Seducción temeraria. Jayne Bauling

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Seducción temeraria - Jayne Bauling


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es delegar en los demás?

      –¿Anticuada yo? –repitió ella–. Bueno, reconozco que no estoy acostumbrada a que alguien que me saca tanta edad como tú trate de coquetear conmigo.

      –Eres imposible –espetó Richard, visiblemente enfadado–. No hay forma de hablar contigo. Te iba a contar lo que Julia me ha dicho sobre tu novio, pero seguro que ya sabes que tanto su empresa como él, en particular, son famosos por sus estrategias de competencia desleal. Pensaba que debía advertirte en agradecimiento por tu decisión de dejar a Kel en paz, pero puede que esa falta de moralidad sea lo que te atrae de Serle Orchard; sois tal para cual y sería estúpido si creyese en la promesa que hiciste el otro día, con lo vaga que fue.

      –¡Gracias a Dios que no somos parientes! Me compadezco de Kel. Puede que creas que tienes derecho a interferir en su vida, pero no tienes derecho a interferir en la mía, así que deja que juzgue a Serle por mí misma, ¡gracias!

      Luego se retiró sin volver la vista atrás y, en medio de la multitud, se rozó con Julia Keverne, la cual tenía unos ojos de color azul grisáceo muy bonitos.

      –¡Oye! –le reprochó Serle–. Estaba a punto de acercarme para que me presentaras a Dovale. Un contacto así puede tener mucho valor.

      Sus palabras la decidieron… y no por la advertencia que le había hecho Richard.

      –No estoy segura de qué quieres decir con lo de «mucho valor», Serle –arrancó Challis–. ¿Significa lo mismo para ti que para mí? Creo que deberíamos discutirlo.

      –¡Genial! Empezaba a pensar que nunca iríamos al grano. He soltado muchas indirectas, pero tú no me dabas ninguna pista –contestó Serle con crudeza–. Pues… por ejemplo, no vendría mal que tu emisora le diera un empujón al disco que nuestro chico va a sacar la semana que viene: eso tendría valor para mí –añadió animado.

      Challis lo miró y supo que su relación había concluido, y que no debía haber empezado siquiera.

      –¿Lo dices por el cantante ese de la guitarra acústica? Lo siento, no podemos incluirlo en nuestra lista. Pusimos algunas canciones de su anterior disco y la audiencia lo rechazó.

      –No me refiero a esa maldita lista de éxitos –contestó Serle de mala manera–. En tu programa de noche pones lo que te apetece, ¿no?

      –Pongo música alternativa –dijo Challis con orgullo–. Tu chico no encaja…

      –¿Pues qué es lo quieres? –la interrumpió Serle.

      –¿Todavía no te has enterado? –replicó ella–. He hecho todo lo posible por fingir que no me daba cuenta de que intentabas chantajearme y sacar partido de mi posición en la radio. No quiero que vuelvas a acercarte a mí –sentenció Challis.

      –¡Vaya con doña Moralidad! –trató de mofarse Serle–. Y yo que pensaba que eras ambiciosa. Nunca llegarás a ningún sitio; no tienes ni idea de cómo funcionan las cosas en este mundo.

      Challis no estaba dispuesta a prestar atención a Serle, de modo que se dio media vuelta y echó a andar hasta que dejó de oír los insultos que su ex novio le estaba dedicando.

      Por suerte, el enfado sólo le duró un par de minutos y en seguida experimentó una extraordinaria sensación de libertad; se desplazó por la sala con una sonrisa amplia y ojos brillantes, bebió champán, se sirvió cuanto quiso del buffet, escuchó un poco de música y resolvió regresar a casa.

      Los alrededores del centro en que se celebraba la fiesta eran muy bonitos. Challis abrió una de las puertas y sacó su teléfono móvil:

      –¿Qué haces? –le preguntó Richard de repente.

      –Busco un sitio un poco tranquilo para llamar a un taxi –repuso con el corazón acelerado… por el susto, se dijo Challis.

