Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula. Miguel de Unamuno

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Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula - Miguel de Unamuno


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      –¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!

      –Pero, señorito…

      –Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!

      –Si usted se empeña… ¡pobre Augusto!

      Augusto se sentó.

      –¡Ven acá! –la dijo.

      Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo:

      –¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?

      Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto.

      –Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala…

      –Es que yo, don Augusto…

      –Augusto, Augusto…

      –Es que yo, Augusto…

      –Bueno, cállate, basta –y cerraba él los ojos–, no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo. Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Y no he sabido lo que es dormir juntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si durmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño?

      –Y esa mujer… –empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augusto y con lágrimas en la voz.

      –Esa mujer, Rosario, no me quiere… no me quiere… no me quiere… Pero ella me ha enseñado que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres… y alguna podrá quererme… ¿Me querrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? –y la apretaba como loco contra su pecho.

      –Creo que sí… que le querré…

      –¡Que te querré, Rosario, que te querré!

      –Que te querré…

      –¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!

      En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo:

      –Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta?

      –Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás.

      –Sí, volveré.

      –¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas?

      –¿Perdonarle… qué?

      –Esto, esto… Ha sido una locura. ¿Me lo perdonas?

      –Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y lo que debe hacer es no pensar en esa mujer.

      –Y tú, ¿pensarás en mí?

      –Vaya, que tengo que irme.

      Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas se había ido entró Liduvina:

      –¿No me preguntaba usted el otro día, señorito, en qué se conoce si un hombre está o no enamorado?

      –En efecto.

      –Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, ahora puedo asegurarle que usted está enamorado.

      –Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?

      –¿De Rosario… ? ¡Quiá! ¡De la otra!

      –Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?

      –¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a esta lo que no pudo decir ni hacer a la otra.

      –Pero ¿tú te crees… ?

      –No, no, si ya me supongo que no ha pasado a mayores; pero…

      –¡Liduvina, Liduvina! –Como usted quiera, señorito.

      El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y al echarse en la cama, a cuyos pies dormía Orfeo, se decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de dormir solo, solo, solo, de dormir un solo sueño! El sueño de uno solo es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño que soñamos todos, el sueño común?»

      Y cayó en el sueño.

      Pocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que una señorita preguntaba por él.

      –¿Una señorita?

      –Sí, ella, la pianista.

      –¿Eugenia?

      –Eugenia, sí. Decididamente no es usted el único que se ha vuelto loco.

      El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se sentía reo. Levantóse, lavóse de prisa, se vistió y fue dispuesto a todo.

      –Ya sé, señor don Augusto –le dijo solemnemente Eugenia en cuanto le vio–, que ha comprado usted mi deuda a mi acreedor, que está en su poder la hipoteca de mi casa.

      –No lo niego.

      –Y ¿con qué derecho hizo eso?

      –Con el derecho, señorita, que tiene todo ciudadano a comprar lo que bien le parezca y su poseedor quiera venderlo.

      –No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha comprado usted?

      –Pues porque me dolía verla depender así de un hombre a quien acaso usted sea indiferente y que sospecho no es más que un traficante sin entrañas.

      –Es decir, que usted pretende que dependa yo de usted, ya que no le soy indiferente…

      –¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca, Eugenia, nunca! Yo no busco que usted dependa de mí. Me ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted –y dejándola sola se salió agitadísimo.

      Volvió al poco rato trayendo unos papeles.

      –He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que quiera.

      –¿Cómo?

      –Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré.

      –Lo sabía, y por eso le dije que usted no pretende sino hacer que dependa de usted. Me quiere usted ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme!

      –¡Eugenia! ¡Eugenia!

      –Sí, quiere usted comprarme, quiere usted comprarme; ¡quiere usted comprar… no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo!

      –¡Eugenia! ¡Eugenia!

      –Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, nada más que una infamia.

      –¡Eugenia, por Dios, Eugenia!

      –¡No se me acerque usted más, que no respondo de mí!

      –Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, pégame; insúltame, escúpeme, haz


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