Seducción temeraria. Jayne Bauling

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Seducción temeraria - Jayne Bauling


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a él lo mismo? Ahora que estaba de pie, era obvio que Richard la estaba analizando de arriba abajo… y parecía estar tomando buena nota de sus pechos turgentes por primera vez desde que se habían visto; lo cual no era habitual, pues la mayoría de los hombres reparaba al instante en sus pechos y hasta hacía comentarios al respecto. Richard, en cambio, le había hablado de su piel… No era que le importara: sabía que los hombres eran así y ella se sentía orgullosa de sus senos, grandes y bonitos, que armonizaban espectacularmente con su cuerpo esbelto.

      La atención de Richard, más que molestarla, la estaba excitando, así que decidió poner punto final a ese encuentro cuanto antes.

      –Cumple tu promesa –le recordó él, antes de soltarle la mano.

      Challis volvió a sentarse y lo observó salir de la cafetería, justo cuando su jefe, Miles Logan, entró, vestido con sus vaqueros y su camisa de siempre.

      –Acabo de ver a Richard Dovale –le dijo Miles a Challis, nada más ocupar el asiento en el que había estado sentado el magnate–. Siento llegar tan tarde, no he podido avisar: me han robado el teléfono en el mismo semáforo en que me birlaron las gafas de sol el mes pasado: ¿puedes creértelo? He tenido que desviarme a la comisaría –se excusó.

      –Si condujeras con la capota bajada…

      –¿Quién ha pedido este café? –preguntó Miles–. ¿Ha venido Sheridan?

      –No, pero sí su tío: Richard Dovale –anunció Challis–. Si lo contratamos, tendremos que pedirle que sea discreto. Ser sobrino de Richard Dovale no encaja con la imagen de nuestra emisora… Y no estoy segura de si debemos ir tras Kel: causaría problemas en su familia.

      –De acuerdo, si tú lo crees, nena.

      –No me llames «nena» –replicó Challis.

      Miles, un hombre de rostro agradable, de veintisiete años, cabello marrón y ojos grises, sonrió. Challis le devolvió la sonrisa a su jefe. Le gustaba su trabajo, y le gustaría aún más cuando ella dirigiese la emisora.

      Capítulo 2

      NO HAY una palabra para esto? –le preguntó Challis a Serle Orchard–. Ya sabes, para cuando ves a una persona por primera vez y luego no paras de encontrarte con ella. El otro día conocí a Richard Dovale y ahí está de nuevo. Me preguntó qué estará haciendo aquí. La mujer que lo acompaña me resulta vagamente familiar.

      Era sábado por la noche y Challis había aceptado una invitación a la fiesta de una productora musical. Serle trabajaba para la competencia, de modo que se alegró de poder acompañar a Challis, para espiar.

      Richard lucía un traje. Su compañera era de una belleza clásica, iba de negro, el tipo de mujer que le pegaba, decidió Challis.

      –Es Julia Keverne –dijo Serle tras localizar a la pareja–. La familia tiene una mina de oro y ella es la hija, la heredera creo.

      –Diamantes y oro, qué apropiado –Challis rió–. Puede que sea una de esas parejas en las que los dos se necesitan; como son tan distinguidos, no podrían relacionarse con nadie más.

      –Tal vez –repuso Serle–. Creo que ya sé qué hacen aquí: me parece que la familia de ella ha aportado una buena suma de dinero para promocionar a un grupo de esta compañía.

      –Un gesto filantrópico –comentó Challis de buen grado.

      Pero Serle no parecía tener la más mínima simpatía por la pareja, que en esos momentos hablaba con un poeta famoso. Challis suspiró. Llevaba dos meses saliendo con él y empezaba a darse cuenta de lo gruñón que era… aparte de resentido y codicioso. Al principio se había sentido halagada por los piropos que Serle le había dedicado, ¿pero era eso todo lo que la atraía? En tal caso, quizá fuera hora de replantearse aquella relación.