      –¿No te lleva a casa tu novio?

      –Acabamos de romper –reconoció ella, a la que no le gustó la expresión del rostro de Richard–. Pero no por nada de lo que me has dicho antes, así que deja de mirarme así. Serle es un miserable; empezaba a sospecharlo antes de que me lo advirtieras y acaba de confirmármelo.

      –Y no has perdido ni un segundo en cortar con él –comentó Richard con satisfacción–. Nosotros te acercaremos a casa.

      –¿Tú y la princesa de las joyas?

      Richard rió y Challis sintió que se le ponía la carne de gallina.

      –No sé si lo de «princesa» le parecerá demasiado bajo para ella. Quizá «reina»… –bromeó él–. Bueno, ¿estás lista?

      Challis consideró la propuesta unos segundos y aceptó por mera curiosidad. Ese hombre era diferente a todos los que había conocido hasta entonces. La fascinaba. Y su curiosidad se extendía hasta su novia, prometida, amante o lo que quiera que Julia Keverne fuese. Se moría por saber qué clase de mujer podía atraer a un hombre tan sensual y masculino; qué clase de mujer podía convertir la calidez de sus ojos en una llama fogosa.

      –Sí –respondió por fin.

      –¿Dónde vives? –le preguntó Richard, después de que éste le presentara a Julia.

      –En Rosebank, cerca de la cafetería donde nos conocimos.

      –Entonces será mejor que me dejes a mí primero, Richard –sugirió Julia con sencillez.

      –Es más lógico, sí –convino él.

      De modo que no iban a pasar la noche juntos, pensó Challis, algo avergonzada por lo que había imaginado. A no ser que regresara con Julia después de dejarla a ella en casa.

      Su coche era, tal como había esperado, lujoso, compacto y de diseño conservador.

      –Así que trabajas para Sounds FM, ¿no, Challis? –le preguntó Julia desde el asiento del copiloto–. Creo que en tu emisora suenan algunos de los artistas que mis padres y yo patrocinamos. Me temo que no la he oído mucho, aunque creo que el estilo de Kel encaja con Sounds, ¿verdad, Richard?

      –Encaja demasiado –contestó él con sarcasmo.

      –Debe de ser muy entretenido tener un programa orientado a los jóvenes –prosiguió Julia–. Seguro que te diviertes mucho. ¿Qué piensas hacer más adelante?

      –¿Después de perder el tiempo con mi programa? –contestó a la defensiva–. Me gustaría reemplazar a Miles Logan al mando de la emisora –añadió.

      –Sí que eres ambiciosa –comentó Julia con sincera simpatía–. Ya hemos llegado –añadió a continuación.

      Julia seguía viviendo en la casa de sus padres, la cual estaba protegida por un gran sistema de seguridad y varios guardias uniformados.

      –En seguida vuelvo –le dijo Richard a Challis, después de que éste y Julia hubieran salido del coche–. Ponte delante mientras tanto – añadió.

      Decidió que les daría cinco minutos y, si para entonces no había regresado Richard, llamaría a un taxi. Pero Richard no tardó en volver.

      –Esa mujer necesita poner un poco de alegría en su vida –se atrevió a comentar Challis mientras se ponían el cinturón de seguridad.

      –Lo dices en serio, ¿verdad? –contestó Richard–. Sí, tienes razón. Necesita divertirse más.

      –Y tú no puedes ayudarla porque a ti te pasa lo mismo –lo pinchó ella.

      –Divertirse no es siempre… posible –contestó Richard en tono enigmático.

      –¿Porque eres empresario? ¿Es un lastre la responsabilidad de ser tan rico? Serle dice que Julia es la heredera de los Keverne.

      –Parece que nos tienes muy bien encasillados –contestó Richard tras una breve pausa–. ¿Por eso estás siendo tan comprensiva? ¿Tienes la esperanza de librarnos de nuestros lastres económicos?


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