Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula. Miguel de Unamuno

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Tres Novelas: Niebla - Abel Sánchez - La tía Tula - Miguel de Unamuno


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porque los otros, los que no son groseros y brutos y egoístas, no son hombres.

      –Pues ¿qué son?

      –¡Qué sé yo… maricas!

      –¡Vaya unas teorías, chiquilla!

      –En esta casa hay que contagiarse.

      –Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío.

      –No, se me ha ocurrido a mí observando a los hombres.

      –¿También a tu tío?

      –Mi tío no es un hombre… de esos.

      –Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. ¡Vamos, habla!

      –No, no, no, tampoco. Mi tío es… vamos… mi tío… No me acostumbro del todo a que sea algo así… vamos… de carne y hueso.

      –Pues ¿qué, qué crees de tu tío?

      –Que no es más que… no sé cómo decirlo… que no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese de verdad.

      –Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo que tu tío existe, ¡vaya si existe!

      –Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse este viudo?

      –No lo he oído, creo.

      –Pues verá usted; fue cuando la epidemia aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alarmadísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa en una porción de días y hasta tomaba el agua hervida. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a alguien de luto reciente era como si estuviese apestado. Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantuvo a cierta prudente distancia de él, como temiendo el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?, ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí –le contestó el pobre don Emeterio–, acabo de perder a mi pobre mujer.

      .»

      «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?» «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se le acercó a darle la mano. ¡Habráse visto caballería mayor… ! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son unos brutos, nada más que unos brutos.

      –Y es mejor que sean unos brutos que no unos holgazanes, como, por ejemplo, ese zanguango de Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el seso… Porque según mis informes, y son de buena tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausán está de veras enamorado de ti…

      –¡Pero lo estoy yo de él y basta!

      –Y ¿te parece que ese… tu novio quiero decir… es de veras hombre? Si fuese hombre, hace tiempo que habría buscado salida y trabajo.

      –Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es verdad, tiene el defecto que usted dice, tía, pero acaso es por eso por lo que le quiero. Y ahora, después de la hombrada de don Augusto… ¡quererme comprar a mí, a mí!… después de eso estoy decidida a jugarme el todo por el todo casándome con Mauricio.

      –Y ¿de qué vais a vivir, desgraciada?

      –¡De lo que yo gane! Trabajaré, y más que ahora. Aceptaré lecciones que he rechazado. Así como así, he renunciado ya a esa casa, se la he regalado a don Augusto. Era un capricho, nada más que un capricho. Es la casa en que nací. Y ahora, libre ya de esa pesadilla de la casa y de su hipoteca, me pondré a trabajar con más ahínco. Y Mauricio, viéndome trabajar para los dos, no tendrá más remedio que buscar trabajo y trabajar él. Es decir, si tiene vergüenza…

      –¿Y si no la tiene?

      –Pues si no la tiene… ¡dependerá de mí!

      –Sí, ¡el marido de la pianista!

      –Y aunque así sea. Será mío, mío, y cuanto más de mí dependa, más mío.

      –Sí, tuyo… pero como puede serlo un perro. Y eso se llama comprar un hombre.

      –¿No ha querido un hombre, con su capital, comprarme? Pues ¿qué de extraño tiene que yo, una mujer, quiera, con mi trabajo, comprar un hombre?

      –Todo esto que estás diciendo, chiquilla, se parece mucho a eso que tu tío llama feminismo.

      –No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a usted, tía, que todavía no ha nacido el hombre que me pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?, ¿comprarme a mí?

      En este punto de la conversación entró la criada a anunciar que don Augusto esperaba a la señora.

      –¿Él? ¡Vete! Yo no quiero verle. Dile que le he dicho ya mi última palabra.

      –Reflexiona un poco, chiquilla, cálmate; no lo tomes así. Tú no has sabido interpretar las intenciones de don Augusto.

      Cuando Augusto se encontró ante doña Ermelinda empezó a darle sus excusas. Estaba, según decía, profundamente afectado; Eugenia no había sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por su parte, había cancelado formalmente la hipoteca de la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante carga y en poder de su dueña. Y si ella se obstinaba en no recibir las rentas, él, por su parte, tampoco podía hacerlo; de manera que aquello se perdería sin provecho para nadie, o mejor dicho, iría depositándose a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a sus pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que esta fuese feliz; hasta se hallaba dispuesto a buscar una buena colocación a Mauricio para que no tuviese que vivir de las rentas de su mujer.

      –¡Tiene usted un corazón de oro! –exclamó doña Ermelinda.

      –Ahora sólo falta, señora, que convenza a su sobrina de cuáles han sido mis verdaderas intenciones, y que si lo de deshipotecar la casa fue una impertinencia me la perdone. Pero me parece que no es cosa ya de volver atrás. Si ella quiere seré yo padrino de la boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje.

      Doña Ermelinda llamó a la criada, a la que dijo que llamase a Eugenia, pues don Augusto deseaba hablar con ella. «La señorita acaba de salir» , contestó la criada.

      –Eres imposible, Mauricio –le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de la portería–, completamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación y que podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate.

      –¿De qué disparate? Vamos, di, rica –y le acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus dedos un rizo de la nuca de la muchacha.

      –Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando… para los dos.

      –Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa?

      –¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan?

      –¡Hombre, hombre, eso es grave!

      –Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuanto antes…

      –¿Tan mal nos va?

      –Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de…

      –¿De qué, vamos?

      –De aceptar el sacrificio de don Augusto.

      –¿De casarte con él?

      –¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.

      –Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra…

      –Y te atreves…

      –¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me


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