      Además, ni siquiera le parecía ya tan atractivo. Challis buscó a Richard Dovale con la mirada: él sí que era atractivo. Incluso a pesar de la distancia que los separaba, notó un cosquilleo en el estómago al ver a aquel hombre tan sensual… ¡Ojalá pudiera encontrar a alguien así que perteneciese a su mundo!

      No era que necesitara a un hombre en su vida, pero siempre era agradable tener un compañero, y empezaba a cansarse de Serle.

      Sin embargo, don Diamantes Dovale sería un error todavía mayor, pues era un hombre muy serio, responsable en gran medida de la economía del país, ya que su empresa minera proporcionaba trabajo a un sector enorme de la población.

      Al verlo separado de su pareja, y dado que Serle se había acercado a hablar con un conocido, se rindió a un impulso y fue a saludarlo:

      –Delicioso, ¿no te parece? –dijo Challis, en referencia a los platos que se servían en la mesa del buffet–. Espero que tengan bolsas de plástico; voy a ver si me llevo unas cuantas cosas y así no cocinaré en una semana –añadió.

      –¿Estás trabajando? –le preguntó Richard sin rodeos, mientras le lanzaba una mirada abrasadora que se detuvo en su maquillaje, en el lápiz de labios, en las uñas pintadas, en su cabello negro y azul…

      –Entre otras cosas –respondió Challis, la cual se preguntó si no había sido demasiado atrevida acercándose a él.

      –¿Sabes? No me extraña que tu programa funcione tan bien y que tú tengas tantos admiradores –comentó Richard después de mirar la chaqueta roja de ella, a juego con un top con cuello redondo y en combinación con una minifalda negra–. Tal y como vistes…

      –¿Acaso tengo la culpa de que la gente prefiera llevar ropa triste?

      –No era una crítica –aclaró Richard, sonriente–. Cualquier hombre medio vivo giraría la cabeza para disfrutar de una visión semejante –añadió con una voz ronca que la excitó.

      –¿Hasta tú? –lo desafió ésta.

      –Hasta yo… si me permitiera olvidar lo que sé –respondió Richard.

      De nuevo la sorprendió su franqueza, aunque Challis no tenía muy claro a qué se refería él con eso de olvidar lo que sabía. En cualquier caso, nunca lo habría imaginado capaz de reconocer que se sentía atraído hacia alguien como ella.

      –En cualquier caso, has venido acompañado –le recordó Challis.

      –Igual que tú.

      –Así que no podemos estar juntos.

      –Por cierto, el hombre con el que has venido…

      –Serle Orchard –lo informó Challis.

      –Sí, Julia… Julia Keverne me estaba diciendo quién es.

      –¡Qué casualidad! Serle me estaba contando quién era ella. Sólo la había visto en fotos hasta ahora. ¿Es tu novia?

      –Me ha invitado a venir con ella. Su familia está interesada por algunos de los artistas de esta productora.

      –No sueltas prenda, ¿eh? –repuso Challis–. ¿Es que piensas que, si admites algún tipo de relación con esa mujer, iría corriendo a la prensa para publicarlo?

      –¿Lo harías? –preguntó Richard–. Mi vida privada es privada. Y dado que tú ni siquiera eres una amiga de confianza…

      El resto lo dejó en el aire, pero Challis se sintió dolida por aquel rechazo.

      –¿Cómo puedes privar a los periódicos de un titular tan bueno? –lo provocó, forzando una sonrisa alegre–. ¡El señor de los diamantes emparejado con la heredera de las joyas! –fantaseó.

      –Sabía que no tardarías en llamarme ricachón –comentó Richard, incómodo.

      –Es que lo eres –apuntó ella–. Con todos esos diamantes… por cierto, por aquí hay bastantes minas de oro; ¿cómo es que vives en Johannesburgo?

      –Es más lógico vivir


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