2000 años liderando equipos. Javier Fernández Aguado

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2000 años liderando equipos - Javier Fernández Aguado


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retornó a manos de Pedro el Venerable. No fue una buena racha, entre otros motivos por el robo perpetrado por mercenarios del oro del que disponía la orden. La descripción que hizo Pedro el Venerable era demoledora: salvo algunos novicios, el resto parecían miembros de la sinagoga de Satán. Enrique de Blois, obispo de Winchester, trató de ayudarles pero no fue posible reanudar momentos de gloria y el declive se aceleraría tras la desaparición de Pedro el Venerable en 1157.

      Surgieron por entonces otras iniciativas, como los camaldulenses. El abad Romualdo se había retirado en el 999 para practicar la vida de ermitaño. En 1012, el conde Maldolo, sin enzarzarse en instintos endogámicos le cedió terrenos en los que construyó para él y sus cuatro compañeros celdas individuales. Se le calificó como Campo Maldolo, y en consecuencia camaldolo o camaldoli. Siguieron la regla de san Benito, con rasgos específicos como el mutismo y el hábito de lana blanca. Al fallecer san Romualdo en 1027 eran tan solo unos pocos discípulos; cincuenta años más tarde los monasterios adheridos sumaban nueve. Fue aprobada por Alejandro II en el 1072.

      Juan Gualberto por su parte había vivido primero en un monasterio benedictino. Pasó de ahí a los camaldulenses, pero en el 1030 se trasladó al valle de Acqua bella y posteriormente Valle Ombrossa. De ahí el nombre de la Orden de Vallombrosa. La base era la vida contemplativa en el más cabal silencio. Además no podían cambiar de monasterio. En 1073, año de fallecimiento del fundador, tenían doce casas. Cien años más tarde disponían de cincuenta.

      Algunas enseñanzas

       Pretender que un designio no ha de renovarse es una insulsez

       Hay que crear entornos que faciliten mudanzas productivas

       Cribar con exigencia los datos empleados para tomar decisiones es esencial. Hoy, con terminología de Jorn Lyseggen, se denomina Outside-Insight

       La legislación no es motor, pero sí condición necesaria

       Sin formación todo se enquista

       Contar con la protección del regulador es definitivo

       Quos Deus vult perdere, prima dementat, o a quienes Dios quiere perder, primero les vuelve locos

       Los mejores acopian ideales que no pasan necesariamente por ascender

       Cuando un mediocre dispone de poder, la organización queda bloqueada

       Rara vez el directivo deficiente es consciente de su inutilidad

      «Fake news» y «deepfake»

      Silvestre II (945-1003), el papa del año 1.000

      Papa Silvestre II., s. XVIII. Fuente: Bildarchiv, Austria.

      El primer papa francés nació en Auvernia en 945 e ingresó alrededor de 963 en el monasterio de san Gerardo de Aurillac (Francia), reformado por Cluny. En 967 Gerberto, futuro Silvestre II, se trasladó a España para incorporarse al monasterio de Santa María de Ripoll (Gerona). Desde allí viajó a otras ciudades españolas donde estudió matemáticas y astronomía. Durante una estancia en Roma dos años más tarde conoció al papa Juan XIII y también entró en contacto con el emperador Otón I, quien le nombró tutor de su vástago, futuro Otón II.

      A causa de su merecida reputación como intelectual, el arzobispo de Reims lo integró en su colegio episcopal. El habilidoso Gerberto construyó objetos destinados a la investigación, como ábacos o un globo terráqueo. De allí pasaría, en 983 y por orden del emperador Otón II, a abad del monasterio benedictino de Bobbio (Italia) para retornar a Reims (Francia) como consejero del arzobispo Adalberón. Al fallecer un lustro más tarde, el rey Hugo Capeto eligió a Arnulfo. El recién nominado optó, ante la perplejidad de su protector, por apoyar a su antagonista al trono de Francia, Carlos.

