Entre el amor y la lealtad. Candace Camp

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Entre el amor y la lealtad - Candace Camp


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el taller a la carrera y se dirigió a la zona de estar de la familia. Un cazo colgaba del soporte metálico que había en la chimenea, donde el fuego ardía suavemente. Su idea había sido comer antes de marcharse, pero ya era demasiado tarde. Subió corriendo las estrechas escaleras hasta la planta superior, donde estaban los dormitorios. Daba a la calle y era más espaciosa que la de abajo. En ella estaban los dormitorios. Era una casa espaciosa, y motivo de orgullo para ella. Se le había dado bien, había prosperado. Pero de repente se veían obligados a huir de la ciudad, como vulgares delincuentes.

      Hal estaba en la habitación de los niños, llenando un zurrón, y se puso de pie de un salto, dejando el resto de sus pertenencias tiradas en el suelo. Guy, el mayor, también se volvió, su rostro pálido bajo el tenue resplandor de la vela.

      —¿Ya están aquí? —preguntó Hal con voz angustiada.

      —Todavía no. Pero no tardarán. Debemos darnos prisa.

      Él asintió y agarró el abrigo de Guy para echárselo al niño por los hombros. Mientras, ella se acercó a la cuna y tomó al bebé. El bebé no se despertó, limitándose a volver la cabecita y acurrucarse al calor de su madre.

      —Alice —susurró ella, rozando los oscuros rizos con sus labios—. Mi amada niña.

      Conteniendo las lágrimas, envolvió al bebé en su mantita, tapándole la cabeza para protegerla del frío.

      A continuación se volvió hacia Hal y vio que ya se había puesto el abrigo. Le entregó al bebé y él la agarró del brazo.

      —Venid con nosotros, amor.

      —No puedo. Sabéis que no puedo —contestó ella con voz temblorosa—. Debo destruirlo.

      —Esa malvada cosa —la habitualmente agradable expresión se oscureció—. Ojalá…

      —Lo sé. Yo también desearía lo mismo. Pero debéis poner a los niños a buen recaudo. Y yo debo deshacer el mal que he creado —le entregó a Alice y se agachó para besarle las mejillas y a él en la boca.

      Con el brazo que tenía libre, Hal la rodeó y se fundieron en un abrazo.

      —Sígueme. Prométeme que me seguirás.

      —Lo haré.

      Hal la besó apresuradamente, apasionadamente, y bajó las escaleras.

      Ella se arrodilló ante Guy, enderezándole el lazo del abrigo y grabándose en la memoria el rostro de su hijo.

      —Sé fuerte. Ayuda a tu padre.

      —Lo haré —el niño asintió bruscamente—. Los mantendré a salvo.

      —Lo sé —el niño se parecía mucho a ella, quizás demasiado. No era de los que miraban atrás o cedía. Siempre embestía. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero las contuvo y lo besó siguiendo el mismo ritual, un beso en cada mejilla, antes de abrazarlo por última vez—. Cuídate.

      Ella se levantó y el niño la miró con solemnidad.

      —No volveré a veros jamás, ¿verdad?

      —Siempre estaréis conmigo.

      El niño corrió escaleras abajo y ella lo siguió. El bebé estaba en la silla, todavía dormida, el hatillo de Hal en el suelo. Hal había empujado a un lado el pequeño arcón y levantaba la trampilla del suelo. Un aire frío y oscuro surgió del interior.

      Hal tomó el zurrón y pasó la cinta sobre su cabeza, ajustando el bulto sobre su espalda. Ella se dirigió a la alacena y tomó su diario, junto con el athame guardado en su funda. Acercándose a él, metió ambas cosas en el zurrón.

      —¡Eso no! —él se apartó—. No. Sácalo. No quiero nada de eso.

      —Tenéis que llevarlo. De lo contrario lo tendrá él. Guardadlo. Protegedlo. Prometédmelo.

      Los ojos de él emitieron un ardiente destello y, por un instante, ella pensó que iba a negarse, pero entonces agitó una mano en el aire, como si apartara sus pensamientos a un lado.

