Cielos de plomo. Carlos Bassas Del Rey

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Cielos de plomo - Carlos Bassas Del Rey


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en el Principal, en las que la plaza del teatro se llenaba de bolsas, relojes y joyas, de modo que proponían que fuera esa y no otra la única frontera que delimitara los distritos; un territorio franco en el que la habilidad de cada uno impusiera su ley. Pero, por supuesto, ni el Mussol ni L’Avi estaban dispuestos a dar su brazo a torcer, y nadie había osado contradecirlos hasta el momento.

      —No sé si el asesinato de Víctor tiene algo que ver o no con todo esto —añadió Martí tras una pausa—, pero ahora mismo me preocupan más otras cosas. Por eso lo dejo en tus manos. Salvador te ayudará en lo que necesites.

      —¿Y si no tiene que ver?

      El Monjo se agitó y un meandro de humo se le enroscó al cuello.

      —Si no tiene que ver, la cosa se quedará como está de momento. Después, ya veremos.

      Salvador chasqueó la lengua en cuanto nos quedamos solos. Se debatía entre su obligación como sargento y sus sentimientos hacia Víctor y hacia mí.

      —Es lo que hay —dijo al fin.

      No estaba conforme, pero no iba a desobedecer una orden, menos aún si se avecinaba un conflicto. Tenía amistad con varios sargentos y algún capitán de otros distritos, y sabía que un enfrentamiento abierto entre facciones significaría el fin de todo. La Tinya era su familia, y cuando eso es lo único que tienes, lo proteges a cualquier precio. Así es este mundo y, cada cierto tiempo, determinados sucesos te recuerdan la única gran verdad, que estamos solos y todo lo demás tiende a desvanecerse con la misma facilidad que el humo de la pipa del Monjo.

      III

      —¡Esta ciudad está podrida! —pronunció el hombre, el índice amenazando al cielo—. La gangrena es ya irreversible. Las murallas son la soga con la que el Gobierno Civil y la Capitanía General nos constriñe y nos controla. ¡Nos asfixia! —Se detuvo y tomó un sorbo de licor—. ¡Debemos derribarlas o moriremos todos!

      Los pocos parroquianos presentes en el café giraron la cabeza y alzaron las cejas mientras alguien trataba de calmarle.

      —Ya sabe usted cómo acabó la última vez, don Pedro.

      Se refería al bombardeo desde Montjuic por parte de las tropas de Espartero. Las consecuencias habían sido devastadoras: mil proyectiles, más de cuatrocientos edificios destruidos, infinidad de heridos, treinta muertos, cien fusilados y una multa encubierta al comercio de trece millones de reales.

      Hablaba como si supiera algo que el resto del mundo desconocía.

      Algunos viandantes se habían detenido a observar la escena a través de la cristalera. Quien más quien menos conocía el semblante y el carácter de aquel tipo menudo que, en ocasiones como aquella, se crecía hasta alcanzar la dimensión de un coloso.

      En cuanto me vio entre ellos, Andreu salió del local y acudió a mi encuentro.

      —¿Ves a ese de ahí? —señaló—. Es don Pedro Monlau, mi antiguo jefe del diario. Tiene buenos contactos.

      Al ver mi expresión, se apresuró a aclarar:

      —El cuerpo. Debemos verlo.

      La sola idea me hizo venir una arcada. Recordé cómo las monjas de la Caridad nos habían obligado a acudir al velatorio de un chico que había muerto de fiebres. Aunque no habíamos tenido mucha relación en vida, lo allí expuesto no se le parecía en nada, y lo único que me procuró la visión de aquella carne consumida fueron unas pesadillas horribles.

      —¿Para qué?

      —Tienes mucho que aprender aún —respondió. Después me hizo una seña—. Acompáñame.

