Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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hombre que se acerca rápidamente.

      Y luego el hombre pasa, y el rostro de la niña está totalmente iluminado.

      R

      Después de una tempestad, se ve el poder de persuasión del aire. Mis méritos se me hacen evidentes y me dominan, aunque no les ofrezco ninguna resistencia .

      Camino, y mi compás es el compás de este lado de la calle, de la calle, de todo el barrio. Por derecho, soy responsable de todas las llamadas a las puertas, de todos los golpes en las mesas, de todos los brindis, de todas las parejas de amantes en sus lechos, en los andamiajes de las construcciones, en las calles oscuras, apretados contra los muros de las casas, en los divanes de los prostíbulos.

      Comparo mi pasado con mi futuro, pero ambos me parecen admirables, no puedo otorgar la palma a ninguno de los dos, y sólo protesto ante la justicia de la Providencia, que me ha favorecido tanto.

      Pero cuando entro en mi habitación, me siento un poco pensativo, aunque al subir las escaleras no me he encontrado con nada que justifique ese sentimiento. No me sirve de mucho abrir de par en par la ventana, y oír que todavía están tocando música en un jardín.

      R

      Cuando se sale a caminar de noche por una calle, y un hombre, visible desde muy lejos —porque la calle es empinada y hay luna llena—, corre hacia nosotros, no lo detenemos, ni siquiera si es débil y andrajoso, ni siquiera si alguien corre detrás de él gritando; lo dejamos pasar.

      Porque es de noche, y no es culpa nuestra que la calle sea empinada y la luna llena; además, tal vez esos dos organizaron una cacería para entretenerse, tal vez huyen de un tercero, tal vez el primero es perseguido a pesar de su inocencia, tal vez el segundo quiere matarle, y no queremos ser cómplices de un crimen, tal vez ninguno de los dos sabe nada del otro, y se dirigen corriendo por su cuenta hacia la calma, tal vez son noctámbulos, tal vez el primero lleva armas.

      Y finalmente, de todos modos, ¿no podemos acaso estar cansados, no hemos bebido tanto vino? Nos alegramos de haber perdido de vista también al segundo.

      R

      Me encuentro en la plataforma de un tranvía, completamente en ayunas de mi posición en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera casualmente sabría indicar qué derechos me asisten y me justifican, en cualquier sentido que se quiera. Ni siquiera puedo justificar por qué estoy en esta plataforma, me cojo de esta correa, me dejo llevar por este tranvía. Las personas esquivan el tranvía, o siguen su camino, o contemplan los escaparates: nadie me exige esa justificación, pero eso no importa.

      El tranvía se acerca a una parada; una joven se acerca a la puerta, dispuesta a bajar. Me parece tan definida como si la hubiera tocado. Esta viste de negro, los pliegues de su falda están casi inmovibles, la blusa ceñida y tiene un cuello fino de encaje blanco, su mano izquierda se apoya de plano sobre el tabique, el paraguas de su mano derecha descansa sobre el segundo peldaño. Su rostro es moreno, la nariz, levemente contraída a los lados, tiene punta redondeada y ancha. Su cabellera es abundante, oscura y se advierte algún vello en su sien derecha. Su diminuta oreja es breve y compacta, pero como estoy cerca puedo ver todo el pabellón de la oreja derecha, y la sombra que produce en su rostro.

      En ese momento me pregunté: “¿Cómo es posible que no esté asombrada de sí misma, que sus labios estén cerrados y no digan nada por el estilo?”

      R

      Muchas veces, cuando veo vestidos que con sus múltiples pliegues, volantes y adornos oprimen a bellos y hermosos cuerpos, pienso que no conservarán por mucho tiempo esa tersura, que pronto mostrarán arrugas imposibles de alisar, polvos tan profundamente confundidos con el encaje que ya no se podrá cepillarlos, y que nadie querrá ser tan ridículo y tan desdichado para usar el mismo costoso vestido desde la mañana hasta la noche .

      Y sin embargo encuentro jóvenes bastante hermosas que dejan ver variados y atractivos músculos y delicados huesos y tersa piel y masas de fino cabello, y que no obstante día tras día se ponen esa especie de disfraz natural y se apoyan en la misma mano y reflejan en su espejo el mismo rostro.

      Sólo a veces, de noche, cuando vuelven tarde de alguna fiesta, sus vestidos parecen raídos ante el espejo, deformados, sucios, ya observados por demasiada gente, y casi impresentables.

      R

      Cuando encuentro una hermosa joven y le ruego: “¿Quiere usted acompañarme?” y ella pasa sin contestar, ese silencio quiere decir esto:

      —No eres ningún duque de famoso título, ni un fornido americano con porte de piel roja, de ojos equilibrados y tranquilos, de una piel curtida por el viento de las praderas y de los ríos que las atraviesan, no has hecho ningún viaje por los grandes océanos, y por esos mares que no sé dónde se encuentran. En consecuencia, ¿por qué yo, una joven hermosa, habría de acompañarte?

      Yo le respondería:

      —Olvidas que ningún automóvil te pasea en largos recorridos por las calles; no veo a los caballeros de tu séquito lanzarse detrás de ti siguiéndote en estrecho semicírculo, murmurándote bendiciones; tus pechos parecen perfectamente comprimidos en tu blusa, pero tus caderas y tus muslos los compensan de esa opresión; llevas un vestido de tafetán plisado, como los que tanto nos alegraron el otoño pasado, y sin embargo, sonríes —con ese peligro mortal en el cuerpo— de vez en cuando.

      Ya que los dos tenemos razón, y para no darnos irrevocablemente cuenta de la verdad, preferimos, ¿no es cierto?, irnos cada uno a su casa.

      R

      Pensándolo bien, no es tan envidiable, ser vencedor en una carrera de caballos.

      La gloria de ser reconocido como mejor jinete de un país marea demasiado, junto al estrépito de la orquesta, para no sentir a la mañana siguiente cierto arrepentimiento.

      La envida de los contrincantes, hombres astutos y bastante influyentes, nos entristece al cruzar el estrecho pasaje que recorremos después de cada carrera, y que pronto aparece desierto ante nuestra mirada, exceptuando algunos jinetes retrasados y diminutos sobre el confín del horizonte.

      La mayoría de nuestros amigos se apresuran a cobrar sus ganancias, y sólo nos gritan un lejano y distraído “Hurra”, volviéndose a medias, desde las alejadas ventanillas; pero nuestros mejores amigos no apostaron nada al caballo, porque temían enojarse con nosotros si perdíamos; pero ahora que nuestro caballo ha vencido y ellos no han ganado nada, nos vuelven el rostro al pasar a su lado, y prefieren contemplar las tribunas.

      Detrás de nosotros, los contrincantes, afirmados en sus cabalgaduras, tratan de olvidar su mala suerte, y la injusticia que en cierto modo se ha cometido con ellos; tratan de contemplar las cosas desde un nuevo punto de vista, como si después de este juego de niños debiera empezar otra carrera, la verdadera.

      Muchas damas observan con burla al vencedor, porque parece hinchado de vanidad y sin embargo no sabe cómo recibir los interminables apretones de manos, felicitaciones, reverencias y saludos desde lejos, mientras los vencidos se callan la boca y acarician ligeramente las crines de sus caballos, muchos de los cuales relinchan.

      Al final, bajo un cielo entristecido, comienza a llover.

      R

      Quien vive solo, y sin embargo desea de vez en cuando vincularse a algo; quien, considerando los medios del día, del tiempo, del estado de sus negocios y demás, anhela de pronto ver un brazo al cual pudiese aferrarse, no está


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