      Hugo reaccionó convocando en 991 un concilio en Saint-Basles-les-Reims, destituyó del arzobispado de Reims a Arnulfo y nombró a Gerberto. Roma no quedó satisfecha con lo que juzgó ser una invasión de la potestad papal de designar prelados. Para oficializar la nulidad del nombramiento, Juan XV convocó tres concilios sucesivos que, para su disgusto, confirmaron a Gerberto como arzobispo. Lo logró en un cuarto intento, en 996. Arnulfo retomaba el arzobispado de Reims. Gerberto se retiró entonces a la corte de Otón III, de donde saldría en 998 para ocupar el arzobispado de Rávena.

      Tras el fallecimiento de Gregorio V, en 999, Gerberto de Aurillac fue elegido papa con el nombre de Silvestre II en homenaje a Silvestre I, papa en tiempos de Constantino. No eran tiempos placenteros. El nombramiento del antipapa Juan XVI (Juan Filagatos) frente a Gregorio V había provocado que el emperador Otón III ingresase en Italia al frente de su ejército en 998 para aplastar la rebelión pilotada por Crescencio II en su contra. Juan XVI fue capturado, le arrancaron los ojos, le cortaron la lengua, las orejas y la nariz, y le quebraron los dedos para que no volviera a escribir. Fue paseado montado en un asno por la Urbe. Sería deportado, en fin, al monasterio de Fulda (Alemani), donde murió en el 1013.

      En el 1001, Silvestre II tuvo que hacer frente a un levantamiento popular que le obligó a trasladarse a Rávena, porque los revolucionarios habían conquistado hasta el castillo de Sant’Angello. El odio venía de lejos. El cabecilla del levantamiento era el hijo de Crescencio II, el patricio romano ajusticiado por indicación de Otón II en 998.

      La subordinación al poder civil es perpetua en las cartas del papa. Escribía a Otón III: «Durante tres generaciones he mantenido una fidelidad inviolable a vos, con vuestro padre y con vuestro abuelo». Y tratando de ganarse al emperador: «Por defenderos he expuesto mi humilde persona a los furores de los reyes y de los pueblos». Por tres veces intentó Otón III restaurar el orden en Roma, fracasando en las dos primeras y falleciendo en la tercera con solo veintidós años a causa de unas fiebres.

      Silvestre II regresó a Roma y allí murió quince meses después que su protector, en el 1003. El retorno le había sido permitido porque nadie temía a aquel anciano inofensivo. Entre otros motivos, porque Enrique de Baviera, primo y sucesor de Otón III con el nombre de Enrique II, optó por no interferir en los asuntos de la península itálica. A Gerberto se le alabó como luz de la Iglesia y esperanza de su siglo por su renombre científico tanto en letras como en ciencias. Lo suyo había sido el estudio y resulta casi sorprendente que, en medio de complejidades tan sofisticadas e inciertas, no tomara la decisión de dimitir que casi tres siglos más tarde adoptaría Celestino V.

      Silvestre II estuvo atento a la profundidad conceptual y también a que la exposición del conocimiento fuera formalmente grata. Llegó a definir su actitud intelectual escribiendo: «He hecho caminar siempre unidos el estudio del bien vivir y el estudio del bien decir». Quizá tenía presente la afirmación de Quintiliano, vir bonus dicendi peritus, el hombre bueno es perito en el bien comunicar. Fue también pionero en la promoción de debates, como los clubes en entornos académicos en los que es preciso defender alguna teoría. Él lo comenzó a hacer en Rávena en 981. En aquella ocasión los contendientes de la disputatio habían sido Otric de Magdeburgo y él mismo. Diversos estudiosos han visto en aquella experiencia el germen de una escolástica que durante siglos aplicaría esa metodología.

      Impuso el sistema decimal, que facilitó enormemente el cálculo, ya que hacia el año 1.000 la práctica de la división sin usar el cero requería conocimientos que solo poseían algunos expertos. También se difundió un tipo de ábaco al que se le concedió su nombre. Constaba de veintisiete compartimentos de metal con nueve fichas con los números grabados. La primera columna del extremo derecho contenía las unidades; la segunda, a su izquierda, las decenas; y así sucesivamente. Este instrumento permitía multiplicar y dividir con premura. Era el precedente de las calculadoras. Estos avances, de influencia oriental, fueron adoptados y mejorados en una sociedad que algunos tarugos tienden a contemplar como oscura. La Iglesia conservó el legado grecorromano y pagano, a la vez que promovió un constante anhelo de aprendizaje.


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