      El interior olía a tabaco y sudor, y la decoración había vivido tiempos mejores. Todo, el suelo, las paredes y el exiguo mobiliario —incluso la ropa de la mayoría de los parroquianos— había adquirido una extraña tonalidad uniforme. Monlau seguía con el dedo en alto. Su figura era imponente, con su corbatín de cuatro vueltas, la chaqueta azul, el chaleco bordado sobre una camisa de un blanco impoluto, los pantalones ceñidos con trabillas, los zapatos lustrosos y una soguilla de oro con un dije en forma de tórtola al cuello. Lo que más destacaba en él, sin embargo, eran sus lentes, pequeñas y redondas, que le conferían un aspecto de lo más curioso, entre el de un intelectual y el de un cómico, sin llegar a decantarse por lo uno o lo otro en ningún momento. Con el tiempo supe que, además de gacetillero, era médico, crítico literario y escritor, y que había formado parte de la Junta de Derribo que había echado abajo parte de las murallas de la Ciudadela hacía unos meses.

      Un cliente se puso en pie animado por el discurso:

      —¡Bien dicho, don Pedro! ¡Abajo las murallas!

      —¡Señores, por favor! —los interrumpió el dueño, un viejo estibador de musculatura flácida. No quería que las cosas se encendieran más de la cuenta y los militares le cerraran el local.

      A pesar de que el café de la Constància era el punto de reunión de lo que quedaba de las milicias ciudadanas y, por tanto, territorio seguro para los más exaltados, la Capitanía General solía infiltrar informadores en cafeterías y tabernas para identificar a futuros alborotadores. No era para tomárselo a broma.

      Andreu aprovechó el momento en el que Monlau se sentaba, exhausto tras la arenga, para abordarle:

      —¿Puedo hablar un momento con usted, don Pedro?

      El hombre le observó de arriba abajo. No lo hizo con desprecio, sino con una curiosidad sincera, hasta que al fin le reconoció.

      —¡Andreu! Bienvenido.

      —Este es Miquel —me presentó—. Es amigo del chico al que han encontrado muerto esta mañana en Sota Muralla.

      Esta vez fui yo el objeto de su escrutinio —menos disimulado y más reprobatorio—, tras lo que nos invitó a sentarnos.

      —¿Un chico muerto? No he oído nada.

      —Asesinado —matizó Andreu, que sabía cómo despertar su interés.

      Tal y como había previsto, la puntualización hizo mella en él. Pero Andreu no había terminado, y lo que dijo a continuación me dejó perplejo:

      —Y no es el único.

      —¿Qué quieres decir? —Monlau le prestaba ya toda su atención.

      Andreu paseó la mirada por nuestros rostros. No cabía duda de que sabía cómo contar una historia —el giro dramático, la pausa, la revelación posterior—, y de que no siempre disfrutaba de un público tan entregado.

      —También ha aparecido un vagabundo asesinado en idénticas circunstancias junto a la Puerta de Mar.

      No podía tratarse de una casualidad. La cercanía de ambos enclaves así lo sugería.

      —¿Y qué circunstancias son esas? —inquirió Monlau.

      Hasta aquel instante no me di cuenta de que tampoco yo las conocía en detalle; me había bastado con saber que Víctor estaba muerto, que alguien le había acuchillado y había dejado su cuerpo abandonado como si fuera un desecho más. Así era la calle, cruel: un golpe mal dado, una trifulca, una paliza, un navajazo… y se acabó.

      —Con el vientre abierto y las tripas fuera de sitio —soltó Andreu.

      No pude reprimir un sentimiento de horror, primero, de asco, después; la expresión de Monlau, en cambio, parecía cada vez más cercana al interés científico que al espanto. Algo en la expresión del gacetillero, sin embargo, me dijo que se callaba algo.

      —Y luego está lo de la marca.

      —¿Qué marca? —Monlau acababa de enredarse del todo en su trampa.

      —Al encontrar el primer cuerpo, Jaume, el sereno, un tipo de lo más


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