Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant


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salón tapizado de seda azul y medias cañas de madera blanca y oro, y se le hizo entrar en uno a modo de tocador cubierto de tapicería del siglo XVIII, claras y graciosas, tapicerías a lo Watteau, de tonos tiernos y asuntos encantadores, que parecen ideados por obreros enamorados.

      Acababa de sentarse, cuando apareció la condesa. Pisaba tan suave que no la sintió atravesar la habitación próxima, y se sorprendió al verla.

      Ella alargó familiarmente la mano.

      —¿Con que es verdad que quiere hacer mi retrato?

      —Muy feliz seré con ello, señora.

      Llevaba la condesa un traje negro que la hacía más esbelta y más joven, pero dándole un aire serio que alegraba no obstante su rostro sonriente iluminado por sus cabellos rubios.

      Entró entonces el conde, llevando de la mano a una niña de seis años.

      —Mi marido —dijo a Oliverio.

      Era un hombre de pequeña estatura, imberbe, de mejillas hundidas y ensombrecidas por el afeite de la barba. Tenía un aire de actor o de clérigo, con su pelo largo echado atrás y sus maneras urbanas. En torno de la boca se dibujaban dos pliegues circulares que bajaban de las mejillas a la barbilla y que parecían producto de la costumbre de hablar en público.

      Dios gracias al pintor con fluidez de palabras, que revelaban al orador. Dijo que hacía mucho que tenía deseos de que se retratase su mujer, y que hubiera escogido para ello a Oliverio, si no hubiese sabido que estaba agobiado de peticiones y temido, por tanto, una negativa. Se convino, con grandes cortesías por ambas partes, que la condesa iría al estudio desde el siguiente día.

      El conde preguntó si convendría esperara a que Any se quitase el luto que llevaba, pero Bertin dijo que no quería perder la primera impresión recibida y aquel extraño contraste entre la cabeza viva y fina realzado por el rubio cabello y el negro austero del traje.

      Fue, pues, al día siguiente con su marido y luego con su hija, a la que sentaban ante una mesa llena de libros con estampas. Oliverio se mostró muy reservado, según costumbre. Las mujeres de la alta sociedad le preocupaban un poco porque no las conocía bien. Las suponía experimentadas y simples a un mismo tiempo, hipócritas y peligrosas, sencillas y complicadas. Había tenido con mujeres de medio vuelo aventuras efímeras, debido a su fama, a su genio alegre, a su estatura de atleta elegante, y a su rostro enérgico y moreno. Le gustaban más, porque encontraba en ellas las maneras libres y las frases desveladas, acostumbrado como estaba a las costumbres fáciles y endiabladamente alegres de los estudios y los escenarios que frecuentaba.

      Lo llevaba a la alta sociedad la gloria, y no el corazón, se hacía agradable por necesidad y recibía cumplidos y encargos, y rodaba en torno de las grandes damas sin hacerles jamás la corte.

      No se permitía con ellas bromas atrevidas ni palabras salpimentadas; las creía gazmoñas, y así pasaba por tener buen tono. Siempre que una de ellas tenía sesión en su estudio, percibía Oliverio, a pesar de sus esfuerzos por hacerse grato, la disparidad de raza que impide se confundan, aunque se mezclen, los artistas y los que viven elevados.

      Detrás de las sonrisas y la admiración, siempre un poco ficticia en la mujer, determinaba la escondida reserva mental del ser que se cree de superior esencia. De esto nacía en él algo como alerta del orgullo en maneras respetuosas y casi altanera, y junto a la vanidad de cualquiera tratado de igual a igual por príncipes y princesas, surgía en él la fiereza del hombre que debe a sí mismo una posición que los otros deben a su nacimiento. Se decía de él, como con extrañeza, que estaba bien educado por todo extremo, y esta extrañeza, que lo halagaba, los mortificaba también, porque marcaba en cierto modo las fronteras. La seriedad ceremoniosa y de propósito del pintor cohibía un poco a la señora de Guilleroy, que no sabía qué decir a aquel hombre tan frío y tenido por espiritual. Después de dejar a su hija ante la mesita bien cargada de estampas, se sentó en una butaca cerca del boceto empezado y se esforzó por dar a su rostro la expresión recomendada por el artista.

