Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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en paz; es preciso que nosotros los vaciemos de su sangre y que limpiemos hasta sus huesos. Limpieza, solamente limpieza queremos —y ahora todos lloraban y sollozaban—, ¿cómo únicamente tú en el mundo puedes soportarlos, tú, de noble corazón y dulces entrañas? Inmundicia es su blancura; inmundicia es su negrura; y horrorosas son sus barbas; ganas da de escupir viendo las comisuras de sus ojos; y cuando alzan los brazos en sus sobacos se abre el infierno. Por eso, oh señor, por eso, oh querido señor, con la ayuda de tus manos todopoderosas, con la ayuda de tus todopoderosas manos, ¡córtales el pescuezo con esta tijera! —Y, a una sacudida de su cabeza, apareció un chacal que traía en uno de sus colmillos una pequeña tijera de sastre cubierta de viejas manchas de herrumbre.

      —¡Ah, finalmente apareció la tijera, y ahora basta! —gritó el jefe árabe de nuestra caravana, que se nos había acercado contra el viento y que ahora agitaba su gigantesco látigo. Todos escaparon rápidamente, pero a cierta distancia se detuvieron, estrechamente acurrucados unos contra otros, tan estrecha y rígidamente los numerosos animales, que se los veía como un apretado redil rodeado de fuegos fatuos.

      —Así que tú también, señor, has visto y oído este espectáculo —dijo el árabe riendo tan alegremente como la reserva de su tribu lo permitía.

      —¿Sabes entonces qué quieren los animales? —pregunté.

      —Naturalmente, señor —dijo—, todos lo saben; desde que existen los árabes esta tijera vaga por el desierto, y viajará con nosotros hasta el fin de los tiempos. A todo europeo que pasa le es ofrecida la tijera para la gran obra; cada europeo es precisamente el que les parece el predestinado. Estos animales tienen una esperanza insensata; están locos, locos de verdad. Por esta razón los queremos; son nuestros perros; más lindos que los de ustedes. Mira, reventó un camello esta noche, he dispuesto que lo traigan aquí.

      Cuatro portadores llegaron y arrojaron el pesado cadáver delante de nosotros. Apenas tendido en el suelo, ya los chacales alzaron sus voces. Como irresistiblemente atraído por hilos, cada uno se acercó, arrastrando el vientre en la tierra, inseguro. Se habían olvidado de los árabes, habían olvidado el odio; la obliteradora presencia del cadáver reciamente exudante los hechizaba. Ya uno de ellos se colgaba del cuello y con el primer mordisco encontraba la arteria. Como una pequeña bomba rabiosa que quiere apagar a cualquier precio y al mismo tiempo sin éxito un prepotente incendio, cada músculo de su cuerpo zamarreaba y palpitaba en su puesto. Y ya todos se apilaban en igual trabajo, formando como una montaña encima del cadáver.

      En aquel momento el jefe restalló el severo látigo a diestra y siniestra. Los chacales alzaron la cabeza, a medias entre la borrachera y el desfallecimiento, vieron a los árabes ante ellos, sintieron el látigo en el hocico, dieron un salto atrás y corrieron un trecho a reculones. Pero la sangre del camello formaba ya un charco, humeaba a lo alto, en muchos lugares el cuerpo estaba desgarrado. No pudieron resistir; otra vez estuvieron allí; otra vez el jefe alzó el látigo; yo retuve su brazo.

      —Tienes razón, señor —dijo—, dejémoslos en su oficio; por otra parte es tiempo de partir. Ya los has visto. Prodigiosos animales, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!

      R

      Hoy bajaron hasta aquí los ingenieros jefes. La dirección seguramente ha ordenado cavar nuevas galerías, y por eso vinieron los ingenieros, para ejecutar un replanteo provisorio. ¡Qué jóvenes son, y sin embargo qué diferentes ya entre sí! Se han formado en plena libertad, y ya desde jóvenes muestran con toda naturalidad caracteres netamente definidos.

      Uno, de pelo negro, vivaz, recorre todo con la mirada.

      Otro, con un anotador, hace croquis al pasar, mira alrededor, compara, vuelve a anotar.

      Un tercero, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, lo que hace que todo en él sea tenso, avanza erguido; conserva su dignidad; sólo la costumbre de morderse continuamente los labios demuestra su impaciente e inocultable juventud.

      El cuarto ofrece al tercero explicaciones que éste no le pide; más bajo que el otro, lo persigue como un demonio familiar, y con el índice siempre levantado, parece entonar una letanía sobre todo lo que ven.

