Sigmund Freud: Obras Completas. Sigmund Freud

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Sigmund Freud: Obras Completas - Sigmund Freud


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como todos los días.» «¿Y nada más?» «Espere usted. Realmente pasa algo particular. Ahora veo bien la escena. Al despedirse las niñas, el jefe de contabilidad quiere besarlas. Pero el padre le grita con violencia: ‘¡No bese usted a las niñas!’ Tan inesperada salida de tono me impresionó profundamente, y como los señores estaban fumando, se me quedó fijado el olor a humo de tabaco que en la habitación reinaba.»

      Esta había sido, pues, la segunda escena más profundamente situada, que había actuado en calidad de trauma y dejado tras de sí un símbolo mnémico. Mas ¿de dónde procedía la eficacia traumática de esta escena? Para dilucidar esta cuestión pregunté a la paciente: «¿Cuál de las dos escenas se desarrolló antes: la que me acaba de relatar o aquella otra del olor a harina quemada?» «La que ahora le he contado precedió a la otra cerca de dos meses.» «Pero si las violentas palabras del padre no se dirigían a usted, ¿por qué la impresionaron tanto?» «De todos modos, no estaba bien que tratase así a un anciano, que además era un buen amigo y un invitado. Todo esto se puede decir cortésmente.» «Así, pues, le hirió a usted la grosera forma en que procedió el padre de sus educandas y se avergonzó usted por él, o pensó, quizá, que si por una tal minucia atropellaba de tal modo a un antiguo amigo e invitado, ¿qué no haría con ella si fuese su mujer?» «No; eso no.» «Pero, de todos modos, ¿lo que la impresionó a usted fue la violencia del padre?» «Sí; siempre le molestaba que besasen a sus hijas.» Llegados a este punto, surge en la paciente, bajo la presión de mi mano, el recuerdo de una escena más anterior aún, que constituyó el trauma verdaderamente eficaz y prestó a la desarrollada con el jefe de contabilidad su eficacia traumática.

      Meses antes había sucedido, en efecto, que una señora, amiga de la casa, había besado a ambas niñas en la boca, al dar por terminada su visita. El padre, que se hallaba presente, dominó su disgusto y no dijo nada a la señora; pero cuando ésta se marchó hizo víctima de su cólera a la desdichada institutriz, advirtiéndole que si alguien volvía a besar a las niñas en la boca, la consideraría responsable de una grave infracción de sus deberes, pues a ella correspondía evitarlo, alegando tener orden suya de proceder en tal forma. Si aquello volvía a suceder, encomendaría a otra persona la educación de sus hijas. Esta violenta escena se desarrolló en la época en que miss Lucy se creía amada y esperaba la repetición de aquel primer diálogo íntimo, y agostó en flor todas sus esperanzas, haciéndola pensar que si con tan pequeño motivo y siendo ella, además, totalmente inocente de lo ocurrido, le dirigía tales amenazas, se había equivocado de medio a medio al suponer que abrigaba algún sentimiento cariñoso hacia ella. El recuerdo de esta penosa escena la asaltó luego, cuando el padreimpidió violentamente al jefe de contabilidad que besara a sus hijas.

      Cuando dos días después de este último análisis volvió miss Lucy a visitarme, tuve que preguntarle si le había sucedido algo muy satisfactorio, pues la encontré por completo transformada. Su cabeza, antes melancólicamente inclinada, se erguía ahora con toda firmeza, y una alegre sonrisa iluminaba su rostro. Por un momento pensé haberme equivocado en mis juicios, y supuse que el amor de miss Lucy había hallado, por fin, correspondencia. Pero la interesada misma disipó en seguida mis sospechas. «No ha sucedido nada extraordinario. Es que usted no me ha visto sino enferma y deprimida, y desconoce mi verdadero carácter, que siempre fue alegre y animado. Ayer, al despertar, comprobé, que había desaparecido la opresión que en estos últimos tiempos me atormentaba y desde entonces me encuentro muy bien.» «¿Y qué piensa usted ahora de su situación en la casa donde ejerce sus funciones educadoras?» «Me doy clara cuenta de que seguirá siendo siempre la que ahora ocupo, pero esta idea no me hace ya desdichada.» «Entonces, ¿podrá usted vivir ya en paz con el restante personal de la casa?» «Creo que todo lo que por este lado me atormentó fue debido únicamente a una exagerada susceptibilidad mía.» «Pero ¿sigue usted amando al padre de las niñas?» «Desde luego. Sigo queriéndole, pero sin atormentarme. En su fuero interno puede uno pensar y sentir lo que quiera.»