      En la mitad de la cuarta sesión, dejó de pronto de pintar Oliverio y preguntó:

      —¿Qué es lo que más le distrae?

      Any calló sin saber qué decir:

      —No sé... ¿por qué lo pregunta?

      —Porque necesito una mirada satisfecha en esos ojos y no la hay.

      —Bueno, pues trate de que hablemos; me gusta mucho hablar.

      —¿Está contenta?

      —Mucho.

      —Hablemos, pues.

      Dijo “hablemos” en tono muy serio, y prosiguiendo la tarea trató de hallar asunto de conversación en que marchasen unidos sus espíritus.

      Empezaron por cambiar observaciones sobre gente que ambos conocían, y luego hablaron de sí mismos, que es el hablar más agradable.

      Al día siguiente se sintieron, al verse, más a su gusto, y notando Bertin que se hacía agradable, empezó a contar detalles de su vida de artista, puso a la vista sus recuerdos con el ingenio y la fantasía peculiares en él.

      Acostumbrado a las cualidades postizas de los literatos de salón, sorprendió a Any la cháchara un poco alocada de Oliverio, que decía las cosas con lisura e ironía, y contestó en el mismo tono con atrevido y fino gracejo.

      En ocho días hizo la conquista de Oliverio con su buen humor, su franqueza y su naturalidad. El pintor olvidó sus prejuicios sobre las mujeres de la alta sociedad, y casi hubiese afirmado que eran las únicas que tenían encanto.

      Mientras pintaba de pie delante del lienzo, avanzando o retrocediendo con posturas de combatiente, dejaba salir sus pensamientos internos como si siempre hubiese conocido a aquella mujer negra y rubia, hecha de sol y luto, que reía sentada ante él y que le respondía con tal animación que perdía la postura a cada momento.

      Tan pronto se alejaba de ella Oliverio, cerrando los ojos e inclinándose para ver su modelo en conjunto, tan pronto se acercaba lo más posible para detallar los menores matices de su rostro y la expresión más fugitiva, como artista que sabe que en un rostro de mujer hay algo más que la apariencia visible, algo que es emanación de la belleza ideal, reflejo de un no sé qué desconocido, la gracia íntima y temible de cada una que la hace ser amada perdidamente por uno o por otro.

      Una tarde fue la niña a colocarse delante del lienzo y dijo con sinceridad infantil:

      —Es mamá, ¿verdad?

      Oliverio la tomó en brazos para darle un beso, halagado por aquel sencillo tributo al parecido de su obra.

      Otro día, cuando parecía más tranquila, se le oyó decir de pronto, con cierta tristeza:

      —Me aburro, mamá.

      Tanto conmovió a Oliverio aquella primera queja, que al día siguiente le hizo llevar al estudio un almacén de juguetes.

      Asombrada Anita al verlos, pero contenta y reflexiva, los puso en orden con gran cuidado para tomarlos uno después de otro, según cambiase su deseo.

      Desde el día del regalo, Anita se encariño con el pintor como se encariñan los niños, con la amistad pegadiza que los hace tan graciosos y adorables.

      Cada vez asistía la condesa con más gusto a las sesiones. Aquel invierno, por razón del duelo, estaba muy ociosa, no iba a fiestas ni a parte alguna, y encerraba en el estudio de Bertin todos los cuidados de su vida.

      Hija de un comerciante parisiense riquísimo y comunicativo, muerto hacía muchos años, y de una madre constantemente enferma que pasaba en el lecho seis meses del año, Any llegó a ser desde muy joven una ama de casa perfecta. Sabía sentir, hablar, sonreír, distinguir a unos de otros, y escoger lo que a cada cual debía decirse.

      Desde el primer momento se hizo a aquella vida, sin esfuerzo algunos, previsora


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