Fuerte como la muerte. Guy de Maupassant

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Fuerte como la muerte - Guy de Maupassant


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con miedo por lo que había de suceder. Su primera idea fue la de romper con el pintor y no volver a verlo jamás, pero apenas pensó en ello cuando surgieron mil razones contra el proyecto. ¿Cómo explicaría la ruptura? ¿Qué diría su marido? ¿No sería sospechada la verdad, dicha luego en voz baja, y en voz alta por último? ¿No sería mejor para cubrir las apariencias hacer ante el mismo Oliverio la comedia hipócrita de la indiferencia y el olvido, haciéndole entender que ella había borrado aquel momento de su memoria y hasta de su vida? Pero, ¿podría hacerlo? ¿Tendría valor para fingir que de nada se acordaba ante aquel hombre con quién había compartido un goce rápido y brutal?

      Después de vacilar mucho se decidió por este último extremo. Iría al día siguiente con valor bastante, y le haría entender sobre la marcha lo que de él exigía; que nunca le recordase aquella vergüenza con la palabra ni con la mirada. Seguramente esto habría de dolerle, pero como hombre leal tomaría su partido y sería en lo porvenir lo que había sido siempre.

      Tomada esta resolución dio la dirección de su casa al cochero, y entró en ella presa de profundo abatimiento, con deseos de acostarse, de no ver a nadie, de dormir y olvidar. Se encerró en su cuarto y en él estuvo hasta la hora de comer echada en una meridiana, absorta, sin querer ocupar el alma con aquel recuerdo lleno de peligros. Bajó al comedor a la hora precisa de comer, admirada de verse tan tranquila y esperando a su marido con el rostro de todos los días.

      El conde llegó con su hija en brazos. Any estrechó la mano de su marido y besó a su hija sin turbación.

      El señor Guilleroy se informó de lo que había hecho, y ella dijo con indiferencia que había estado en el estudio, como todos los días.

      —¿Sale bien el retrato? —preguntó el conde.

      —Muy bien.

      Habló el conde de sus asuntos, de los que gustaba tratar mientras comía, de la sesión de la Cámara y de la discusión del proyecto de ley sobre adulteración de comestibles.

      Aquella conversación que la condesa soportaba a diario la irritó esta vez y la hizo examinar con mayor atención al hombre vulgar y hacedor de frases que tomaba interés por aquellas cosas, pero sonrió al escucharlo y respondió con agrado, y hasta más graciosamente que otras veces, sintiéndose instintivamente con más indulgencia para aquellas monadas.

      Y pensaba mirando a su marido:

      —Lo he engañado, es mi marido y lo he engañado... ¡Qué extraño! Nada puede evitar ya esto, nadie puede borrarlo. He cerrado los ojos, he sufrido durante unos segundos, nada más que unos segundos, los besos de otro hombre y no soy ya una mujer honrada. Esos pocos segundos de mi vida que no es posible suprimir, han traído sobre mí un hecho irreparable, cierto, criminal y vergonzoso para una mujer... y no siento desesperación por ello. Si me lo hubiera dicho ayer no lo hubiese creído, y habría pensado en las amarguras que hoy debieran remorderme... y nada, casi nada.

      El conde salió, como siempre, después de comer. Entonces tomó la condesa en brazos a su hija, y lloró besándola, lloró sinceramente, pero con la conciencia, no con el corazón. No pudo dormir aquella noche.

      En la oscuridad de su cuarto se preocupó grandemente con los peligros que podría crearle la actitud de Oliverio y cobró miedo a la entrevista del siguiente día y a lo que tendría que decirle cara a cara.

      Se levantó temprano y estuvo toda la mañana echada en la meridiana, esforzándose en prever lo que tuviera que responderle y en prepararse para toda clase de sorpresas. Salió temprano para seguir reflexionando por el camino. Oliverio no la esperaba, y desde la víspera se preguntaba cuál había de ser su conducta para con ella. Después de la fuga de la condesa, a la que no se atrevió a oponerse, se quedó solo, oyendo, aunque estaba ya lejos, el ruido de sus pasos, el roce de su traje y el golpe de la puerta, empujada por su mano nerviosa.

