante el largo trayecto, aunque, probablemente, haya un portatrajes con varios modelitos en el maletero, si hay algo por lo que Kenneth llama la atención es por lo bien vestido que va. Un atuendo para cada ocasión. Como el Ken de la Barbie.

      Lleva unos chinos en tono beige con unos náuticos marrón oscuro y una camisa blanca cubierta por un fino suéter granate. Para completar el estilismo, luce unos guantes de conducir de cuero marrón. Hoy es el Ken piloto. Me jode decirlo, pero está muy guapo. No se ha afeitado y tiene una ligera barba de dos o tres días que le hace todavía más atractivo.

      Me abrocho el cinturón, Kenneth se sienta a mi lado y arranca el coche. El jaguar es realmente espectacular, con sus asientos tapizados en cuero verde y su volante de madera. Se me hace raro ir sentada en el lado izquierdo, es algo a lo que me cuesta acostumbrarme cuando voy con alguien de copiloto a pesar de que llevo viviendo en Inglaterra desde que empecé la universidad. El viento me golpea en la cara y, aunque estamos en septiembre, ya hace frío en Londres, ¿qué necesidad hay de ir descapotados?

      Como no me atrevo a decir nada, me concentro en beberme el café. Dios, van a ser las cinco horas más largas de mi vida. Ahora mismo, me gustaría parecerme un poquito más a mis asistentes, siempre tan alegres y extrovertidos, no tienen problemas con nadie y siempre saben qué decir. Supongo que, en parte, esto es lo que pasa cuando apenas tienes vida social. Cuando nunca la has tenido.

      Me he pasado la vida estudiando y esforzándome para ser la mejor y, para eso, he renunciado a mi tiempo libre. Fiona es una de las pocas amigas que tengo y tampoco es que seamos lo que se dice, íntimas. Con toda probabilidad, si no hubiésemos compartido habitación en la universidad, no habríamos cruzado ni dos palabras porque apenas tenemos nada en común. Sin embargo, a pesar de nuestras diferencias, congeniamos. Hasta el punto de que, cuando ambas terminamos nuestros estudios, yo en Administración y Dirección de Empresas y ella en Nutrición, y me contó que estaba buscando una habitación en Londres le propuse que me pagase un pequeño alquiler y viniera a vivir conmigo.

      Me termino el café y veo que Ken me mira de reojo. No podemos seguir en silencio todo el viaje. Resultaría demasiado incómodo y, por lo que sea, él se ha propuesto dejarme espacio y no entablar conversación hasta que yo lo haga.

      «Muy bien, es hora de superar esto», me digo. Y lo hago de la única forma en la que sé hacerlo: hablando de trabajo. Tal vez piense que soy una aburrida, pero ¿qué me importa eso a mí? Es mi superior, si cree que soy una adicta al trabajo, pues mejor. En el único ámbito en el que he de causarle buena impresión es en el laboral.

      O eso quiero creer.

      —Háblame de la empresa que vamos a visitar, Kenneth —comienzo—, creo que es la primera vez que voy a auditar una empresa de la industria alimentaria.

      Mi gerente se gira hacia mí y sonríe.

      —Es una empresa curiosa, por lo que he leído de ella. Fabrican todo tipo de bollería y la venden congelada directamente a supermercados o directamente a particulares.

      —Mi compañera de piso está escandalizada. No puede entender que la gente prefiera llenar el congelador de muffins y donuts en vez de tenerlo repleto de bolsas de menestra de verduras —exclamo entre risas, sintiéndome, de pronto, más relajada.

      —Te diré algo, estoy de acuerdo con ella y, aunque me parece que soy algo menos radical que tu amiga, creo que el movimiento realfooder está haciendo mucho bien.

      Lo miro, atónita. ¿Ken realfooder?

      —Disculpa, pero creo que el alcohol no entra dentro de los alimentos permitidos. Y no vayas a decirme ahora que tu consumo es ocasional, porque salir de afterwork casi cada día de la semana yo diría que es más bien un hábito.

      —Vale, ahí me has dado. Reconozco que tendría que beber menos. Y, sí te soy sincero, tampoco le digo que no a un buen dulce, pero ¿qué le voy a hacer? Me gusta salir y pasarlo bien. ¡Soy humano!

      —¡Eh, yo también soy humana! —replico un poco ofendida.

      —Relájate, Candy, no era más que una forma de hablar. Sé que no eres ningún robot. Te he besado.

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