Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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el explorador tuvo que ir a buscarlos y empujarlos a la fuerza hasta la cabeza del oficial. En ese momento, casi contra su voluntad, vio el rostro del cadáver. Era como había sido en vida; no se descubría en él ninguna señal de la prometida redención; lo que todos los demás habían hallado en la máquina, el oficial no lo había hallado; tenía los labios apretados, los ojos abiertos, con la misma expresión de siempre, la mirada tranquila y convencida; y atravesada en medio de la frente la punta de la gran aguja de hierro.

      Cuando el explorador llegó a las primeras casas de la colonia, seguido por el condenado y el soldado, éste le mostró uno de los edificios y le dijo:

      —Esa es la confitería.

      En la planta baja de una casa había un espacio profundo, de techo bajo, cavernoso, de paredes y cielo raso ennegrecidos por el humo. Todo el frente que daba a la calle estaba abierto. Aunque esta confitería no se distinguía mucho de las demás casas de la colonia, todas en notable mal estado de conservación (aun el palacio donde se alojaba el comandante), no dejó de causar en el explorador una sensación como de evocación histérica, al permitirle vislumbrar la grandeza de los tiempos idos. Se acercó y entró, seguido por sus acompañantes, entre las mesitas vacías, dispuestas en la calle frente al edificio, y respiró el aire fresco y cargado que provenía del interior.

      —El viejo está enterrado aquí —dijo el soldado—, porque el cura le negó un lugar en el camposanto. Dudaron un tiempo dónde lo enterrarían, finalmente lo enterraron aquí. El oficial no le contó a usted nada, seguramente, porque ésta era, por supuesto, su mayor vergüenza. Hasta trató varias veces de desenterrar al viejo, de noche, pero siempre lo echaban.

      —¿Dónde está la tumba? —preguntó el explorador, que no podía creer lo que oía.

      Inmediatamente, el soldado y el condenado le mostraron con la mano dónde debía de encontrarse la tumba. Condujeron al explorador hasta la pared; en torno de algunas mesitas estaban sentados varios clientes. Aparentemente eran obreros del puerto, hombres fornidos, de barba corta, negra y luciente. Todos estaban sin chaqueta, tenían las camisas rotas, era gente pobre y humilde. Cuando el explorador se acercó, algunos se levantaron, se ubicaron junto a la pared, y lo miraron.

      —Es un extranjero —murmuraban en torno de él—, quiere ver la tumba.

      Corrieron hacia un lado una de las mesitas, debajo de la cual se encontraba realmente la lápida de una sepultura. Era una lápida simple, bastante baja, de modo que una mesa podía cubrirla. Mostraba una inscripción de letras diminutas; para leerlas, el explorador tuvo que arrodillarse. Decía así: “Aquí yace el antiguo comandante. Sus partidarios, que ya deben de ser incontables, cavaron esta tumba y colocaron esta lápida. Una profecía dice que después de determinado número de años el comandante resurgirá, desde esta casa conducirá a sus partidarios para reconquistar la colonia. ¡Crean y esperen!” Cuando el explorador terminó de leer y se levantó, vio que los hombres se reían, como si hubieran leído con él la inscripción, y ésta les hubiera parecido risible, y esperaban que él compartiera esa opinión. El explorador simuló no advertirlo, les repartió algunas monedas, esperó hasta que volvieran a correr la mesita sobre la tumba, salió de la confitería y se encaminó hacia el puerto.

      El soldado y el condenado habían encontrado algunos conocidos en la confitería, y se quedaron conversando. Pero pronto se desligaron de ellos, porque cuando el explorador se encontraba por la mitad de la larga escalera que descendía hacia la orilla, lo alcanzaron corriendo. Probablemente querían pedirle a último momento que los llevara consigo. Mientras el explorador discutía abajo con un barquero el precio del transporte hasta el vapor, se precipitaron ambos por la escalera, en silencio, porque no se atrevían a gritar. Pero cuando llegaron abajo, el explorador ya estaba en el bote, y el barquero acababa de desatarlo de la costa. Todavía podían saltar dentro del bote, pero el explorador alzó del fondo del barco un cable pesado, los amenazó con él y evitó que saltaran.

