Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey


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para qué cojones quieres saberlo?

      —Curiosidad.

      La montaña dio un paso hacia mí con actitud amenazante.

      —No se te ha perdido nada en África, te lo aseguro.

      —Eso es asunto mío.

      Por un momento, pensé que me iba a dar un puñetazo, pero, en su lugar, esbozó una sonrisa de dientes negros.

      —El chaval tiene huevos —dijo a su compañero, que mostró una sonrisa igualmente tiznada—. Así que quieres enrolarte, ¿eh? Pues mira, como me has caído bien, voy a darte un consejo: olvídalo. Allí solo encontrarás lo peor del ser humano. Eso si no te matan el primer día.

      Regresé por donde había venido, sin respuestas, pero con todos los dientes en su sitio, lo que, en aquel momento, me pareció todo un logro. Torcí por Marquesa y subí por la calle de la Aduana hasta la parte baja de Rec. El día había sido largo y estaba cansado.

      Al entrar en la cueva, la expresión de Salvador me inquietó. Se columpiaba sobre las patas traseras de una silla mientras el resto de mis compañeros dormía a pierna suelta. Parecía más demacrado que de costumbre.

      —¿Todo bien?

      —Todo lo bien que se puede estar.

      No tenía ganas de charla. Aún le daba vueltas a la posibilidad de una guerra entre las distintas facciones de la Tinya, al dolor que un enfrentamiento fratricida traería consigo. Pero allí estaba, despierto a la espera de mis noticias.

      —¿Y tú? ¿Qué me cuentas?

      Le referí lo sucedido, una crónica exhaustiva de mi encuentro con Andreu y don Pedro, nuestro viaje al depósito de cuerpos del cementerio de los condenados y la inesperada aparición del doctor Mata.

      —¿Un estudiante?

      —Eso es lo que creen.

      —¿Y con qué propósito?

      —Aún no lo sabemos.

      —No tiene ningún sentido.

      El silencio nos envolvió.

      —¿Les has hablado de nosotros?

      Negué con la cabeza. Solo Andreu conocía nuestra existencia, y le había hecho prometer que no diría nada. No era tonto: sabía que podíamos hacerle la vida imposible.

      —¿Estás seguro de que podemos fiarnos de él?

      —Tan solo quiere su historia.

      —Lo que me preocupa es hasta qué punto.

      —Tiene mucho que perder si se va de la lengua.

      —Muy bien. ¿Puedo ayudarte en algo más?

      Sopesé cómo planteárselo, pero no había modo bueno, así que preferí ser directo:

      —Quiero que convoquéis otra reunión del Consejo.

      Salvador se removió provocando que las dos patas delanteras, en el aire hasta aquel instante, dieran de golpe contra el suelo.

      —¿Para qué? Ya sabes cómo están las cosas.

      —Porque hay un asesino suelto que ha matado a uno de los nuestros. —Por algún motivo infundado, en aquel momento preferí no contarle lo del falso vagabundo—. Necesito vuestra ayuda.

      Si, tal y como temía el Monjo, los tambores habían comenzado a tocar a rebato, semejante petición podía hacer saltar la chispa. Pero también podía contribuir a unirnos, pensé: no hay nada mejor que un enemigo común para hacer que la gente arrime el hombro.

      —Está bien. Pero la decisión final es de Martí.

      [2] Nombre con el que era conocido popularmente el Diario de Barcelona debido al apellido de sus propietarios; el impresor, empresario y periodista Antonio Brusi Mirabent (1782-1821), primero, y su hijo Antonio Brusi y Ferrer (1815-1878), aunque fue realmente Eulàlia Ferrer, la mujer de Brusi Mirabent, la auténtica alma del periódico, en especial tras la muerte de su marido. El Brusi fue el primer periódico de España en usar la litografía.

      [3] Los camálics eran profesionales que se ganaban la vida transportando bultos de un lado para otro. Su vestimenta, muy característica —una blusa azul y una barretina—, servía para identificarlos, en especial la cuerda que siempre llevaban colgada a la espalda. Solían ofrecer sus servicios en plazas y espacios especialmente transitados.

      V

      La ciudad se agitaba con cientos de vehículos y transeúntes circulando arriba y abajo. Con el paso de los años, las caballerías se habían multiplicado hasta tal extremo que era casi más fácil morir arrollado por un coche de punto o una carreta de reparto que por culpa del hambre o alguna pestilencia.

      Un forcaz tirado por un enorme boloñés pasó junto a mí a toda velocidad. Aunque logré esquivarlo a tiempo, la salpicadura de sus ruedas me ensució la mejilla de barro. Después fueron un par de lavanderas, con sus cestos cargados hasta los topes, las que casi me pasan por encima. Cada uno iba a lo suyo, camino de una cita, una entrega o algún que otro quehacer, como si todos tuvieran una vida perfectamente reglada y debieran cumplir sin demora con los preceptos del día. Alguno hasta parecía uno de esos autómatas que se podían ver de vez en cuando en las barracas de alguna feria, con su mirada vacía y sus movimientos pautados.

      En realidad, nunca me había parado a pensar en ellos, en quiénes eran, en sus empeños y afanes.

      En sus miedos.

      Hasta aquella mañana.

      Para un miembro de la Tinya, cualquiera con dinero en el bolsillo era un objetivo. «¿Prefieres morirte de hambre tú o que sean ellos? —solía repetirme Salvador—. Para que unos abandonen la miseria, otros deben caer en ella». Pero Víctor tenía su propio código. Él me había enseñado cuándo, cómo y cuánto robar. No le importaba mucho la cuota que le exigían sargentos y capitanes, tenía sus propias reglas, las que le dictaba la conciencia: «A los ricos, lo que quieras, pero si el objetivo es un trabajador, róbale el día de paga y solo la mitad, que es lo que se gastaría en aguardiente; nunca más de eso, porque se lo estás quitando a la mujer y a los hijos».

      La población de Barcelona se dividía en tres grandes grupos: el de los elegidos —ricos, industriales, políticos y algún que otro aristócrata o terrateniente venidos a menos—, que vivían una plácida existencia; el de los burgueses, que dedicaban todo su empeño a convertirse en ellos; y el del resto de nosotros, que, simplemente, nos limitábamos a sobrevivir.

      Así había sido siempre y así seguiría siendo.

      Andreu me esperaba frente a un pequeño café situado en el extremo más oriental de la calle de las Pansas. El dueño, Julián, había ejercido los oficios más diversos durante años, hasta que un día, cansado de dar tumbos, había comprado el almacén y lo había convertido en lo que era. Pero por mucho que se empeñaba en convencer a todo el mundo de que lo había adquirido gracias a una herencia —nadie le había conocido nunca familia alguna—, las malas lenguas aseguraban que había matado al dueño en una reyerta de juego y, como pago por la deuda, se había quedado con todas sus posesiones, incluida su viuda. La mujer, feliz por desprenderse al fin del animal que había sido su marido, se abstuvo de protestar. Todos lo llamaban el café del Julepe en referencia al juego de naipes que había motivado la disputa.

      El gacetillero parecía absorto en sus cosas, que, hasta donde yo sabía por entonces, se limitaban a asuntos de letras, delantales y faldas y el denominador común que los unía a todos: el dinero. Su falta de él, más bien.

      —No tienes buena cara —me saludó.

      Apenas había pegado ojo en toda la noche debido a las pesadillas.


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