      Permaneció en pie, saturado de goce ardiente y profundo como un hervidero. ¡Había sido suya! ¡Se había cumplido el hecho entre ambos! ¿Era posible? Después de la sorpresa, saboreaba el triunfo, y para gustar mejor de él, se echó sobre el diván en que la había poseído. Permaneció allí largo rato, lleno el espíritu de ella, pensando que era su amante, que entre aquella mujer tan deseada y él se había anudado ese lazo misteriosos que ata secretamente dos seres.

      Toda su carne, aun vibrante, temblaba ante el recuero agudo del rápido instante en que tropezaron sus labios, y en que sus cuerpos unidos se electrizaron con el supremo estremecimiento de la vida. No salió por la noche para deleitarse en el recuerdo, y se acostó temprano radiante de dicha. Apenas despertó al día siguiente, se preguntó qué debía hacer. Si se hubiera tratado de una cortesana o una actriz, le hubiera enviado flores o joyas; pero era la suya una situación nueva que lo dejó perplejo.

      Debía escribir, aunque no sabía qué. Rasgueó y rompió, volvió a empezar veinte cartas. Todas le parecían humillantes, odiosas y ridículas. Quería expresar en términos delicados y llenos de encanto la gratitud de su alma, sus impulsos de loca ternura, sus ofertas de tierno sacrificio; pero para fijar estas cosas apasionadas y llenas de matices, solo halló palabras groseras y pueriles.

      Renunció a escribir y se decidió por ir a verla cuando pasase la hora de costumbre, porque estaba seguro de que ella no iría. Se encerró en el estudio contemplando el retrato, cosquilleándole el deseo de besar los labios pintados en los que algo de ella había. De tanto en tanto miraba la calle por la ventana, y todos los trajes mujeriles que aparecían a lo lejos, le producían un más presuroso latir del corazón. Veinte veces creyó reconocerla, y cuando la mujer vista pasaba, tenía que sentarse como si hubiese sufrido una decepción. La vio de pronto, dudó, tomó los gemelos, se cercioró de que era ella, y con violenta emoción se sentó para esperarla.

      Cuanto entró, Oliverio se puso de pie y quiso tomarle las manos, pero Any las retiró con brusquedad. Al verlo en el suelo con expresión de angustia y mirándola, le dijo ella con altanería:

      —¿Qué es esto, caballero? No me explico su actitud.

      —¡Oh, señora, por Dios!... —balbuceó él.

      —Esto es ridículo; levántese —dijo Any con rudeza.

      Oliverio se levantó trastornado.

      —¿Qué tiene? —murmuró—. No me trate así... ¡la amo!

      Con unas cuantas palabras rápidas y secas, expresó la condesa su voluntad e impuso la regla de conducta.

      —No comprendo qué quiere decir; no vuelva a hablarme de su amor o me iré para no volver jamás. Si olvida alguna vez esta condición que le impongo, dejará de verme para siempre.

      Oliverio la miraba dolorido por aquella dureza imprevista.

      —Obedeceré —dijo, comprendiendo al fin.

      —Bueno, así lo esperaba —respondió la condesa—, ahora trabajar, porque verdaderamente dura demasiado este retrato.

      Oliverio tomó la paleta y se puso a pintar; pero su mano temblaba y sus ojos miraban sin ver. Tal pena sentía en el corazón, que tuvo impulsos de llorar. Trató de hablar, pero ella apenas contestaba; intentó una galantería sobre el buen color de su rostro, pero Any lo detuvo con tono tan decisivo, que Oliverio pasó por una de esas cóleras de enamorado que cambian en odio la ternura. Hubo en su ser moral y físico, una sacudida nerviosa, y, sin transición, creyó que la aborrecía.

      ¡Aquella era la “mujer”, igual a todas: falsa, movible y débil. Lo había seducido con gatadas de niña, tratando de enloquecerlo sin dar nada a cambio, provocándolo para negarse, empleando para con él las cobardes maniobras de las coquetas, siempre dispuestas al don de su desnudez, mientras el hombre con quien juegan siente la sed del deseo como el perro callejero la sed del agua.

      Pues peor para ella, porque él la había poseído. Podía la condesa purificar su cuerpo y contestar con altanería, sin que con esto borrase nada ni evitase que él


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