      Un reconocimiento de la nariz demostró que la sensibilidad y los reflejos habían retornado casi por completo. La paciente distinguía ya los diversos olores, aunque con cierta inseguridad y sólo cuando eran intensos. De todos modos, esta anosmia había de atribuirse, en gran parte, a la afección nasal de la sujeto.

      El tratamiento de esta enferma se había extendido a través de nueve meses. Cuatro después la volví a encontrar, casualmente, en una estación veraniega. Se sentía muy bien y no había vuelto a experimentar trastorno alguno.

      EL caso patológico que precede no carece de interés, a pesar de tratarse de una historia leve, con muy pocos síntomas. Por el contrario, me parece muy instructivo que también una neurosis tan simple necesite tantas premisas psíquicas, y un examen más detenido de su historial clínico me inclina incluso a considerarlo como modelo de un tipo de la histeria; esto es, de aquella forma de histeria que una persona sin tara hereditaria alguna de este género puede adquirir por la acción de sucesos apropiados para ello. Entiéndase bien que no hablo de una histeria independiente de toda disposición, pues lo más probable es que no exista tal histeria; pero de este género de disposición sólo hablamos cuando el sujeto muestra ya hallarse histérico, sin que antes se haya revelado en él indicio ninguno de disposición. La disposición neurópata, tal y como generalmente se entiende, es algo distinto y aparece determinada antes de la explosión de la enfermedad por la medida de las taras hereditarias del sujeto o por la suma de sus anormalidades psíquicas individuales. Deninguno de estos dos factores presentaba miss Luccy R. el menor indicio, y de este modo podemos considerar su histeria como adquirida sin que esto suponga más que la capacidad -probablemente muy extendida- de adquirir la histeria, capacidad cuyas características ignoramos aún casi por completo. En tales casos, lo esencial es la naturaleza del trauma y, desde luego, también la reacción del sujeto contra el mismo. Condición indispensable para la adquisición de la histeria es que entre el yo y una representación a él afluyente surja una relación de incompatibilidad. En otro lugar espero demostrar cuán diversas perturbaciones neuróticas surgen de los distintos medios que el yo pone en práctica para librarse de tal incompatibilidad. La forma histérica de defensa -para la cual es necesaria una especial capacidad- consiste en la conversión de la excitación en una inervación somática, consiguiéndose así que la representación insoportable quede expulsada de la consciencia del yo, la cual acoge, en su lugar, la reminiscencia somática nacida por conversión -en nuestro caso, las sensaciones olfativas de carácter subjetivo- y padece bajo el dominio del afecto, enlazado con mayor o menor claridad a tales reminiscencias. La situación así creada no puede experimentar ya modificación alguna, dado que la contradicción que hubiera exigido la derivación del afecto ha sido suprimida por medio de la represión y la conversión. De este modo, el mecanismo que crea la histeria constituye, por un lado, un acto de vacilación moral y, por otro, un dispositivo protector puesto al alcance del yo. Hay muchos casos en los que hemos de reconocer que la defensa contra el incremento de excitación por medio de la producción de una histeria fue en su momento, la más apropiada; pero, naturalmente, llegamos con mayor frecuencia a la conclusión de que una mayor medida de valor moral hubiera sido ventajosa para el individuo.

      Así, pues, el verdadero momento traumático es aquel en el cual llega la contradicción al yo y decide éste el extrañamiento de la representación contradictoria, que no es por este hecho, destruida, sino tan sólo impulsada a lo inconsciente. Una vez desarrollado este proceso, queda constituido un nódulo o núcleo de cristalización para la formación de un grupo psíquico del yo, núcleo en derredor del cual se reúne después todo aquello que habría de tener como premisa la aceptación de la representación incompatible. La disociación de la consciencia en estos casos de histeria adquirida es, por tanto, voluntaria e intencionada o, por lo menos, iniciada, con frecuencia, por un acto de la voluntad. En realidad sucede algo distinto de lo que intenta el sujeto. Este quisiera suprimir una representación, como si jamás hubiese existido, pero no consigue sino aislarla psíquicamente.

      En el historial de nuestra paciente, el momento traumático corresponde a aquella escena en que el padre de sus educandas la reprendió duramente por haber dejado que las besaran. Pero esta escena no acarrea, al principio, consecuencia alguna, a menos que la depresión y la susceptibilidad


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