      R

      7

      Tenemos un nuevo abogado, el doctor Bucéfalo. Poco hay en su aspecto que recuerde la época en que era el caballo de batalla de Alejandro de Macedonia. Sin embargo, quien está al tanto de esa circunstancia, algo nota. Y hace poco pude ver en la entrada a un simple ujier que lo contemplaba admirativamente, con la mirada profesional del aficionado a las carreras de caballos, mientras el doctor Bucéfalo, alzando gallardamente los muslos y haciendo resonar el mármol con sus pasos, ascendía escalón por escalonia escalinata.

      En general, la Magistratura aprueba la admisión de Bucéfalo. Con asombrosa agudeza dicen que dada la organización actual de la sociedad, Bucéfalo se encuentra en una posición un tanto difícil, y que en consecuencia, y considerando además su importancia dentro de la historia universal, merece por lo menos ser recibido. Hoy —nadie podría negarlo— no hay ningún Alejandro Magno. Hay muchos que saben matar; tampoco escasea la habilidad necesaria para asesinar a un amigo de un lanzazo a través de la mesa del festín; y para muchos Macedonia es demasiado reducida, y maldicen en consecuencia a Filipo, el padre; pero nadie, nadie puede abrirse paso hasta la India. Aún en su época las puertas de la India estaban fuera del rey señaló el camino. Hoy dichas puertas están en otra parte, más lejos, más alto; nadie muestra el camino; muchos llevan espadas; pero sólo para blandirlas, y la mirada que las sigue sólo consigue confundirse. Por eso, quizá lo mejor sea hacer lo que Bucéfalo ha hecho, sumergirse en la lectura de libros de derecho. Libre, sin que los muslos del jinete opriman sus flancos, a la tranquila luz de la lámpara, lejos del estruendo de las batallas de Alejandro, lee y relee las páginas de nuestros antiguos textos.

      R

      Estaba muy preocupado; debía emprender un viaje urgente; un enfermo de gravedad me estaba esperando en un pueblo a diez millas de distancia; una violenta tempestad de nieve azotaba el vasto espacio que nos separaba; yo tenía un coche, un cochecito ligero, de grandes ruedas, exactamente apropiado para correr por nuestros caminos; envuelto en el abrigo de pieles, con mi maletín en la mano, esperaba en el patio, listo para marchar; pero faltaba el caballo... El mío se había muerto la noche anterior, agotado por las fatigas de ese invierno helado; mientras tanto, mi criada corría por el pueblo, en busca de un caballo prestado; pero estaba condenada al fracaso, yo lo sabía, y a pesar de eso continuaba allí inútilmente, cada vez más envarado, bajo la nieve que me cubría con su pesado manto. En la puerta apareció la muchacha, sola, y agitó la lámpara; naturalmente, ¿quién habría prestado su caballo para semejante viaje? Atravesé el patio, no hallaba ninguna solución; distraído y desesperado a la vez, golpeé con el pie la ruinosa puerta de la pocilga, deshabitada desde hacía años. La puerta se abrió, y siguió oscilando sobre sus bisagras. De la pocilga salió una vaharada como de establo, un olor a caballos. Una polvorienta linterna colgaba de una cuerda.

      Un individuo, acurrucado en el tabique bajo, mostró su rostro claro, de ojitos azules.

      —¿Los engancho al coche? —preguntó, acercándose a cuatro patas.

      No supe qué decirle, y me agaché para ver qué había dentro de la pocilga. La criada estaba a mi lado.

      —Uno nunca sabe lo que puede encontrar en su propia casa —dijo ésta. Y ambos nos echamos a reír.

      —¡Hola, hermano, hola, hermana! —gritó el palafrenero, y dos caballos, dos magníficas bestias de vigorosos flancos, con las piernas dobladas y apretadas contra el cuerpo, las perfectas cabezas agachadas, como las de los camellos, se abrieron paso una tras otra por el hueco de la puerta, que llenaban por completo. Pero una vez afuera se irguieron sobre sus largas patas, despidiendo un espeso vapor.

      —Ayúdalo —dije a la criada, y ella, dócil, alargó los arreos al caballerizo. Pero apenas llegó a su lado, el hombre la abrazó y acercó su rostro al rostro de la joven. Esta gritó, y huyó hacia mí; sobre sus mejillas se veían, rojas, las marcas de dos hileras de dientes.

      —¡Salvaje!


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