      —Lo prometo —él se inclinó para recoger al bebé. Ella encendió la mecha de la gruesa vela de sebo en el interior de la lámpara de hojalata y se la entregó. Él sostuvo la lámpara sobre el oscuro agujero—. Ven, hijo.

      Guy miró a su madre y, por un segundo, asomó a su rostro el aterrorizado niño, pero rápidamente bajó la escalera. Hal se agachó para entregarle la lámpara al niño. Se irguió y la miró a ella. No habló, su mirada lo decía todo.

      Ella tuvo la sensación de ahogarse en la tristeza que empezaba a llenar su pecho. Sin embargo, asintió y consiguió sonreír.

      —Buena suerte, mi amor.

      Su familia desapareció, dejando únicamente un negro agujero. Durante un instante ella no pudo moverse, todo su cuerpo gritándole que los siguiera. Sin embargo, reprimió el cobarde impulso y se apresuró a bajar la trampilla antes de arrastrar el pequeño arcón de nuevo a su sitio.

      A pesar de su promesa, era consciente de que no los seguiría. No iba a conducir a sus enemigos hasta su familia. Nadie iba a molestarse en buscarlos, era a ella a quien querían. A ella y su creación.

      Apartó el cazo del fuego y corrió a su taller. Eligió tarros con hierbas y un pequeño salero con sal. Sería mucho mejor si pudiera encender el brasero y trabajar en la mesa, pero no había tiempo. Debía confiar en que bastaría con el fuego de la chimenea. Tras acercar un taburete, se subió e insertó una llave en el armario más alto para abrirlo.

      Introdujo un brazo en el interior y sacó un pequeño objeto envuelto en terciopelo. Incluso a través de la tela sentía el calor en su mano. El latido del poder. Aquello le pertenecía. Era la culminación del trabajo de toda su vida, el fruto de su conocimiento y habilidad. Y debía destruirlo.

      Regresando al fuego, se arrodilló y desenvolvió el objeto, que brilló a la luz de las llamas. Sin embargo ella no se permitió mirarlo. Arrojó un puñado de hierbas al fuego, uno tras otro. No estaba segura de que fuera a funcionar, pero tenía que intentarlo.

      Había buscado el conocimiento, pero, de algún modo, el camino que había seguido para que la condujera hacia la sabiduría había cambiado, conduciéndola hacia el poder. Era embriagador, seductor, pero en el corazón de ese poder residía el mal. Debía ser destruido. Tan solo esperaba que no fuese demasiado tarde. Con una mano agarró el colgante que colgaba de su cuello. Con la otra… tomó el objeto infernal.

      Se volvió hacia el fuego y estiró el brazo. Intentó invocar las palabras en latín, pero se negaban a surgir. La mano le temblaba. Fuera, se oía el retumbar del trueno. Comprendió que su creación estaba luchando contra ella. Fuera se oían unas pisadas de botas y una orden emitida como un ladrido. Su voz.

      Un golpe de nudillos retumbó contra la puerta. Ella agarró el objeto con más fuerza. Le cortaba la piel, pero apenas lo notaba. El familiar cosquilleo empezó a trepar por su brazo. Un canto de sirena le susurró al oído: ella podría detenerlos. Si volvía el objeto contra sus enemigos, estaría a salvo. Podría estar con su familia.

      Pero no. No debía ceder a la tentación. Utilizarlo solo lo haría más fuerte, haría que renunciar a él fuera más difícil. Había jurado dejar de utilizarlo. Había jurado evitar que nadie, sobre todo él, lo utilizara jamás.

      Algo mucho más fuerte que un golpe de nudillos sacudió la puerta. Otra vez. Y otra vez más. La puerta se abrió de golpe. Ella se levantó de un salto y se volvió hacia los intrusos. Los hombres del obispo irrumpieron, con sus espadas. Detrás de ellos lo vio a él. El hombre que había sido su mentor. El hombre en quien había confiado. El hombre que la había delatado ante las autoridades.

      El odio latió en su interior y, sin pensárselo dos veces, extendió el brazo hacia ellos, sujetando en la mano el instrumento que había creado.

      —¡Deteneos!

      Un vendaval entró por la puerta abierta, llenando toda la habitación,


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