      El quinto, tal vez más importante, no admite que lo acompañen; a veces marcha adelante, a veces detrás; el grupo acomoda su paso al suyo; es pálido y débil; la responsabilidad ha socavado sus ojos; a menudo, meditativo, se oprime la frente con la mano.

      El sexto y el séptimo marchan un poco agobiados, con las cabezas juntas, tomados del brazo y conversando confidencialmente; si esto no fuera evidentemente nuestra mina de carbón, y nuestro puesto de trabajo en la galería más profunda, alguien podría creer que estos señores huesudos, afeitados y narigudos son dos jóvenes clérigos. Uno se ríe casi siempre con un ronroneo de gato; el otro, también riendo, dirige la conversación, y con su mano libre marca una especie de compás. ¡Qué seguros han de estar estos señores de su posición; sí, a pesar de su juventud, cuántos servicios habrán prestado ya a nuestra mina, para atreverse así, en una inspección tan importante, bajo la mirada de su jefe, a ocuparse tan abstraídamente de asuntos personales, o por lo menos de asuntos que nada tienen que ver con la tarea del momento! ¿O será tal vez posible que, a pesar de sus risas y su desatención, se den perfecta cuenta de todo? Uno casi no se atrevería a emitir un juicio definitivo sobre esta clase de señores.

      Por otra parte es indudable en cambio que el octavo está concentrado en su labor con más atención que todos los demás. Todo tiene que tocar, que golpearlo con un martillo que saca constantemente del bolsillo, para volver a guardarlo enseguida. A menudo se arrodilla en la suciedad, a pesar de sus ropas elegantes, y golpea el piso, y luego al reanudar la marcha sigue golpeando las paredes y el techo de la galería. Una vez se tendió en el suelo y permaneció inmóvil largo rato, hasta que pensamos que le había ocurrido alguna desgracia; pero de pronto se puso de pie de un salto, con un breve encogimiento de su magro cuerpo. Simplemente, estaba haciendo una investigación. Nosotros creemos conocer nuestra mina y sus rocas, pero lo que este ingeniero investiga sin cesar de esta manera nos resulta incomprensible.

      El noveno empuja una especie de cochecito de bebé. donde se encuentran los aparatos de medición. Aparatos extraordinariamente costosos, envueltos en finísimo algodón. En realidad, el ordenanza debería conducir el cochecito, pero no le tienen bastante confianza; prefieren que lo lleve un ingeniero, y se ve que lo hace de buena gana. Es el más joven, probablemente, tal vez todavía no entiende bien todos los aparatos, pero su mirada no se aparta de ellos, lo que a menudo lo pone en peligro de chocar con el cochecito contra las paredes.

      Pero hay otro ingeniero que va junto al coche y que impide esos accidentes. Este, evidentemente, conoce a fondo los aparatos, y parece ser en realidad el encargado de ellos. De vez en cuando, sin detener el cochecito, toma una parte de algún aparato, la examina, la atornilla o la desatornilla, la agita y la golpea, la acerca a su oído y escucha; y por fin, mientras el conductor del coche se detiene, coloca nuevamente el pequeño objeto, casi invisible desde lejos, con gran cuidado en el vehículo. Este ingeniero es un poco imperioso, pero sólo por consideración hacia los aparatos. Cuando el coche está a diez pasos de distancia de nosotros, el ingeniero nos hace un signo con el dedo, sin decir palabras, para que nos hagamos a un lado, aún donde no hay ningún lugar para correrse.

      Detrás de estos dos caballeros viene el ocioso ordenanza. Los señores, como es de esperar en personas tan instruidas, han abandonado hace tiempo cualquier arrogancia, pero en cambio el ordenanza parece haberla recogido y conservado toda. Con una mano en la espalda, la otra adelante, sobre sus botones dorados, o acariciando el fino tejido de su librea, inclina constantemente la cabeza hacia izquierda y derecha, como si lo hubiéramos saludado y nos contestara, o como si diera por sentado que lo hemos saludado, pero que no puede descender de sus alturas para comprobarlo. Naturalmente, no lo saludamos, pero por su aspecto casi podría creerse que es algo maravilloso ser portero de la Dirección de la mina. A sus espaldas, todos nos reíamos de él, pero como ni siquiera un rayo podría obligarlo a darse vuelta, seguimos considerándolo como algo incomprensible.

      Hoy no trabajaremos mucho más: la interrupción


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